En las palabras habita la magia, se agazapa el misterio, se esconde el origen de todas las cosas, porque nada existiría en realidad si el hombre no lo hubiera nombrado y, en ese momento, el ser humano se irguió hasta el escaño de los dioses, puesto que si el Creador lo hizo todo de la nada, todo seguía siendo nada porque no tenía nombre, no se identificaba, no podía reconocerse de entre la masa amorfa de la materia. Sin embargo, cuando los humanos aparecieron sobre la faz terrestre y comenzaron a colgar las etiquetas a todo lo que les rodeaba: “esto se llamará así, aquello asá y esto otro de esta otra manera…”, el mundo comenzó a tener contornos, a delimitarse formas, a aparecer límites, masas, espacios, colores, sabores, sonidos… y toda la gama de sensaciones que hacen de la vida este conjunto de impresiones que nos acompañan hasta el final. Desde entonces, justo a partir de ese momento primigenio en el que los mortales fueron capaces de identificar el primer objeto, el...