LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: El jardín de los exempla - 1, por Ancrugon



Contar cuentos es una acción humana tan antigua como la misma capacidad de hablar. Con ellos se ha entretenido, comunicado, informado, enseñado... ; han sido (y son) medio de expresión, de arte, demostración de un hecho, o simple juguete. Los cuentos siempre fueron los amigos confidentes de nuestros ratos solitarios en la infancia, y los niños ríen, lloran, odian, aman, temen, se emocionan con las peripecias de unos personajes que llenan por entero su imaginación. Pero también los mayores leen cuentos y buscan, en su intensa brevedad, esa pizca mágica de algo que, aunque incorpóreo e inmaterial, puede colmar cumplidamente tantos momentos vacíos: la imaginación.

Pero, ¿qué es un cuento? ... Es una estructura argumental independiente de la realidad, dotada de identidad propia y configurada con rasgos específicos temporales y modales. Cada cuento puede contener una enseñanza y este didactismo deriva de la capacidad de imitación de la realidad humana, basado en un alejamiento ficticio que permite al lector observar su circunstancia interna. De forma más sencilla podemos definirlo como una narración corta y fantástica de un hecho que puede ser notable por cualquier concepto; al margen está que tenga o no moraleja, que se organice en presentación, nudo y desenlace o su estructura sea totalmente libre, que vaya dirigido a un público en especial o esto sea puramente anecdótico, que esté escrito en una lengua literaria o en el habla de la calle, todo esto no tiene importancia, porque un cuento, así de simple, es un breve instante de fantasía.

Los cuentos vienen de siempre y, en un principio, su transmisión era exclusivamente oral, por lo que su conservación se confiaba a la memoria de los oyentes, con los consecuentes cambios que ello producía en las historias; luego llegó la escritura y pudieron conservarse con más fidelidad a su origen y ser conocidos por más personas y transmitidos con más facilidad; pero nunca podrá dejarse de lado ese momento casi mágico de alguien contando un cuento rodeado de un reducido público anhelante de sus palabras.

En los comienzos de la escritura en lengua romance el cuento tuvo una especial atención, pues, si tenemos en cuenta el nivel intelectual de la sociedad medieval donde sólo unos pocos monjes y clérigos sabían leer y escribir, este género era utilizado en los sermones como apoyo y ejemplo a lo expuesto por el predicador de turno – de ahí su nombre de exempla -, para hacer más fácil la comprensión a la multitud iletrada, o como divertimento por parte de los juglares en las plazas públicas, mercados y palacios. Procedían estos breves relatos de diferentes y múltiples fuentes, aunque todos tuvieron en su origen una cuna popular y folklórica, cuando no incluso legendaria, y todos, fuesen sus personajes humanos, animales o seres imaginarios, estaban basados en las más primarias y primordiales actitudes sociales, morales o sentimentales imperantes en su época.

La época a que nos referimos en este trabajo es la Edad Media, evocada por los románticos, temida por los estudiantes e ignorada por la mayoría. Pero no una Edad Media general y europea, sino la particular y personalísima Edad Media española. Y los cuentos que aquí se contienen, pertenecientes a obras escritas en castellano antiguo durante el siglo XIV, y que recogen no sólo la realidad de su momento, sino también la de tiempos anteriores, son un claro exponente del olvido por el gran público, pues sólo por obligación (la mayoría) o afán de conocimiento (una inmensa minoría), unos pocos estudiantes y estudiosos (respectivamente), se han atrevido a leerlas al completo descubriendo, no sin sorpresa para muchos, que tras aquellas antiguas, rancias e incomprensibles, aunque nobles y respetables palabras, se agazapaba un torrente de frescura, buen humor, ironía, picardía y todo eso que puede hacer divertido la lectura de un relato. El esfuerzo vale la pena, pero, como es cosa sabida que para la mayoría la lectura de una obra en castellano medieval puede ser un verdadero laberinto, he cometido la osadía, que raya en delito, de trasladar esas historias a una lengua más actual y comprensible para todos los públicos. Con toda seguridad en el trayecto se habrán perdido muchas cosas y ganado muy pocas, pero la tentación de acercar la literatura medieval al mundo actual ha sido más fuerte y, lo confieso, en esto he pecado.

Representa el siglo XIV una especie de ascenso a una montaña desde la que se pueden observa nuevos horizontes. Con el desarrollo de la burguesía, surgida en el siglo anterior gracias al comercio, cambia, poco a poco, pero incesantemente, la concepción de la vida. Esta nueva clase social, ante el poder aplastante de la Iglesia y la nobleza, se va creando su hueco y afirmando su personalidad gracias al acceso a la cultura, antes privilegio de unos pocos, y haciendo de está un bien cada vez más común. La visión del mundo cambia y, aquel valle de lágrimas como camino hacia la vida eterna, que era la vida para el hombre de la Edad Media bajo la agobiante tutela de un Dios omnipotente, va dando lugar, sin dejar del todo el ideal ascético, a otra visión más humanista, vitalista y llena de goce de vivir. Por ello, la literatura, que ahora pretende ser un reflejo directo de la vida cotidiana, se llena de realismo, habilidad y astucia, pero sin dejar de lado las enseñanzas morales que encauzarán al hombre, no a la salvación de su alma, sino a defenderse de los peligros del convivir ordinario. Con esta nueva concepción surgen dos perspectivas diferentes: la jocosa, satírica y desenvuelta, como la del Arcipreste de Hita, y la ceñuda y amargada, como la del Canciller de Ayala.

La burguesía española, a diferencia de la Europea, es menos numerosa, refinada y rica, lo que favorece su apego a lo popular y rústico, por ello, todas las obras surgidas en su seno tienen una marcada raigambre en nuestro realismo tradicional. Y aquí es donde aparecen los exempla, o ejemplos, cuentos cortos que eran utilizados con fines didácticos o moralizadores dentro de otra obra de mayor extensión.
Para este trabajo se han utilizado dos obras de gran relieve: El Libro de Buen Amor y El Libro del Conde Lucanor.

En la primera los exempla van incluidos dentro de una narración que les sirve de marco y el autor los utiliza como parte integrante del debate, de esta forma dos géneros medievales de honda repercusión se encuentran soldados entre sí.

Los exempla, en un principio vinculados al sermón de las iglesias como simples piezas dependientes de éste, ganan en libertad y adquieren una nueva perfección en su estructura narrativa, de modo que cada uno consigue individualmente una madurez como cuento y una estructura completa e independiente.

El Arcipreste emplea una gran variedad de fuentes para sus cuentos populares, aunque casi todos pertenecen al tipo de los que se utilizaban en los sermones. Sin embargo, la conexión entre el cuento y la conclusión doctrinal que pretende ilustrar  parecen muy débiles y es probable que (al igual que en el Conde Lucanor de Juan Manuel) nos encontremos aquí en el estadio final del desarrollo de los exempla en el sermón, pues parecen escritos para ser leídos como cuentos más bien que en función de su mensaje didáctico. Es muy probable que el Arcipreste hubiese utilizado ya muchas de estas composiciones en sus sermones y que, viendo que eran del agrado del público al contarlos, las elaborara hasta darles la forma con que los encontramos en el Libro. La mayoría de las narraciones de la obra pertenecen a la categoría de las fábulas esópicas adaptadas por el autor al gusto español y europeo de la época.

Conocemos muy poco de este autor, ya que a pesar de ser su obra autobiográfica, nadie puede asegurar que los hechos que en ella se relatan tengan algo que ver con la realidad. Así pues, sólo podemos afirmar que se llamaba Juan Ruíz, que fue Arcipreste del pueblo de Hita (en la actual provincia de Guadalajara) y que estaba vivo, al menos, entre las fechas de 1330 y 1343, años de la primera y segunda redacción del libro; también podemos afirmar que fue una persona de muy buena formación, amplia cultura y que poseía vastos conocimientos jurídicos, literarios y eclesiásticos.

Por otra parte, se pueden hacer diversas conjeturas, como la de que naciera en Alcalá de Henares, que estudiara en Toledo y que estuviera relacionado con el cardenal don Gil de Albornoz, único personaje real citado en el libro, quien fue arzobispo de Toledo desde 1338 y quien podría haber ordenado su encarcelamiento, como parece indicar en las tres primeras estrofas del Libro de Buen Amor.

También nos indica el Arcipreste que él escribió muchos cantares para juglares, lo que curiosamente se opone a su condición de sacerdote, pero, con todo, lo que sí se desprende de su obra es que fue un hombre de su tiempo: vital, optimista, satírico, alegre y casi licencioso.

El Libro de Buen Amor es una novela de corte autobiográfico. La unidad la da una narración central, dentro de la cual existe una colección de enxempla de carácter didáctico.

Su redacción data de mediados del siglo XIV; está realizada en castellano antiguo y en versos de diferente metro, aunque el grupo principal tenga la forma de cuaderna vía propia del Mester de Clerecía.

El tema principal de la obra es el amor en todas sus variantes: amor divino, amor humano, fe, erotismo, muerte, vida, etc., plasmado de las tres formas genéricas conocidas: narración, lírica y didáctica.

Tiene la influencia de las técnicas de los sermones tanto cultos como populares (de ellos proceden su colección de exempla), y de la lírica religiosa. También su deuda es grande con Ovidio, el amor cortés, el drama latino religioso y profano de la Edad Media, la poesía goliárdica y la lírica popular.

El autor nos declara su nombre, Juan Ruíz; su posición, Arcipreste de Hita, y el título, “Buen Amor dixe al libro” (estrofa 933).

Contiene frecuentes advertencias para la correcta comprensión de la obra, aunque éstas no se pueden tomar muy en serio a causa de la ironía y la ambigüedad de que hace uso el poeta. Si bien en algunos pasajes de la obra el autor se refiere al amor de Dios, en otros, en cambio, hace sutil alusión a la destreza en el amor sexual.

Comienza la obra con una invocación a Dios y a la Virgen en cuaderna vía, en la que el Arcipreste pide ayuda para la realización del trabajo que va a comenzar. Sigue el prólogo en prosa a modo de sermón culto, donde nos confiesa que, aunque su deseo es amonestar al lector contra los peligros y pecados que emanan del loco amor, no obstante, puesto que es humano pecar, también se pueden encontrar en el libro algunas buenas ideas para ello.

Lo restante del Libro de Buen Amor se halla compuesto en la estrofa de cuaderna vía, bastante irregular, alternando con piezas líricas en variados metros.

La disputa mímica entre griegos y romanos abre el curso narrativo. Este cuento puede tener dos interpretaciones, dentro de la misma ambigüedad de su contenido, pues, si por un lado parece querer decirnos que los sabios y los tontos se equivocan por igual o tienen las mismas razones, por otro tiene todo el aspecto de una justificación anticipada a todo lo que va a decir posteriormente, para que sea tomado en su justa medida y no se interpreten mal sus palabras.

La disputa de los griegos y romanos.


Ansí fue que romanos las leyes non avién,
respondieron los griegos que las tenién;


Cuenta la historia que no teniendo los romanos leyes se las fueron a pedir a los griegos, que sí las tenían, a lo que éstos les respondieron que no las merecían, ni las podrían entender, puesto que eran muy poco instruidos y cultos, pero que si  querían disfrutar de ellas, antes tendrían que disputar con sus sabios para ver si las comprendían y eran merecedores de poseerlas. Complacieron estas condiciones a los romanos y convinieron que, como posiblemente no conocieran el lenguaje distinto que los dos pueblos hablaban, se haría una disputa por señas, en mímica de letrado. Así pues, fijaron fecha para el acontecimiento.

Los romanos estaban afligidos, pues no sabían que hacer porque, al no ser gente letrada, no podrían entender a los doctores griegos ni a su mucho saber. Estando en estas cavilaciones, sugirió un ciudadano que eligiesen a un bellaco romano, el cual haría con las manos según le dictase Dios; los otros lo aceptaron.

Fueron a un campesino muy bruto y atrevido y le dijeron: “Nosotros vamos a tener con los griegos un combate que se disputará por señas; tú pide lo que quieras y te lo daremos, pero sácanos de este problema.”

Lo vistieron muy bien con paños de gran valor, como si fuese un doctor en filosofía; subió a una cátedra elevada y dijo con jactancia estúpida: “Sin más espera, ya pueden venir los griegos con todo su saber.”

Llegó allí un griego, doctor muy esmerado, escogido de entre todos los de su pueblo y por todos loado, subió a otra cátedra, y ante todo el pueblo  comenzó sus señas como se había acordado: se levantó, sosegado, con tranquilidad, y mostró el dedo índice, luego volvió a sentarse en el mismo lugar; a esto se puso en pie el rival totalmente irascible y mostró tres dedos tendidos en forma de arpón contra el griego, hecho esto se volvió a sentar arreglando sus vestidos. De nuevo se puso el griego en pie y extendió la palma de su mano, regresando a su lugar con la conciencia en paz; a lo que el romano, con ganas de pelea, mostró el puño bien cerrado. Tras unos breves momentos de enorme silencio, el sabio griego, saliendo de sus meditaciones, se dirigió a los suyos y les dijo: “Los romanos son merecedores de las leyes”. Y todos se marcharon en paz y tranquilidad.
De vuelta a sus casas, le preguntaron al sabio griego qué fue lo que dijo el romano para que consiguiese tan magnífico premio, y éste respondió: “Yo dije que hay un sólo Dios, y él me respondió que era un Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a tal efecto hizo la seña. Luego le dije que todo estaba a la voluntad de Dios, a lo que él afirmó que en su poder tenía el mundo, lo que es una gran verdad. Así pues, al ver su gran fe y su comprensión de la Trinidad, entendí que merecían poseer las leyes.”

Los romanos, por su parte, hicieron la misma pregunta al bellaco que les había conseguido tal honor, a lo que éste respondió: “El muy tunante me amenazó con sacarme un ojo con su dedo, yo no me acobardé y le aseguré que si eso él quería que yo le sacaría con dos dedos los dos ojos y con el pulgar los dientes, pero no aún contento, volvió a amenazarme con darme una bofetada, a lo que yo, ¡bueno soy para tonterías!, le mostré el puño para que viera con quien se las tenía. Aquí, me supongo que vio la pelea mal parada, porque, el muy cobarde, dejó de amenazarme y nos dio lo que queríamos.”


Tras este cuento inicial llega el primer episodio autobiográfico, donde el protagonista se enamora de una joven y envía una alcahueta para convencerla, aunque aquella rehúsa dos veces escucharla, apoyando cada negativa en una fábula de animales.

El león enfermo y la visita de los animales.

Dis’ que yasíe doliente el león, de dolor;
todas las animalias viníen ver su señor,


Dicen que el León yacía con dolores y todos los animales venían a ver a su señor; a él le agradó esto y comenzó a sentirse mejor, de lo cual se alegraron todos mucho. Para agradarle y alegrarle, quedaron de acuerdo en darle un banquete y le dijeron que ordenase el animal que se debía matar, él dijo que bastaría con el toro. Así pues, se encargó al lobo que eso hiciera y que luego lo descuartizase, lo cual hizo de la siguiente manera: dio un trozo a cada uno del resto de animales, las partes blandas para el León y se guardó para sí la canal, que la mejor carne que jamás se hubiese visto. El León, una vez dispuesto todo, quiso saber la causa de aquella partición: “Señor,” - dijo – “como tú estás muy flaco, lo mejor es que te comas estas viandas más livianas, pues son buenas y sanas, y para nosotros esta carne que es más difícil de digerir.” El León, que tenía mucha hambre, no quedó muy convencido y comenzó a enfadarse, ordenó al lobo que bendijera la mesa y, cuando alzó su zarpa para santiguarse, aprovechando el descuido del canino, le propinó tal zarpazo a la cabeza del lobo que le arrancó un oreja. Seguidamente le ordenó a la zorra que fuera ella la que hiciera el reparto, ésta, aterrada por lo que había ocurrido le dio toda la carne al León y repartió entre el resto los menudillos. El León, encantado, le preguntó a la vulpeja: “Amiga, ¿quién os enseñó a hacer un reparto tan bueno, tan justo y tan derecho a razón?” A lo que ella repuso: “En la cabeza del lobo aprendí esta lección.”


Cuando la tierra bramaba

Ainsí fuer que la tierra comento a bramar
estaba tan finchada, que quería quebar


Así fue que la tierra comenzó a bramar y estaba tan hinchada, que parecía que fuera a reventar, y cuantos lo oían se llenaban de miedo, parecía como una mujer a punto de parir. La gente que esto veía decía que estaba de parto y que por eso se lamentaba y, por lo mucho que se dolía, tendría que ser una gran serpiente o una gran bestia lo que iba a parir, que a todo el mundo devoraría. Todos se prepararon para marcharse, pero cuando llegó el día y en la montaña se abrió una grieta, salió un pequeño ratón y todos rompieron a reír. Así es en la vida: hombre que mucho habla, poco hace.


Seguidamente el Arcipresta se enzarza en una discusión bastante acalorada con Amor y ambos van apoyando sus afirmaciones con diversos cuentos:

 
El joven que quería casarse con tres mujeres.

Era un garçón loco, mançebo bien valiente,
non quería casarse con una solamente,


Érase un joven loco, mozo muy valiente, que no quería casarse con una mujer solamente, sino con tres, y eran éstas tres lindas hermanas que él conocía; y esto lo defendía a capa y espada en contra de la opinión de toda la gente.

Sus padres y  hermano le intentaron convencer de que olvidase tamaña osadía, pero a lo máximo que llegaron fue a que accediese casarse sólo con dos: primero con la más pequeña y al cabo de un mes con la mayor. Y con está condición hizo el mozo su casamiento. Transcurrido ese tiempo, su hermano le comunicó que él también quería casarse, pero con una sola, a lo que nuestro mozo, ante el asombro de todos, le dijo que no lo hiciese, que él tenía mujer suficiente para los dos.

“¿Recuerdas, hermano” - añadió -, “cómo detenía yo antes de casarme la muela del molino con el pie firme?, ¿cómo se me admiraba en el pueblo por ésta y otras bravuconadas por el estilo?, pues bien, hace sólo dos días quise volver a intentarlo y milagro fue del gran Dios que la piedra no moliese también mi pierna pues las fuerzas me fallaron. ¡Qué ciego e ignorante estaba yo cuando quería casarme con las tres hermanas! Una mujer es suficiente, te lo aseguro, hermano, incluso a veces demasiado.”


Júpiter y las ranas.

Las ranas en un lago cantavan e jugavan,
cosa non les nuzía, bien solteras andavan;


Vivían las ranas felices, libres y sin perjuicio alguno en un lago bello, agradable y abundante en comida, cosa que ofendía de muy mala manera al diablo malvado, por lo que un día se les acercó y quiso meterles cizaña: “¿Cómo es posible -les dijo- que un pueblo tan digno como el vuestro no sea merecedor de poseer un rey que os dirija y os conduzca a las más elevadas cimas de la historia?” Ellas le creyeron y decidieron pedir al dios Júpiter que les concediera el don de poseer un rey. Éste, ante tanto ruego y súplica, les envió la mayor viga de lagar que pudo, la cual, al caer de golpe desde los cielos produjo tal estruendo que tuvo silenciosas y temerosas a todas las ranas durante un buen rato, pero con el tiempo vieron que este no era un rey adecuado para aconsejarles y dirigirles y las más osadas subieron sobre la viga y arengaron a sus compañeras: “Este no es un buen rey para servirle”. Así que decidieron volver a dirigir su petición de nuevo monarca a Júpiter. El dios, cansado ya de oírles, les envió por soberano una cigüeña carnicera, que, nada más llegar al lugar, comenzó a cercar el lago y engullir ranas de dos en dos.

Aterrorizadas ante esto, suplicaron auxilio: “Señor Júpiter, tú que das y quitas la vida, socórrenos, el rey que nos diste va a acabar con todas nosotras, a lo que el dios les respondió: “¿De qué os quejáis si tenéis lo que pedisteis? No lloréis vuestra prisión y miedo cuando no supisteis valorar vuestra libertad.


El pleito del lobo y la zorra.

Furtava la raposa a su vezina el gallo;
veíalo el lobo, mandávale dexallo,


Una noche la raposa robaba el gallo a sus vecinos y el lobo la sorprendió: “¡Deja ese gallo, maldita ladrona!” - Le dijo - “No debes tomar lo que no es tuyo.”  Pero ella no hizo caso alguno y se comió con avidez su presa. Visto esto, el lobo no dudó en denunciarla.

El juicio tuvo lugar ante un gran sabio, Don Simio, juez de Bugía, letrado sutil y justo, el cual nunca presidía el tribunal en vano. Primero demandó el lobo - acompañado de un buen abogado, ligero y perspicaz: el galgo, encarnizado enemigo de la raposa -, con muy buenas maneras, en forma jurídica bien trabada, clara y certera: “Ante vos, el muy honrado y de gran sabiduría Don Simio, juez ordinario de Bugía, yo, el Lobo, me querello contra esta comadre, y testifico sobre su mala acción. Y digo, que en el pasado mes de febrero de mil trescientos uno, reinante nuestro señor, el León Carnicero, en casa de Don Cabrón, mi vasallo y aparcero, entró a hurtar de noche, por encima de la chimenea, robando el gallo, nuestro pregonero, llevándoselo y comiéndoselo a mi pesar en medio del campo. De esto la acuso ante vos, buen varón, y pido que la condenéis a ser ahorcada por ladrona.”

Siendo la demanda leída en el juicio, fue sabia la vulpeja y ladina: “Señor”- dijo – “Yo soy siempre un poco tonta; dadme un abogado que hable por mí.”

El juez aceptó la propuesta: “Yo soy nuevo en vuestra ciudad y no conozco a la gente, pero te doy un plazo de veinte días para que encuentres abogado y luego vuelvas ante el tribunal.”

Llegado el día asignado, se presentó la zorra con un gran abogado: un mastín ovejero con collares de púas defendido; el lobo, cuando lo vio, se quedó impresionado. Este abogado comenzó su defensa: “Señor juez Don Simio, cuanto el lobo dice, demanda o pide, todo lo hace con engaño, que él es fino ladrón y nunca tiene bastante. Por ello interpongo exención contra él, porque su petición no debe ser oída y tal acusación él no puede hacer. A mí me aconteció con él, en muchos días y muchas noches, que venía a llevarse mis ovejas... vi como las degollaba en el campo antes de comérselas, y muchas recuperé ya frías. Muchas veces ha sido condenado por hurto, por ello nadie puede ser por él acusado, ni vos debéis oír sus acusaciones. Yo a él le acuso y pido como castigo la excomunión, pues tiene barragana pública estando casado. Su concubina es la mastina que guarda las ovejas. Por todo ello yo pido que absolváis a mi defendida y la dejéis en libertad.”

El lobo y el galgo estaban encogidos de miedo y todo lo afirmaron y aceptaron.

Escuchadas las dos partes, el juez dio un plazo de unos días para dictar sentencia. Transcurridos éstos, dijo Don Simio a los contendientes: “Oídas las acusaciones de Don Lobo sobre Doña Zorra, debo sentenciar que ésta es culpable de lo que se le acusa, pero escuchadas las alegaciones de su abogado, tengo que reconocer su acierto y no puedo dictar contra ella sentencia alguna al venir su acusación de un delincuente convicto. Por todo ello se podría acusar a Don Lobo, pero, por la misma causa anterior, al haber delinquido también su acusadora, no puedo dictar tampoco sentencia en contra suya. Por lo que decido que vayan los dos libres y sin cargos y que esto sirva de ejemplo de que sólo debe acusar aquél que esté libre de culpa.”


Los dos perezosos que estaban enamorados de la misma mujer.

Dezirte hé la fazaña de los dos perezosos
que querién casamiento e andavan acuziosos:


Conocí a dos hombres que, entre otras virtudes que luego os contaré, poseían el don de la pereza, y los dos, tal vez por no arriesgarse al esfuerzo de pensar otra cosa, se enamoraron de la misma mujer.

Eran éstos realmente apuestos y atractivos a cual más, pues si uno era tuerto del ojo derecho, el otro era cojo de la pierna izquierda; si uno poseía la nariz más parecida a una enorme patata que yo he visto, el otro mostraba con orgullo la dentadura más negra que dentista alguno pudiera soñar, y ambos se repartían, entre innumerables lindezas de similar catadura, jorobas, calvas y granos, que bien pudieran haber hecho las delicias de una bruja de los cuentos y las cuales fueron producto del descuido y dejadez en que habían gastado sus inútiles existencias.

El caso era, como no puede ser menos entre dos seres en los que surge una competencia tan enorme, que  apareció un tremendo y mutuo odio, y cada uno por su cuenta fue a pedir relaciones a la joven  de la que eran rendidos admiradores. Ésta, ante tal difícil decisión, les dijo: “Sé que los dos tenéis fama de vagos, pero supongo que uno de vosotros será más vago que el otro, así que yo me casaré con el que demuestre serlo en mayor y mejor calidad.”

“Yo soy más” - dijo el cojo tratando de ahorrar palabras, que por sabidas no eran necesarias - “Esta cojera la tengo por pereza de levantar la pierna en un escalón.”

“Yo más” - Dijo con menos esfuerzo el medio ciego - “El ojo lo perdí por no apartarlo de una gotera que en la cama me caía.”

“En verdad que grandes son vuestras perezas, pero yo no quiero palabras, pues difíciles son de medir, sino que me lo demostréis, así pues yo me casaré con el último que sea capaz de acercárseme.”

Hace tiempo que esta aguda muchacha está casada con un guapo mozo que conoció en una fiesta mientras ellos siguen sin mover los pies.


Don Pitas Payas, pintor de Bretaña.

Del que olvidó la muger te diré la fazaña,
si vieres que es burla, dime otra tan maña.


Era don Pitas Payas un afamado pintor de Bretaña que estaba casado con una hermosa y joven mujer, la cual no gustaba de la soledad.

A causa de su arte y de su fama, nuestro hombre tenía que viajar con mucha frecuencia y aconteció que al poco de casarse le surgió un trabajo en las tierras de Flandes.

“Mi señora” - dijo a su mujer - “Con mucho dolor debo comunicaros que mis obligaciones me llaman a tierras lejanas y debo dejaros sola por un tiempo, pero os prometo que volveré lo más pronto que me sea posible y cargado de los más ricos regalos para vos.”

“Mi señor” - respondió ella compungida - “Id donde el deber os reclama. Sólo os pido que no olvidéis que aquí quedamos esperando vuestra casa y yo.”

Pero don Pitas Payas era celoso y desconfiado, como suele ocurrir con hombre viejo casado con mujer hermosa y joven, por lo que se le ocurrió pintarle en su vientre un pequeño cordero para que la guardara de toda locura.

La cosa se le fue enredando en las tierras de Flandes y tras un encargo le surgía otro y otro, con lo que estuvo en aquellos lugares por más de dos años.

El caso es que era vecino suyo un joven de agradable trato y mejor compostura, el cual no tardó mucho tiempo en hacerse con los favores de la desconsolada esposa, y, claro, por causa de tan íntimo roce ocurrió que el cordero fue desapareciendo.

Un buen día llegó una carta a la casa avisando de la feliz llegada de su dueño, lo que sobresaltó a la confiada esposa, la cual llamó a su amigo y le dijo: “Mi esposo está al llegar, así que os pido que pintéis en este mismo lugar el cordero que debía cuidarme ya que vos mismo lo borrasteis.”

El joven, inexperto en tales materias, intentó hacerlo lo mejor que pudo, y así fue que, al cabo de dos sudorosas horas, consiguió plasmar sobre la tersa piel de la mujer un soberbio carnero adulto de cumplida cabeza y desafiante cornamenta.

Cuando don Pitas Payas llegó a su hogar, escasas y frías fueron las muestras de alegría a pesar de los grandes y ricos regalos que trajo para su esposa, como prometiera al marchar.

“Señora” - dijo al poco de llegar - “Si os place, me gustaría ver la figura que antes de irme os pinté.”

“Aquí está” - Dijo su mujer mostrando su vientre desnudo.

“¿Cómo es posible” - preguntó el pintor asombrado -, “que habiendo yo pintado un tierno cordero me encuentre con este robusto carnero?”

“¿Y qué queréis, señor?” - respondió ella con la mayor tranquilidad - “¿Qué después de dos años de tardanza el cordero no tuviera que crecer?”


Y hasta aquí hemos llegado en este capítulo… al mes que viene, espero, seguiremos disfrutando de los exempla medievales que tanto tienen que enseñarnos…

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