EL DIARIO DE ANA: El laberinto de los caracoles, por Ana L.C.
“¿Cuándo
cenamos?”… Su voz quebrada al salir del
sopor en el que había pasado parte de la tarde me sorprendió. Se le veía frágil
e insignificante bajo la luz del atardecer que se colaba a través de los
visillos de la ventana… Mi abuelo, uno de los abogados más importantes de la
ciudad en su época, un hombre que había coqueteado con la política, pero que
jamás quiso implicarse con un régimen dictatorial y corrupto, no por miedo,
pero sí por principios, la voz que se reveló contra un caudillo más de una vez
y ninguno de los párvulos del sistema tuvo coraje para enfrentarse a él, aunque
no por falta de ganas… pero sí por ausencia de capacidad intelectual… El amigo
que descubría juegos con sus nietos y nos enseñaba a leer con cuentos de hadas
y de brujas, que nos hizo creer en la fantasía más que en la realidad… Ese
personaje venerado por algunos y odiado por muchos miraba el atardecer sin
darse cuenta de que en cada puesta de sol se le iban volando sus pequeños
pájaros de la esperanza.
“Todavía es pronto, abuelo.” Me miro con
su mirada glauca de reflejos acuosos. “Yo te conozco…” Se me rompía el corazón…
tenía que hacer un esfuerzo supremo para no llorar. “Claro que me conoces,
abuelo, soy Ana, tu brujita…” Su brujita… la niña que correteaba entre los
muebles caros e inmaculadamente cuidados de su casa sin importar alguna rayita
en ellos o algún golpe accidental: “Papá, no le consientas tanto.” Recriminaba
mi padre… “Déjala, qué más da… Total, sólo es un mueble.” Y mi padre abría sus
ojos llenos de asombro: “¡Pero si a mí no me dejabas ni toser…!”
Era una tarde de otoño. En los castaños
del paseo se habían encendido los ocres y rojos de las hojas y los últimos
rayos tímidos de la tarde acariciaban con sus dedos dorados los lomos de los
libros eternos de la biblioteca de la casa mágica de mis abuelos. Él miró por
la ventana, pero no creo que viera más allá de la nebulosa de su mente. Sacó un
pañuelo blanco de su bolsillo, seguramente con sus iniciales bordadas por las
manos amorosas y diestras de mi abuela, y contuvo un pequeño hilillo de baba
que amenazaba con manar entre sus resecos labios. Recuerdo que sonaba la Quinta
Sinfonía de Mahler y eso me trajo recuerdos de Venecia y de la muerte… Y no
pude evitar mirarle con tristeza.
“¿Cuándo cenamos?” Repitió. Era su
letanía de cada tarde. “¿Qué tienes hambre, abuelo?” Me miró fijamente, con
curiosidad, y volvió a pasarse el pañuelo por la boca. “¿Tú quién eres?” “Soy
un hada, ¿no lo ves?” Respondí haciendo una reverencia. De pronto dejó escapar
una risa sincera y divertida. “Eso lo dice mi nieta…” El corazón se me encogió…
Quise decirle que esa nieta era yo, pero… ¿lo entendería?...
El sol comenzó a acariciarle tibiamente
la frente y, poco a poco, volvió a dormirse. Yo, mientras tanto, intentaba
escribir el artículo de este mes para la revista de mi amigo Ancrugon… siempre
los envío tarde… soy así… Pero no había forma de concentrarme en otra cosa que
no fuera el leve subir y bajar de su pecho cansado… El amigo que me enseñó los
primeros rudimentos de la abogacía, el compañero que me consolaba cuando una
nota baja manchaba mi expediente y me defendía ante las iras perfeccionistas de
mi padre: “No le hagas caso, ya quisiera él haber sacado estas notas.”…
Boliche, mi gato blanquito y gordito,
todo mimo y glotonería, entró en la habitación y vino a restregar su cuerpo
rechoncho contra mi pierna, al tender la mano para acariciarle, lamió la punta
de mis dedos y luego me abandonó para saltar con su innata agilidad sobre el
regazo de mi abuelo, donde se acomodó y se abandonó al sueño acogedor de quien
se sabe a buen recaudo… y recordé cuando yo era una niña que se dormía viendo
la tele sobre esas mismas rodillas cobijada en el calor de sus brazos… “¡Mira!...
¿ya has venido?... ¿dónde estabas, pendón?...” Tal vez el gato era el único ser
con el que mantenía alguna conversación con
cierta frecuencia… Quizá tuviera razón…
Comenzó a acariciarle y volvió sus ojos
hacia mí… y su mirada me sorprendió, a veces ocurría, cada vez menos, pero
ocurría: la inteligencia había vuelto…
“¿Qué escribes, Ana?”… Tragué saliva. “Un
cuento para una revista.” El afirmó con la cabeza y se quedó callado acariciando
a su amigo felino… Fue un momento de silencio extraño, muy extraño, porque era
producto de la reflexión y no del vacío. “Yo también escribía, ¿lo sabías?”…
“Claro, abuelo, he leído muchas cosas tuyas.”… Quiso dibujar una sonrisa, pero
todo se quedó en una triste mueca… “Pero ya no puedo… no, no puedo…” Cerré el
ordenador y me acerqué hasta él. Quise acariciar su canosa cabellera, pero mi
mano se dirigió hacia el pelo blanco del gato… ¡Qué cobardes somos a veces!...
“Tendremos que cambiarte las gafas.” Ahora sí que le salió una sonrisa franca y
agradecida. “No, no son los ojos… ¿Sabes?, aquí dentro llevo un verdadero
laberinto…” Y se tocó la frente con la palma de la mano. “Un laberinto lleno de
caracoles…” “¿Caracoles?” Pregunté. “Sí, caracoles… todo es lento, confuso, y
cuando quiero perseguir un recuerdo, no lo alcanzo… y se escapa… y sólo queda
un reguero de baba… ¡Maldita sea!...” Y sacó de nuevo el blanco pañuelo para
limpiarse otro reguerito blanquecino que se le escapó sin querer por la
comisura de sus labios. Luego fijó su mirada en el rojo atardecer sobre las
lejanas montañas del horizonte y yo volví a mi silla para que no me viese
llorar…
“¿Cuándo cenamos?”… Las sombras del ocaso
se alargaban sobre los lomos de los libros y se adentraron en mi pecho que no
pudo retener un llanto silencioso…
UN RELATO DEL LIBRO
"LA VOZ INTERIOR: BREVES RELATOS DE ANA L.C. Y ANCRUGON"
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