El diario de ana - Te doy mi palabra… - Ana L. C.- Febrero 2012
El diario de ana
Te doy mi palabra…
Ana L. C.- Febrero 2012
“Sí, abuela, claro que iré.” Cuando colgué el teléfono no tuve ninguna sensación
especial. Mi tío Manel, el hermano mayor de mi abuela Carmen, un anciano que
rondaba los cien años, era un hombre peculiar, extraño, imprevisible… Vivía solo
desde que murió su esposa y, desde entonces, no dijo ni una palabra… como si
estuviese mudo… pero todos sabíamos que eso no era así. Había en él un aura de
misterio a su alrededor y rara vez sonreía, mostrando siempre un gesto como de
tristeza o abatimiento en su rostro enjuto. Cuando le hablabas, te miraba
fijamente con sus ojos castaños ahogados en la desolación y tenías que desviar
la mirada para que no te llenase de una ansiedad que crecía y crecía dentro de
una y amenazaba con dejarte sin aire… Cuando iba al pueblo y él estaba en casa
de mi abuela, yo intentaba evitarlo porque me hacía sentir incómoda. Pero yo
sabía que a mi abuela la haría ilusión tener a sus hijos y sus nietos a su lado
en un momento como aquel.
Sin embargo mi tío Manel no había sido siempre así, pues
tenía fama entre los vecinos de mujeriego y vividor, había recorrido medio
mundo, había derrochado una buena suma de dinero y había conocido mujeres de,
por lo menos, tres continentes… Era bastante irresponsable y muy poco
cumplidor, sin embargo su frase preferida parecía una promesa de lo contrario
que luego nunca cumplía: “Te doy mi palabra…"

Se podía haber ahorrado esa promesa, la cual jamás cumplió,
pues cuando volvió, cinco años después, llegó casado y sin un céntimo, si
hubiese sabido que, a los tres meses de partir, la muchachita castellonense
sufrió unas fuertes fiebres que le costaron el hijo y casi la vida a ella
misma.
A su regreso, acompañado de una impresionante mujer de
carnes prietas y abundantes de un color como de chocolate y aroma como de
canela y caña de azúcar, la presentó como su esposa y pidió a mis bisabuelos la
Masía de la Fuente y las tierras aledañas, añadiendo: “Os doy mi palabra de que
las trabajaré y me ganaré la vida honradamente.”
Al paso de los meses, las tierras estaban cada vez más abundantes
en arbustos y malas hierbas, mientras que la casa se veía cada día más
arreglada y brillante, sobre todo por las bombillitas que colgaban del balcón
central hasta la puerta y porque, de la noche a la mañana, se llenó de unas
exuberantes primas en cuyas pieles se contenía toda la gama de marrones y todos
los aromas del Caribe cubano. Y el camino que llevaba a la Masía se fue
haciendo muy transitado, no sólo por los hombres del pueblo, sino por los venidos
de los pueblos vecinos y algo más alejados. Y llegaban atraídos por las
promesas de placeres exóticos, por la variedad de licores, jamás visto por
aquellas latitudes, y por la afición a jugarse los cuartos en las mesas de
timba que todas las noches se montaban.
Dicen que, ante estos hechos, mi bisabuela no pudo aguantar
tanta vergüenza y decidió dejar este valle de lágrimas una noche de mayo. Mi
bisabuelo, desesperado, agarró la escopeta y quiso salir al monte para dar
cuenta de la buena pieza del hijo y aquí habría acabado esta historia si no
fuera por que las dos hermanas, mi abuela Carmen y mi tía Fina, ayudadas de sus
novios, lo agarraron al vuelo y lo encerraron en la habitación hasta que se le
pasaran los malos instintos.
Llegó al entierro de su madre y mi tío Manel, vestido como
correspondía a los buenos caciques alfonsinos y acompañado de su fructífera
esposa quien, embutida en un largo traje negro, como correspondía a tal evento,
daba la sensación de ser una sombra siniestra, lloró con sinceridad innegable
ante el ataúd de la malograda mujer y aseguró ante las miradas recriminatorias
de todos: “Os doy mi palabra, por la memoria de mi madre, que voy a cambiar.”
Y así lo hizo, pues a no tardar ni quince
días, llegó una orquesta de Valencia para inaugurar la nueva sala de baile que
había añadido a la ya próspera masía para deleite de jóvenes y viejos y que
cambiaría por completo la imagen de la comarca y daría tema inagotable a los
púlpitos de las iglesias, aunque algún párroco, guardando la perceptiva sotana,
se arrimó por la fábrica de pecado llevado de una insana curiosidad.
Pasando lo años, la rosa negra, quien tenía por nombre
Irene, comenzó a marchitarse por fuera y a secarse por dentro y decidió que
quería vivir como una señora ocupando la casa familiar que daba, y da, balcones
a la plaza, dejando de lado aquella vida de perversión y desenfreno y para
ello, y para derrotar cualquier resistencia de las virtuosas vecinas y el
veneno de las lenguas afiladas, hizo una sustanciosa aportación a la iglesia
del pueblo y ficho al cura para sus tertulias vespertinas, con derecho a
merienda y copita de vino. Pero se dice que, en sus ratos libres, echaba
cartas, leía manos y practicaba vudú por encargo…

Pero la falta de memoria es culpable muchas veces de la
ruptura de las buenas intenciones y, aquella misma noche, volvió a casa al
amanecer, borracho, sin dinero y oliendo a hembra.
Y así vivieron durante varios años, ella soportando las
infidelidades y él dando la palabra en vano. Y ocurrió que Irene contrajo una
de esas enfermedades que se saben definitivas y una tarde de invierno en la que
el sol brillaba como de primavera, ella le llamó: “Manel, me muero.” Y Manel,
con tristeza sincera, cogió sus manos frías y le besó los labios calientes. “Te
doy mi palabra, Irene, que jamás te olvidaré.” Un dedo frío recorrió las
espaldas de todos los asistentes, entre ellos mi abuela, preguntándose si sería
capaz de no cumplir también aquella promesa… Pero, como si hubiese leído los
pensamientos, Irene abrió los ojos y sonrió mostrando su blanca dentadura, y
dijo con voz débil: “Esta vez lo cumplirás, Manel.”- Suspiró profundamente. –
“Cada vez que dabas tu palabra y no la cumplías, te ibas quedando sin ellas.
Ahora, cuando me muera, me las llevaré todas y te quedarás sin palabras y ya
nunca más podrás hablar…” Sonrió con amor y, tras otro suspiro, se fue con el
rayo de sol que acariciaba su mejilla. Desde aquel preciso instante, mi tío
Manel jamás volvió a decir ni una sola palabra.
Aunque debo corregirme, pues cuando llegamos al pueblo, mi
abuela nos contó que pocos segundos antes de morir, mi tío habló. “¿Habló?”
Preguntamos mi hermano y yo sorprendidos. “¿Y qué dijo?” Mi abuela nos miró con
su pícara sonrisa y respondió: “Irene.”
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