MIS AMIGOS LOS LIBROS: La Regenta, por Ancrugon - Octubre 2012
Cuando una idea se fija en nuestra mente
con una persistente tenacidad perturbando nuestro ánimo y nuestra voluntad,
decimos que estamos obsesionados por algo y que ello se apodera de nosotros
hasta nublarnos el entendimiento y convertirnos en sus esclavos… Pues bien, en
esta novela, obra maestra de la literatura castellana y perfecto ejemplo del
movimiento naturalista, sus personajes se mueven al vaivén de sus obsesiones
hasta tal extremo que podríamos considerarla como un clarividente estudio de
tal alteración anímica del ser humano.
El Naturalismo, como corriente
literaria, se apoya en una concepción determinista de las actitudes humanas y,
para explicar los diferentes comportamientos de los personajes y de sus obras,
indaga en aquellos factores cuya influencia fue decisiva en el desarrollo de
tal o cual personalidad, buscando, muchas veces, la culpabilidad del resultado
en la educación recibida por el individuo o en el ambiente social en el que
evolucionó los primeros años de su vida, pero tampoco debemos olvidar que el
ego y las características particulares de cada uno tienen también algo que ver.
Cuando Leopoldo Alas “Clarín” escribió “La Regenta”, el tipo de educación
predominante en esta nación era la clerical, con todo su despliegue de
elementos castrantes de la potencia individual de la persona que se basaba en
la cerrazón de ideas, la autoridad sin réplica y el dogma incontestable, ello
contrastaba con las modernas corrientes que llegaban de Europa basadas en una
razón científica, liberal, pluralista y abierta a las ideas. Y así, Clarín, enfrentando
las dos visiones opuestas de la vida, pretendía, por un lado, hacer una crítica
sobre la influencia eclesiástica en la vida cotidiana y, por otro, desarrollar
los principios del Naturalismo en su novela.
Ana Ozores,
huérfana de madre, era hija de un revolucionario obligado a emigrar y, cuando
él muere, se hacen cargo de ella sus dos tías, unas mujeres secas, severas,
hipócritas y santurronas, quienes la educaron para ser una buena esposa, sobre
todo de un marido rico, lo cual consiguió pronto gracias a su belleza y “buena
educación” y a los veinte años de edad contrae matrimonio con don Víctor
Quintanar, un hombre cincuentón, buena persona, amable y bastante culto, que
desempeñaba el cargo de magistrado en Granada, pero pronto lo nombran Regente
de Vetusta (Oviedo) y parten hacia aquella ciudad y así, siendo Ana su esposa, en
breve la conocen todos con el mote de La Regenta. El hombre está más interesado
en sus cacerías, su cría de pájaros y sus lecturas y se desentiende bastante de
su joven mujer, tanto en el aspecto espiritual como físico, en cambio, ella,
joven, bella, apasionada y sensual, se ahoga en aquel ambiente donde no puede
satisfacer sus necesidades y donde le abruma la soledad y no poder lograr su
aspiración de ser madre:
"Vivir en
Vetusta la vida ordinaria de los demás, era encerrarse en un cuarto estrecho
con un brasero; era el suicidio por asfixia".
En un principio encuentra refugio en las
charlas con el Magistral de la Catedral, don Fermín de Pas, quien se convierte
en su confesor y a quien ella le cuenta todos sus recuerdos, esperanzas,
frustraciones… Porque Ana se da cuenta de lo que ha perdido, de que sus deseos
de libertad de cuando era una niña han sido sometidos, aplastados por los
convencionalismos sociales, pero, que en el fondo, todavía los ansía y los
siente en su interior, pues, desde pequeña, educada con rigidez, ha sido
preparada con el miedo al pecado y a tener que soportar la vigilancia de la
perversa mirada de los adultos para quienes, la más pequeña aventura inocente,
se convertía en algo grave con que amedrentarla para que creciera en ella un
fuerte sentimiento de culpabilidad, siempre reprimiendo los instintos y
anulando la espontaneidad:
La calumnia con
la que el aya había querido manchar para siempre la pureza virginal de Anita se
fue desvaneciendo; el mundo se olvidó de semejante absurdo, y cuando la niña
llegó a los catorce años ya nadie se acordaba de la grosera y cruel impostura,
a no ser el aya, su hombre, que seguía esperando, y las tías de Vetusta. Pero
se acordaba, y mucho, Ana misma. Al principio la calumnia habíala hecho poco
daño, era una de tantas injusticias de doña Camila; pero poco a poco fue
entrando en su espíritu la sospecha, aplicó sus potencias con intensidad
increíble al enigma que tanta influencia tenía en su vida, que a tantas
precauciones obligaba al aya, quiso saber lo que era aquel pecado de que la
acusaban, y en la maldad de doña Camila y en la torpe vida, mal disimulada, de
esta mujer, se afiló la malicia de la niña, que fue comprendiendo en qué
consistía tener honor y en qué perderlo; y como todos daban a entender que su
aventura de la barca del Trébol había sido una vergüenza, su ignorancia dio por
cierto su pecado. Mucho después, cuando su inocencia perdió su último velo y
pudo ella ver claro, ya estaba muy lejos aquella edad; recordaba vagamente su
amistad con el niño de Colondres, sólo distinguía bien el recuerdo del
recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían.
Cuando ya nadie pensaba en tal cosa, pensaba ella todavía, y confundiendo actos
inocentes con verdaderas culpas, de todo iba desconfiando. Creyó en una gran
injusticia que era la ley del mundo, porque Dios lo quería, tuvo miedo de lo
que los hombres opinaban de todas las acciones, y contradiciendo poderosos
instintos de su naturaleza, vivió en perpetua escuela de disimulo, contuvo los
impulsos de espontánea alegría; y ella, antes altiva, capaz de oponerse al
mundo entero, se declaró vencida, siguió la conducta moral que se le impuso,
sin discutirla, ciegamente, sin fe en ella, pero sin hacer traición nunca.
Pero ahora Ana es mayor y está casada,
sin embargo no puede liberarse del estigma que le persigue, pues todo a su
alrededor parece querer cortarle las alas, como cuando manifiesta su afición a
la literatura, lo cual desencadena un verdadero escándalo:
Cuando doña
Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un
tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiese visto un revólver,
una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era cosa hombruna, un vicio de
hombres vulgares, plebeyos. Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la
estupefacción de aquellas señoras. "¡Una Ozores literata!"
Pasa el tiempo y
Ana ya lleva ocho años vegetando en un matrimonio estéril que ella no ha
elegido y que la llena de vacío. Es una mujer frustrada e insatisfecha que se
aburre en la rutina de la vida cotidiana de Vetusta. Su consuelo es la religión
y gasta bastante tiempo en actividades piadosas en compañía de su confesor don
Fermín de Pas, pero este hombre, ambicioso, soberbio, también tiene su parte
humana y comienza a sentir una inquietante pasión por su pupila, lo que provoca
que ella lo rechace y se aleje.
Es este don
Fermín de Pas otro personaje digno de estudio: gobernado por su madre, una
mujer dominante y codiciosa, pretende que su hijo llegue a poseer la cota de
poder que a ella, por ser mujer, le es negada, por lo que le anima en su
carrera eclesiástica y no se detiene ante nada, incluso a utilizar la
corrupción. También él recuerda los tiempos pasados en los que todavía estaba
tocado por la inocencia:
Recordó sus años
de estudiante teólogo en San Marcos, de León, cuando se preparaba, lleno de
pura fe, a entrar en la Compañía de Jesús. "Allí, por algún tiempo, había
sentido dulces latidos en su corazón, había orado con fervor, había meditado
con amoroso entusiasmo, dispuesto a sacrificarse en Jesús... ¡Todo aquello
estaba tan lejos! No le parecía ser él mismo...
Pero es que su
camino no estaba preparado para la santidad sino para el poder, la corrupción y
el dominio sobre la ciudad de Vetusta:
...Cuando
pensaba así oyó el Magistral a su espalda, detrás del árbol en que se apoyaba,
al otro lado del seto, una voz de niño que recitaba con canturria de escuela
"Veritas in re est ipsa, veritas in intelectu..." Era un seminarista
de primer año de filosofía que repasaba la primera lección de la obra de texto,
Balmes. El Magistral se alejó sin ser visto, pensando entonces en los años en
que él también aprendía que "la verdad en la cosa es la cosa misma".
Ahora le importaba muy poco la cosa misma, y la verdad y todo..., no quería más
que hundir el alma en aquella pasión innominada que le hacía olvidar el mundo
entero, su ambición de clérigo, las trampas sórdidas de su madre de que él era
ejecutor, las calumnias, las cábalas de los enemigos, los recuerdos
vergonzosos...
Y es aquí donde
aparece el tercero en discordia, don Álvaro Mesía, un donjuán provinciano, sin
más pretensiones que sus propias conquistas y acrecentar su orgullo de
ignorante pretencioso. Ya llevaba tiempo galanteando a la señora Ozores, pero
ella no le prestaba ninguna atención, sin embargo, cuando Ana se da cuenta de que
el propio Magistral la desea también, la desilusión y el desengaño se apoderan
de ella y se deja llevar por su propia debilidad de mujer joven e insatisfecha.
Simplemente cambia sus arrebatos místicos por los eróticos, entregándose a
estos con la misma pasión y entrega que hizo con los primeros:
Para lo único
que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para comparar
las delicias que estaba gozando con las que había encontrado en la meditación
religiosa. En ésta última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta y
en rigor algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando
ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que
placer, salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo
ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender
a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. "No, por allí no
se iba a la locura".
La lucha ya no
es ahora entre las convicciones impuestas y las propias, sino entre el alma y
el cuerpo, porque Ana Ozores es una mujer sin términos medios y para ella todo
es pasión.
Cuando Fermín de
Pas se entera de esta relación, le
ciegan los celos y el deseo de venganza y, por medio de la criada Petra,
consigue que se entere el marido engañado, don Álvaro, desencadenando la
tragedia: Mesía mata en duelo a don Álvaro y huye de la ciudad. Ana, sola en una
ciudad puritana e hipócrita, es despreciada por todos, incluso por el
despechado confesor quien antepone su orgullo y su ambición a las virtudes
cristianas que predica.
“La
Regenta”
fue la primera novela de Leopoldo Alas “Clarín” y “fue escrita como artículos
sueltos” que iba enviando a la editorial, publicándose en dos tomos que
aparecieron en 1884 y 1885 respectivamente. Lo curioso es que, en un principio,
sólo pudo ser publicada en Barcelona a causa del gran escándalo que provocó en
toda España, pero sobre todo en Oviedo, donde el obispo publicó una pastoral en
su contra.
Vetusta, el
nombre dado a la ciudad donde transcurren los hechos, es más bien un símbolo,
pues esa palabra significa “anticuada”, “vieja”, y quiso englobar con ella
todas aquellas posturas trasnochadas y decadentes, como la vulgaridad, la
incultura o el fariseísmo, que imperaban en la ciudad de Oviedo, y en la gran
mayoría de las ciudades provincianas españolas, de aquella época. Sin embargo,
contrasta con la belleza de la descripción que aparece en el inicio de la
novela:
La heroica
ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes
blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había
más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y
papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina
revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire
envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas
de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como
dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando
unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras
hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que
llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años,
en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy
noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de
la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar
zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta
torre en la Santa Basílica. — La torre de la catedral, poema romántico de
piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra
del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe
decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las
vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era
una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza
sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores,
elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en
pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz
de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,
haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos
malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande
de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro
que acababa en pararrayos.
En conclusión, de estructura y trama más
bien sencilla, “La Regenta” es un análisis de las pasiones humanas presentadas
con todo realismo, que contrasta con la mojigatería de una época en la que se
negaba lo evidente y se le cubría con el estigma del pecado. Clarín, sin
embargo, tiene la suficiente valentía de desarrollar un complejo mundo donde
las pasiones y las obsesiones no son escondidas, sino mostradas con toda la
impudicia de un autor que se sabe libre para decir lo que piensa, creando, de
esta forma, una de las mejores novelas de la literatura Española de todos los
tiempos.
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