Mis amigos los libros - La conjura de los necios - Ancrugon – Enero 2012
Cuando
me acerqué por primera vez a este libro, reconozco que lo hice desde el mayor
de los desconocimientos y atraído por el cebo de su título: La conjura de los
necios… Estaba yo en aquellos momentos divagando por las verdes praderas del
inconformismo juvenil y acechando cualquier hermosa pieza de idealismo rebelde
en la que hincar el diente y esta ambigua frase de sujeto genérico despertó mi
curiosidad. Sin embargo, en mi primera lectura, no me hice con la dinámica
disparatada de un héroe atípico y nada atractivo que deambulaba por las páginas
sin más objetivo que imponer el caos del esperpento… Así que lo dejé sin
concluir. Pero, unos cuantos años después, cuando la vida me fue enseñando que
nada era demasiado absurdo ni grotesco pues la realidad todo lo supera, recordé
la oronda figura de Ignatius J. Reilly y su concepción visceral del destino y
su visión “valvular” del mundo. Y algo me dijo que no le había juzgado en su
auténtico valor. Por lo que, con toda la humildad natural que nos van dando las
ilusiones perdidas, volví a él para darle una segunda oportunidad… Y aquí
estamos…
La conjura de los necios (A Confederacy
of Dunces) es una de las dos novelas, la más conocida, de John Kennedy Toole,
publicada en 1980, once años después del suicidio de su autor, y todo gracias
al empeño de su madre, Thelma Toole, quien se la llevó para tal hecho al
escritor Walker Percy, el cual preparó su edición y un año más tarde consiguió
el Premio Pulitzer de ficción con este trabajo del malogrado Toole convirtiéndose
en un libro de culto entre los jóvenes norteamericanos.
El título deriva de una famosa frase de
Jonathan Swift, aparecida en su ensayo satírico Thoughts on Various Subjects,
Moral and Diverting: "When a true genius appears in the world,
you may know him by this sign, that the dunces are all in confederacy
against him." Que traducido a la lengua de Cervantes quiere decir: “Cuando
un verdadero genio aparece en el mundo, lo podréis reconocer por este signo:
todos los necios se conjuran contra él.”
Tool escribió esta novela a principios de
los años sesenta, se supone que en Puerto Rico, mientras realizaba en esa isla
el servicio militar en el Ejército Norteamericano. Envió el original a varias
editoriales, pero ninguna se atrevió a editarla alegando, incluso, que no
trataba de nada en concreto. La misma suerte tuvo su madre al principio, pero
gracias a su empeño y decisión, se puso en contacto con Walker Percy y éste,
tras algunas dudas iniciales en leerla o no, quedó asombrado de la calidad de
la misma.
El
protagonista central es Ignatius Jacques Reilly, un personaje excéntrico,
idealista y creativo que le lleva a ser un verdadero inadaptado social. Es como
un moderno y grasiento Quijote grotesco e intolerante. Desdeña todo lo moderno,
sobre todo la cultura, lo que le hace llegar a la incoherencia de ir al cine
simplemente para burlarse de la perversidad de las creaciones de la pantalla.
Su modelo cultural es la Edad Media y la filosofía escolástica, sobre todo
Boecio, y desprecia el mundo actual porque carece de la teología y geometría
necesaria, pero su incongruencia le lleva a aprovecharse de los inventos modernos
que le hacen la vida más fácil.
Otra de las cosas que odia es el trabajo,
al cual encuentra estúpido e innecesario, y su relación con el mundo depende de
la situación de su válvula pilórica que reacciona según le pueda interesar a
él, en ciertos momentos y situaciones, viendo en estas reacciones algo
profético.
Constantemente está rellenando, de su
propio puño y letra, cuadernos y cuadernos Gran Jefe, donde va dejando su
visión del mundo, pero que luego deja abandonados y desperdigados por su habitación
asegurando que algún día los ordenará y creará la gran obra maestra y
definitiva. Se considera un cierto tipo de ser superior y achaca a la diosa
Fortuna la mayoría de sus desgracias, como el hecho de tener que someterse a la
desgracia capitalista de la esclavitud del trabajo, pues él y su madre tienen
una deuda que deben satisfacer, y, como Boecío se resignó a su muerte, él se
resigna a su explotación. Y es en estas relaciones laborales donde se encuentra
el hilo argumental de la novela y el conocimiento del resto de personajes,
convirtiéndose así en una pasarela por donde desfila el género humano bajo el
prisma del desprecio de Railly.
Ignatius se burla de todo tipo de
obscenidad, pero sucumbe en sus fantasías masturbatorias con un sentido y
dirección ambigua y extraña. Así mismo, está lleno de miedos y fobias,
padeciendo una fuerte aversión a dejar la ciudad que le vio nacer, Nueva
Orleans, repitiendo hasta el aburrimiento la anécdota de su único viaje en
autobús que él utiliza como la prueba indiscutible del horror del mundo externo
que le rodea.
Otro de los personajes importantes en la
obra es Myrna Minkoff, a la que él se refiere como “la descarada.” Es una joven
judía de Nueva York quien lleva una vida bohemia y que conoció a Ignatius
durante su estancia en la Universidad de Nueva Orleans. La relación que tienen
se limita a la escritura de cartas, donde ambos cuentan sus actividades y
recriminan las del otro. Ambos son antagónicos en tendencia política,
religiosa, social e incluso personal, pero ambos intentan impresionarse
mutuamente.
La señora Reilly, la madre de Ignatius,
lleva viuda veintiún años. Siempre pendiente de su hijo y sometida a sus
designios caprichosos, a lo largo de la novela aprende a defender su
independencia. Tiene un problema con la bebida, sobre todo con el vino
moscatel, que Ignatius aprovecha a la mínima ocasión para ofenderla. Gracias al
inepto y torpe policía Angelo Mancuso, conoce a su tía Santa Battaglia, quien
se convertirá en su mejor amiga, y al anciano comunista Claude Robichaux, con
quien quiere casarse. Todo esto lo ve su hijo como claros indicios de locura
senil e intenta ingresarla en un hospital mental.
Hay muchos otros personajes, de lo más
variados y divertidos, que llenan de acciones cargadas de humanidad, con sus
defectos y virtudes, con sus miserias y grandezas, con sus flaquezas y
fortalezas, los pasillos de este laberinto que debe conducirnos hasta lo más
recóndito de nosotros mismos, donde aparezcan los espejos que nos reflejen
nuestros verdaderos rostros, porque, a fin de cuentas, la conjura de los necios
se realiza día a día, hora a hora, sobre este planeta donde todos vamos
empujando, presionando, intentando abrirnos un poco de espacio por donde poder
respirar…
Percy dijo en el prólogo de este libro: “…
a pesar de las carcajadas que me proporcionó la novela, también, tras su
lectura, sentí cierta tristeza cuya origen no supe de donde procedía, si de su
transfondo dramático o por la trágica muerte de su autor, que nos privó de
otros libros o incluso la continuación de éste…”
EL AUTOR: John Kennedy Toole
John Kennedy Tool, el autor de La conjura
de los necios, nació un 17 de diciembre de 1937 en la ciudad de Nueva Orleans.
Su infancia transcurrió plácidamente bajo la atenta mirada protectora, tal vez een
exceso, de su madre, Thelma Ducoing Tool, quien lo sobreprotegía hasta el
extremo de no dejarle jugar con otros niños.
Destacó como un buen estudiante,
graduándose en la Universidad de Tulane y realizando un grado superior de
lengua inglesa en la de Columbia. Antes de incorporarse al ejército trabajo de
profesor en la UL Lafayette y posteriormente en el Colegio Hunter de Nueva
York.
Sus estudios también le sirvieron para
tener un servicio militar bastante tranquilo, pues pasó gran parte de los dos
años en el ejército enseñando inglés a los reclutas hispanos en Fort Buchanan
de Puerto Rico.
De vuelta a su ciudad natal, pasó
bastante tiempo en compañía de músicos callejeros vendiendo tamales (plato de
origen indígena consistente en un cilindro de harina de maíz relleno de carne,
vegetales, ají, frutas y salsa) y trabajando en unos almacenes de ropa para
hombre. Ambas ocupaciones tendrán bastante influencia en la realización de su
novela.
Una vez acabada su novela, que él
consideraba una obra maestra y en la que tenía puestas muchas esperanzas, fue
enviando el manuscrito a varias editoriales, las cuales lo fueron rechazando
por diversos motivos: unos decían que era demasiado directo, otros que metía
demasiado “el dedo en la llaga”, otros que carecía de argumento, etc. Para
Tool, hombre poco acostumbrado y nada preparado para los problemas, estas
negativas supusieron un duro revés y ahogó su desesperación en whisky,
deteriorando su persona con bastante rapidez, sintiéndose un verdadero
fracasado.
Un 26 de marzo de 1969, cuando contaba con 32 años, Tool salió con su
coche y no volvió más a su hogar… Fue encontrado por la policía, asfixiado dentro
del vehículo en el que había acoplado una manguera de jardín al tubo de escape
y la había introducido por una de las ventanillas. Su madre destruyó la nota de
suicidio y jamás se conocieron las causas del mismo. Algunos amigos contaron a
la prensa que jamás se le conocieron relaciones sentimentales, porque su
posesiva madre le impedía tenerlas…
Sin embargo fue su madre la que consiguió
que el escritor Walker Percy se interesase por el libro y lo llegase a editar
escribiendo él mismo el prólogo. La novela tuvo un gran éxito de público y
crítica y en 1981 recibió el Premio Pulitzer de ficción.
Tool había escrito otra novela titulada
La Biblia de Neón cuando sólo contaba con 16 años, la cual se publicó en 1989
favorecida por el éxito de la otra.
La ciudad de Nueva Orleans le dedicó un
recuerdo colocando una estatua de Ignatius Reilly, el personaje de la novela,
delante del Hotel Chateau Bourbon.
La conjura de los necios en el cine.
Ha habido repetidos intentos de convertir
el libro en película. En 1982, Harold Ramis escribió una adaptación, que
debería estar interpretada por John Balushi y Richard Pryor, pero la muerte del
primero frustraron este intento. Más tarde lo intentaron John Candy y Chris
Farley, paro también se malogró por la muerte de ambos actores, lo que le creó
una fama de novela maldita. Más tarde se interesó por ella el director John
Waters, quien encargó un guión a Stephen Fry… el papel de Ignatius se lo debería
hacer John Goodman, quien también era residente en Nueva Orleans, como el
protagonista, sin embargo, de nuevo todo se quedó en el olvido, como el intento
de Steven Soderbergh y Kramer Scott, quienes querían estrenarla en 2005 bajo la
dirección de David Gordon Green… Nada…
La que más se ha acercado ha sido la
serie de televisión norteamericana Búscate la vida, donde el personaje
principal, interpretado por Chirs Elliott, está basado en Ignatius y aparecen
escenas literalmente sacadas de la novela.
La conjura de los necios en los cómics.
Hay un dibujante español, Paco Alcáraz, quien ha creado un personaje de cómic llamado Silvio José, que aparece en una serie en la revista de humor El Jueves, desde abril de 2005, titulada Silvio José, el buen parásito, el cual recuerda a Ignatius y las situaciones parecen, a veces, inspiradas en las de la novela.
La conjura de los necios (fragmento) – Capítulo 1º.
Una gorra de cazador verde
apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras
verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas
que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de
giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones,
brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus
comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En
la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y
amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo
el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud
en busca de signos de mal gusto en el vestir.
Ignatius percibió que
algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser
considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo
nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona.
Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su
parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra
los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy
duraderos y permitían una locomoción inusitadamente libre. Sus pliegues y
rincones contenían pequeñas bolsas de aire rancio y cálido que a él le
complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la
chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire
entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las
normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una
rica vida interior.
Cambiando el peso del
cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y elefantíaco, Ignatius desplazó
oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que
rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este
modo) consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en
especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser
estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para
verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies
parecían hinchados, desde luego.
Estaba decidido a ofrecer
la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la
desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba
a descender sobre el Mississippi al fondo de la Calle Canal. El reloj de Holmes
marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones
cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al
arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su
sitio.
Su madre le había llevado
al centro en el viejo PIymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su
artritis, Ignatius había comprado en Werlein's unas partituras musicales para
su trompeta y una cuerda nueva para el laúd.
Luego, había entrado en la
sala de juegos de la Calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina
nueva. Le decepcionó el que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá
la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no
funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero,
pero los clientes habían sido tan ruines como para comentar que la había roto
el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el
destino de la máquina de béisbol en miniatura, Ignatius apartaba su ser de la
realidad material de la Calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no
advirtió los dos ojos que le observaban ávidamente desde detrás de una de las
columnas de D. H. Holmes, dos ojos tristes en los que brillaban la esperanza y
la ansiedad.
¿Sería posible reparar
aquella máquina en Nueva Orleans? Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran
enviado a un lugar como Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre
asociaba Ignatius con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre
humeantes. Ignatius esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de
béisbol en el transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se
esportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios
decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños
de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y
destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius
consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la
humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud
como torpedos dirigidos n un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón
a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
__¿Tiene usted algún documento de identificación,
señor? —preguntó el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la
esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de
la gorra azul—. ¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de
largarse? Estoy esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda
para mi laúd,
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es
usted de la ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es
acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del
mundo civilizado? — atronó Ignatius, por encima del gentío que había írente a
los grandes almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas,
exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas,
onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la
basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad
mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con
usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a
mi.
El policía agarró a
Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras
musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba
empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes,
la señora Reilly estaba en el departamento de bollería, el pecho maternal
apoyado en una vitrina que contenía almendrados.
Uno de sus dedos, gastado
de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo,
tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.
—Eh, señorita Inés —dijo la señora Reilly con ese
acento que al sur de Nueva Jersey sólo existe en Nueva Órleans, esa Hoboken del
Golfo de México—. Venga, venga aquí, chica.
—Vaya, ¿cómo le va? —preguntó la señorita Inés—.
¿Qué tal, querida?
—No demasiado bien —dijo, sincera, la señora
Reilly,
—Qué lata, verdad —la señorita Inés se apoyó en la
vitrina y se olvidó de las pastas—. Tampoco yo me siento nada bien. Estos
pies...
—Señor, Señor, ojalá tuviera yo tanta suerte. Lo
mío es artritis en el codo.
—jOh, no! —dijo la señorita Inés con verdadera
simpatía—. Mi pobre papá también la tiene. Le hacemos meterse en una bañera
llena de agua hirviendo.
—Mi hijo se pasa todo el día flotando en la
nuestra. Yo apenas puedo entrar en el cuarto de baño.
—Creí que estaba casado...
—¿Ignatius? Sí, sí, ojalá —di/o, con tristeza la
señora Reilly—. ¿Quiere darme dos docenas de esas variadas, querida?
—Pues yo creía que me había dicho usted que se
había casado —dijo la señorita Inés, mientras iba metiendo las pastas en una
caja.
—Ni perspectiva tiene siquiera de casarse. La novia
aquella que tenía se largó.
—Bueno, aún está a tiempo.
—Sí, sí, claro —dijo con indiferencia la señora
Reilly—. ¿Quiere ponerme también media docena de bizcochos borrachos? Ignatius
se pone insoportable cuando se acaban las pastas.
—Así que a su chico le gustan las pastas, ¿eh?
—Oh-Señor, este codo me está matando —contestó la
señora Reilly.
En el centro del grupo que
se había formado delante de los grandes almacenes, se balanceaba violenta la
gorra de cazador, un verde destello en el círculo de gente.
—Hablaré con el alcalde —gritaba Ignatius.
—Deje en paz al muchacho —dijo una voz entre la
multitud.
—Vaya a detener a esas chicas que se desnudan de la
Calle Bourbon — añadió un viejo—. El es un buen chico. Está esperando a su
mamá.
—Gracias —dijo, desdeñoso, Ignatius—. Espero que
todos ustedes den testimonio de este ultraje.
—Vamos, acompáñeme —le dijo el policía con
menguante seguridad. A su alrededor había ya casi una multitud y no se veía ni
a un guardia de tráfico—. Vamos a la comisaría.
—Así que un buen muchacho no puede ya ni esperar a
su mamá a la puerta de un comercio —era de nuevo el viejo—. Convénzanse, la
ciudad nunca fue así. Esto es el comunismo.
—¿Está llamándome usted comunista? —preguntó el
policía al viejo, mientras procuraba evitar los latigazos de la cuerda del
laúd—. Le llevaré también a usted. Así mirará más a quien anda llamando
comunista.
—A mí no puede usted detenerme —gritó el viejo—.
Pertenezco al Club Edad Dorada, patrocinado por el Departamento Recreativo de
Nueva Orleans.
—Deje en paz a ese anciano, policía de mierda
—chilló una mujer—. Es probable que tenga ya nietos.
—Los tengo —dijo el viejo—. Tengo seis nietos,
estudian todos con las hermanas. Y son muy listos, además.
Sobre las cabezas del
gentío, Ignatius vio a su madre que salía despacito del vestíbulo de los almacenes
cargando con los artículos de repostería como si fuesen cajas de cemento.
—¡Mamá! —gritó—. Llegas en el momento justo. Me han
detenido.
Abriéndose paso entre la
gente, la señora Reilly dijo:
—¡Ignatius! ¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho ahora?
Eh, oiga, quítele esas manos de encima a mi hijo.
—No le estoy tocando, señora —dijo el policía—.
¿Este de aquí es su hijo?
La señora Reilly arrebató
a Ignatius la zumbante cuerda de laúd.
—Pues claro que soy su hijo —dijo Ignatius—. ¿Es
que no ve usted el afecto que siente por mí?
—Sí, esa señora quiere mucho a su hijo —corroboró
el viejo.
—¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño?
—preguntó la señora Reilly al policía; Ignatius palmeó con una de sus inmensas
zarpas el pelo teñido con aleña de su madre—. ¿Cómo se atreve usted a detener a
un pobre muchacho con toda la gente que anda suelta por esta ciudad? Está
esperando a su mamá e intentan detenerle.
—Aquí tendría que intervenir el Sindicato de
Libertades Civiles — comentó Ignatius, apretando con la zarpa el hombro caído
de su madre—. Hemos de comunicárselo a Myrna Minkoff, mi amor perdido. Ella
sabe de estas cosas.
—Son los comunistas —interrumpió el viejo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el policía a Ja señora
ReilJy.
—Treinta años —contestó Ignatius, condescendiente.
—¿Tiene usted trabajo?
—Ignatius tiene que ayudarme en casa —dijo la
señora Reilly; empezaba a fallarle un poco su valor inicial, así que se puso a
enroscar la cuerda del laúd con el cordel de las cajas de las pastas—. Tengo
una artritis horrible.
—Limpio un poco el polvo —explicó Ignatius al
policía—. Además, estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo.
Cuando mi cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de
queso.
—Ignatius hace unas salsas de queso deliciosas
—dijo la señora Reilly.
—Es un detalle estupendo —señaló el viejo—. La
mayoría de los muchachos se pasan el día correteando por ahí.
—¿Por qué no se calla usted? —dijo el policía al
viejo.
—Ignatius —preguntó la señora Reilly con voz
trémula—, ¿qué has hecho, hijo mío?
—Bueno, mamá, la verdad es que creo que el que
empezó fue él — Ignatius señaló al viejo con la bolsa de partituras—. Yo estaba
aquí, esperándote, rezando para que las noticias del médico fueran alentadoras.
—Llévese de aquí a ese viejo —dijo la señora Reilly
al policía—. Está armando líos. Es una vergüenza que dejen sueltas por la calle
a personas como él.
—Todos los policías son comunistas —gritó el viejo.
—¿Pero no le dije a usted que se callara? —dijo el
policía, furioso.
—Todas las noches me pongo de rodillas y doy
gracias a Dios de que estemos protegidos —explicó la señora Reilly a la
multitud—. Sin Ja policía, todos estaríamos muertos a estas horas. Estaríamos
tumbados en la cama con el cuello cortado de oreja a oreja.
—Eso es una gran verdad, sí, señor —confirmó una
mujer entre la multitud.
—Deberíamos rezar un rosario por las fuerzas del
orden.
La señora Reilly dirigía
ahora sus comentarios a la multitud. Ignatius le acarició torpemente el hombro,
susurrando frases de aliento.
—¿Pero rezaríamos un rosario por un comunista?
—añadió la señora Reilly.
—No —contestaron fervorosamente vanas voces.
Alguien dio un empujón al viejo.
—Es cierto, señora —grito el viejo—. Él intentaba
detener a su hijo. Igual que en Rusia. Son todos comunistas.
—Vamos —dijo el policía al viejo. Y le agarró
rudamente por la espalda del abrigo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius, observando al
pálido y pequeño policía que intentaba sujetar al viejo—. Tengo los nervios
hechos migas.
—¡Socorro! —gritó el viejo, apelando a la multitud—.
Esto es un abuso. ¡Es una violación de la Constitución!
—Está loco, Ignatius —dijo la señora Reilly—. Será
mejor que nos marchemos de aquí, niño. —Luego se volvió a la gente y Jijo—:
Vayanse, amigos. Podría matarnos a todos. Yo, personalmente, creo que puede que
el comunista sea él.
—No tienes que exagerar, madre —dijo Ignatius
mientras se abrían paso entre la multitud, que empezaba a dispersarse.
Enfilaron a buen paso Calle Canal abajo.
Ignatius miró atrás y vio
al viejo y al policía bajito forcejeando bajo el reloj de los grandes
almacenes.
—¿Podrías aminorar un poquito la marcha? Creo que
tengo un soplo cardíaco.
—Oh, cállate ya. ¿Cómo crees que me siento yo? A mi
edad no debería correr de este modo.
—El corazón es importante a cualquier edad, creo
yo.
—Tú tienes el corazón perfectamente.
—Lo tendría si caminásemos un poco más despacio
—los pantalones de tweed se le hinchaban alrededor de las nalgas gargantuescas
mientras caminaban calle abajo—. ¿Tienes la cuerda de mi laúd?
La señora Reilly arrastró
tras sí a Ignatius, doblaron la esquina y entraron en la Calle Bourbon. Allí
empezaba el Barrio Francés.
—¿Por qué se metió contigo aquel policía, muchacho?
—No tengo idea. Pero probablemente venga a por
nosotros en cuanto haya dominado a aquel viejo fascista.
—¿Tú crees? —preguntó nerviosa la señora Reilly.
—Yo diría que sí. Parecía decidido a detenernos.
Debe tener que cubrir una especie de cuota mínima o algo así. Dudo muchísimo de
que me deje burlarle así tan fácilmente.
—i Sería espantoso! Saldrías en todos los
periódicos, Ignatius. ¡Qué desgracia! Tienes que haber hecho algo mientras
estabas esperándome, Ignatius. Te conozco, muchacho.
—Sólo estaba pensando en mis cosas, te lo aseguro
—jadeó Ignatius—. Por favor, tenemos que parar. Creo que voy a tener una
hemorragia.
—Bueno, bueno.
La señora Reilly contempló
la cara enrojecida de su hijo y comprendió que se desmayaría muy satisfecho a
sus pies sólo para ratificar sus palabras. Ya lo había hecho otras veces. La
última vez que le obligó a acompañarla a misa un domingo, se había desmayado
dos veces camino de la iglesia, y otra vez durante el sermón, de pura flojera,
cayéndose del banco y provocando un incidente de lo más embarazoso.
—Lo mejor será entrar aquí y sentarse un poco.
Y le empujó con una de las
cajas de pastas hacia la entrada de un bar, el Noche de Alegría. En una
oscuridad que olía a whisky y a colillas, se encaramaron en sendos taburetes.
Mientras la señora Reilly colocaba las cajas de pastas en la barra, Ignatius
dilató las flexibles aletas de su nariz y dijo:
—Dios mío, mamá, esto huele de un modo asqueroso.
Se me está revolviendo el estómago.
—¿Acaso quieres volver a la calle? ¿Quieres que te
coja ese policía?
Ignatius no contestó, pero
resopló ruidosamente haciendo muecas. Un camarero, que había estado
observándoles, preguntó quisquilloso desde las sombras:
—¿Sí?
—Yo un café —dijo majestuosamente Ignatius—. Café
de achicoria y leche caliente.
—Muy bien —dijo el camarero.
—Quizá no me vea capaz de tomarlo —le dijo a su
madre—. Es una cosa abominable.
—Pues toma una cerveza, Ignatius. No vas a morirte
por eso.
—Puedo hincharme.
—Yo tomaré una Dixie 45 —dijo la señora Reilly al
camarero.
—¿Y el caballero? —preguntó el camarero con voz
sonora y engolada—. ¿Qué tomará usted?
—Tráigale una Dixie también.
—No debo beber eso —dijo Ignatius mientras el
camarero iba a por las cervezas.
—No podemos estar aquí sentados sin tomar nada,
Ignatius.
—No entiendo por qué. Somos los únicos clientes.
Deberían estar muy contentos de tenernos.
—Aquí hay chicas de ésas que se desnudan de noche,
¿verdad?— dijo la señora Reilly, dándole un codazo a su hijo.
—Es muy probable —dijo fríamente Ignatius; parecía
muy pesaroso—. Podríamos haber entrado en cualquier otro sitio. Tengo la
sospecha de que la policía hará una redada en este lugar en cualquier momento.
Luego resolló sonoramente,
carraspeó y dijo:
—Menos mal que mi bigote filtra parte del hedor.
Aun así, mis órganos olfativos están empezando a emitir señales de inquietud.
Tras lo que pareció mucho
tiempo, durante el cual hubo mucho tintineo de vasos y cierres de neveras en un
lugar indeterminado, en las sombras, apareció de nuevo el camarero y puso ante
ellos las cervezas, haciendo como que volcaba la de Ignatius sobre el regazo de
éste. Los Reilly recibían el peor servicio que se dispensaba en el Noche de
Alegría, el tratamiento destinado a los clientes indeseables.
—¿No tendrán ustedes por casualidad un Dr. Nut
frío? —preguntó Ignatius.
—No.
—Es que a mi hijo le encantan los Dr. Nut —explicó
la señora Reilly—. Tengo que comprárselos por cajas. A veces, se sienta y se
toma dos o tres seguidos él solo.
—Estoy seguro de que eso a este señor no le
interesa lo más mínimo — -dijo Ignatius.
—¿Por qué no se quita usted la gorra? —preguntó el
camarero.
—¡Ni hablar! —atronó Ignatius—. ¡Con el frío que
hace aquí!
—Bueno, allá usted —dijo el camarero, y se perdió
en las sombras del otro extremo de la barra.
—¡Qué barbaridad!
—Cálmate —dijo su madre.
Ignatius alzó la orejera
del lado de su madre.
—En fin, alzaré esto para que no tengas que forzar
la voz. ¿Qué dijo el médico de tu codo, o lo que sea?
—Tengo que darme masajes.
—Supongo que no querrás que te los dé yo. Ya sabes
lo que pienso de ese asunto de tocar a los otros.
—Me dijo que procurara evitar el frío todo lo
posible.
—Si yo supiera conducir, podría ayudarte más,
supongo.
—Bueno, no te preocupes, querido.
—En realidad, hasta ir en coche me afecta, sí. Por
supuesto, lo peor es ir en uno de esos espantosos autocares, uno de esos
grandes monstruos de dos pisos, los Scenecruisers Greyhound. Ir allá arriba ¿Te
acuerdas cuando fui en un monstruo de ésos a Baton Rouge? Vomité varias veces.
El chófer tuvo que parar en medio de los pantanos para que me bajara y paseara
un rato. Los demás viajeros se enfadaron muchísimo. Debían tener estómagos de
acero para poder ir tan tranquilos en aquella máquina infernal. El solo hecho
de salir de Nueva Orleans, me altera considerablemente. Tras los límites de la
ciudad empieza el corazón de las tinieblas, la auténtica selva.
—Ya recuerdo ya, Ignatius —dijo con aire ausente la
señora Reilly, bebiendo a grandes tragos la cerveza—. Cuando volviste a casa
estabas malo de veras.
—Entonces ya me sentía mejor. Lo peor fue cuando
llegué a Baton Rouge. Me di cuenta de que tenía un billete de ida y vuelta, y
que tendría que volver en aquel autobús.
—Todo eso ya me lo contaste, chico.
—Volver en taxi a Nueva Orleans me costó cuarenta
dólares, pero al menos no me puse violentamente enfermo durante el viaje,
aunque sentí ganas de vomitar varias veces. Obligué al chófer a ir muy
despacio, lo cual resultó una desgracia para él. La policía del Estado le paró
dos veces por ir a velocidad inferior al límite mínimo por autopista. La
tercera vez que le pararon le quitaron el permiso de conducir. Habían estado vigilándonos
con el radar durante todo el viaje, al parecer.
La atención de la señora
Reilly bailaba entre su hijo y la cerveza. Llevaba tres años oyendo aquella
historia.
—Por supuesto —continuó Ignatius, confundiendo la
expresión absorta de su madre con un vivo interés por lo que le contaba— era la
primera vez en mi vida que salía de Nueva Orleans. Puede que fuese la falta de
un centro de orientación lo que me alteró. Correr a tanta velocidad en aquel
autobús era como precipitarse en el abismo. Cuando salimos de los pantanos y
llegamos a aquellos cerros ondulantes que hay cerca ya de Baton Rouge, empecé a
sentir miedo, empecé a pensar que unos cuantos campesinos fanáticos podrían empezar
a tirar bombas a aquel autobús. Les gusta atacar a los vehículos, que son un símbolo
del progreso.
—Bueno, me alegro de que no cogieras aquel trabajo,
sabes —dijo maquinalmente la señora Reilly.
—No podía. Cuando vi al director del departamento
de cultura medieval, empezaron a salirme de inmediato unas pequeñas
protuberancias blancas en las manos. Era un hombre absolutamente desalmado.
Luego hizo aquel comentario porque yo no llevaba corbata y se burló de mi
chaqueta de maderero. Me dejó atónito que una persona tan insustancial se
atreviera a hacerme semejante afrenta. Aquella chaqueta era una de las pocas
dulzuras que me permitía esta vida y si diese alguna vez con el lunático que me
la robó, le denunciaría a la autoridad correspondiente.
La señora Reilly vio de
nuevo aquella horrible chaqueta de maderero llena de manchas de café que ella
siempre había querido regalar a los Voluntarios de América, junto con varias
prendas más del vestuario favorito de Ignatius.
—En fin, quedé tan abrumado por la absoluta
zafiedad de aquel espúreo «director», que abandoné corriendo su oficina en
mitad de una de sus estúpidas divagaciones y entré en los lavabos más próximos,
que resultaron ser los de «profesores». Y, bueno, cuando estaba sentado en una
de aquellas catanas, con la chaqueta de maderero sobre la puerta, de repente vi
que la chaqueta desaparecía. Oí unas rápidas pisadas. Luego, se cerró la puerta
de los lavabos. Por un instante, me sentí incapaz de perseguir al desvergonzado
ladrón, así que comencé a gritar. Alguien entró en los lavabos y llamó a la puerta
de la cabina. Resultó ser un miembro de las fuerzas de seguridad del campus, o
por lo menos eso dijo. A través de la puerta le expliqué exactamente lo
ocurrido. Prometió encontrar la chaqueta y se fue. En realidad, como ya te he
dicho otras veces, siempre he sospechado que él y el «director» eran la misma
persona. Las voces eran muy parecidas.
—Está claro que no se puede confiar en nadie en
estos tiempos, cariño.
—Salí en cuanto pude de los lavabos, deseoso de
abandonar aquel horrible lugar. A punto estuve de helarme en aquel campus
desolado, intentando conseguir un taxi. Por fin localicé uno que accedió a
traerme a Nueva Orleans por cuarenta dólares, y, además, aquel taxista fue tan
caritativo que me prestó su chaqueta. Aunque cuando llegamos aquí estaba muy deprimido
por haberse quedado sin permiso de conducir, y, en fin, más bien hosco conmigo.
Parecía tener un principio de catarro también, a juzgar por sus frecuentes
estornudos. En fin, fueron casi dos horas en la autopista.
—Creo que me tomaría una cerveza más, Ignatius.
—¡Mamá! ¿En este horrible lugar?
—Sólo una, chico. Vamos, quiero otra.
—Cogerás algo malo con esos vasos. Pero en fin, si
estás decidida, pídeme a mí un coñac, ¿de acuerdo?
La señora Reilly hizo una
señal al camarero, que salió de las sombras y preguntó:
—¿Y qué fue lo que le pasó en aquel autobús, amigo?
No en. tendí el final de la historia.
—¿Tendría usted la bondad de atender el bar como es
debido? —dijo Ignatius furioso—. Su obligación es servir en silencio lo que le
pidan. Si quisiéramos incluirle a usted en nuestra conversación se lo habríamos
indicado. Sepa que estamos discutiendo cuestiones personales de no poca importancia.
—El señor sólo pretende ser amable Ignatius.
Debería darte vergüenza.
—Eso es contradictorio en sí mismo. Nadie puede ser
amable ni bueno en un antro como éste.
—Queremos otras dos cervezas.
—Una cerveza y un coñac —corrigió Ignatius.
—No hay más vasos limpios —dijo el camarero.
—Vaya, qué lástima —dijo la señora Reilly—. En fin,
podemos usar los mismos que tenemos.
El camarero se encogió de
hombros y se perdió de nuevo en las sombras.
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