EL DIARIO DE ANA: Despertando por Ana L.C. - Octubre 2012
-
Ana… Ana… ¿Te encuentras bien?...
Yo
estaba viajando sobre las olas tranquilas de un mar dorado, agazapada en una
pequeña barquita con cuyos remos minúsculos, que más bien parecían cucharillas,
me afanaba con todas mis fuerzas para llegar a una orilla cada vez más lejana…
Desperté, sudando, con las teclas del ordenador marcadas en mi mejilla…
-
¿Eh?... – Frente a mí tomó cuerpo el rostro de Araceli, mi nueva secretaria,
con un gesto de preocupación dibujado en sus facciones y envuelta en un halo de
luz que me hizo parpadear. - ¡Sí, sí..! Estoy bien, simplemente me quedé
dormida…
-
Ya, ya… no lo jures… ¿No dormiste bien anoche?... – En su pregunta se notaba un
cierto acentito de sospecha y complicidad.
-
Pues no, la verdad… - Respondí incorporándome y acercándome hasta el enorme
ventanal que ocupaba todo el fondo de mi despacho. Abajo, la calle, como
cualquier calle de cualquier ciudad, los edificios de enfrente, el ruido, pero
la luz… la luz era distinta… no sé, como más blanda, como más delicada… - “¿Me
acostumbraré?”- Me pregunté mientras lazaba una mirada rápida a un cielo de
nata y estiraba mis brazos en un bostezo prolongado. Al volverme me topé con la
mirada expectante de Araceli.
-
¿Estuviste con alguien anoche?...
Araceli,
una mujer de mediana edad, menuda, ligera, con una movilidad felina y una voz
de las que yo siempre pensé que debían tener las secretarias. Llevábamos menos
de una semana trabajando juntas y ya se me había metido en la caja de mis
secretos y hurgaba como nunca deje hacer a nadie y, sin saberlo, se me había
hecho casi imprescindible, sobre todo para instalarme en este nuevo rincón del
planeta donde pensaba pasar una parte de mi futuro. Me acerqué a su mesa y me
senté en una de las esquinas. Sonreí intentando alargar un poco más la intriga.
-
Sí. – Respondí lacónicamente, pero para ella fue como un detonante porque
explotó en un despliegue de excitación típico de un prometedor paréntesis de
cotilleo.
-
¡Cuenta, cuenta!... ¿Es joven… guapo… simpático…? – Le corté con un gesto.
-
Bueno, es un poco más mayor que yo… no está mal… y es bastante agradable…
-
¡Pendón! – Gritó emocionada. – ¿Llevas dos días aquí y ya encuentras hombres
así?... ¡Pues ya me explicarás cómo lo haces!... ¿A qué se dedica?
-
Es cura. – Respondí casi con indiferencia.
-
¡Qué!... ¿Te llevaste a un cura a la cama?... – Su voz se volvió chillona por
la sorpresa.
Me
puse en pie y me encaré a ella.
-
¡Para!... ¿Quién ha dicho que me fuera con alguien a la cama?...
-
¿Ah, no? – La desilusión se hizo demasiado patente en sus ojos.
-
¡Pues no! – Intenté sonar digna. – Simplemente cenamos en una sidrería.
-
¿Y ese planazo no te dejó dormir?...
Me
brotó la risa. Ella se había vuelto hacia mí para seguir mi deambular por la estancia. Me
detuve y la miré fijamente durante un instante, pero no la veía porque entonces
volvieron todos los recuerdos de golpe y tuve que detenerme a ordenarlos.
-
No, no fue él… Andrés, el cura, fue muy amable… Fue lo que dijo, lo que me
contó relacionado con la casa que he alquilado y su dueña…
-
¿Con Villa Alba?
-
¿Se llama así? – Pregunté sorprendida.
-
Supongo, por lo menos eso ponía en el azulejo de la entrada.
-
¿Qué azulejo?
-
¡Chica, el que está sobre la puerta principal!... ¿No lo has visto?
-
Pues no. – Hice memoria, pero nada.
-
No te contaría alguna historia de viejas, de esas a las que son tan aficionados
por aquí…
-
¿A qué te refieres?
-
A fantasmas, casas encantadas y todo eso…
Y
en ese instante sonaron unos suaves golpes en la puerta del despacho. Araceli
se incorporó decidida a abrir y el marco de entrada se lleno con la sonrisa
franca y campechana de don Fulgencio, el antiguo socio de mi padre por estas
tierras.
-
¡Buenos días! ¿Llego en mal momento?
La
visita de don Fulgencio duró hasta el medio día. Lo vi muy agotado,
explicándome los pormenores de nuestra empresa más por deferencia que por devoción, como si nada tuviese
importancia, como si todo ya fuera fútil, insignificante, prescindible. Cuando
se marchó, nos sentimos ambas aliviadas.
-
¡Pobre hombre! – Dije yo. – Debió ser muy duro para él soportar toda la
enfermedad de su mujer.
-
¿Qué enfermedad? – Preguntó Araceli.
-
La que sufrió antes de morir, creo que fue bastante larga, ¿no?
-
Ella no estuvo nunca enferma. – Me respondió sorprendida mi secretaria. – Lucía
era más joven que yo y, que yo sepa, jamás tuvo ningún problema de salud.
-
¿Entonces…? – Pregunté un tanto confusa.
-
Pero, ¿de verdad no lo sabes?...
-
¿El qué?
-
La mujer de don Fulgencio fue asesinada.
Me
dio la sensación de que un terremoto estaba moviendo los cimientos del
edificio. Tomé asiento y miré como una boba a mi compañera.
-
¿Nadie os dijo la verdad? - Preguntó
ella.
Negué
con la cabeza.
-
No lo entiendo… - Se quedó pensativa. – La encontraron en un descampado… se ve
que se pasaron bastante con ella… - Dio un profundo suspiro. – Se rumorea que
la raptaron para conseguir algo, dinero o documentos, no sé…
-
Mi padre y mi hermano vinieron al entierro y nadie les dijo nada de lo que me
cuentas. – Dije al rato. - ¿Por qué no les contaron la verdad?
- No
lo sé… Lo cierto es que la familia de don Fulgencio consiguió que la noticia no
apareciera en ningún medio de comunicación. Por aquí también creen que estaba
enferma… Pero, a vosotros… - Se acercó al mueble bar y preparó dos copas de
brandy. – Toma, bebe, creo que lo necesitas…
-
Pero, ¿por qué guardó el secreto también con mi padre?... – Por más vueltas que
le daba, no lograba encontrar una respuesta. - ¿Quién lo sabe?
-
En el bufete lo sabemos todos… Por eso yo creía que…
- ¿Tenemos
algún caso raro o peligroso?
-
Que yo sepa, todo es bastante normal… - Respondió ella dando un buen trago a la
copa.
- Pero
él supondría que si venía yo a hacerme cargo, me iba a enterar tarde o
temprano…
-
Pues si él lo ha querido así, por algo será, no es hombre que haga las cosas a
la ligera, te lo aseguro.
Bebí
un poco notando como el alcohol arañaba mi faringe, me reanimó un poco el suave
calorcillo que se apoderó de mi cuerpo. Reflexioné durante unos minutos. En la
calle se había intensificado el tráfico, lo que me recordó que era hora de
comer, pero se me había quitado el hambre.
-
¿Esta tarde trabajamos? – Indagué.
-
Sí, le dimos cita a tres de los casos abiertos, ¿no recuerdas?, me dijiste que
para ir adelantando…
-
¿A qué hora?
-
A las cinco el primero, ¿por?...
-
¿Has quedado a comer con alguien? – Pregunté.
-
No, pensaba comer aquí cerca.
-
Pues vente conmigo hasta mi casa. Te invito en la sidrería en la que estuve anoche.
El
trayecto desde la oficina no dura más de diez minutos, pero a esa hora daba la
sensación que todos los coches del mundo estaban circulando por aquella
autovía, encima, cuando llegamos, no había ningún espacio para poder aparcar,
así que subimos hasta la plaza de la iglesia y aparqué junto al cementerio. Bajamos
andando la cuesta, dándole vueltas a las mismas preguntas que nos habíamos
hecho durante todo el camino desde la ciudad. Al pasar por la puerta de la
iglesia vimos salir a un sacerdote de edad avanzada vestido con sotana quien,
al vernos, nos saludo cortésmente.
-
Pero, ¿cuántos curas tiene esta parroquia? – Me pregunté.
-
¿Estás segura que el de anoche era un cura?
-
Eso me dijo… Ahora lo raro es ver a uno con el hábito… - Y me detuve.
Cuando
el hombre llegó a nuestra altura, le abordé sin rodeos.
-
Perdone, padre, es usted el párroco de esta iglesia.
-
Efectivamente, señorita, para servirle. – Me respondió el otro con una
agradable sonrisa en sus labios.
-
¿Y está usted sólo en la parroquia?
-
Solo, ahora la crisis también ha llegado hasta en la fe. – Bromeó. Y abarcando
con un movimiento de sus brazos todo el paisaje que se extendía a nuestros
pies, continuó. – Además, este barrio es muy pequeño y aquí hay muy pocas
celebraciones que realizar. ¿Y ustedes son…?
-
¡Ah, disculpe!... Yo he venido a pasar una temporada por aquí, me llamo Ana, y
ella es Araceli, una amiga.
-
Encantado... – Y nos dio la mano, suave como la de una mujer, pero firme y
sólida. – Mi nombre es Andrés y aquí me tienen para lo que necesiten… - Intenté
que la sorpresa no se reflejara en mi rostro. - ¿Y dónde se aloja?
Tragué
saliva y pensé en mentir, pero al final decidí decir la verdad.
-
He alquilado la casita de la señora Concha. Esa que está pintada de amarillo
ahí abajo.
Araceli
me miró como si hubiese dicho una barbaridad.
- ¡Ah,
la señora Concha! Buena mujer…
-
Sí, eso creo… Todo el mundo lo dice… - Mi cabeza me estaba dando vueltas como
una noria. – Bueno, padre, nos vamos a comer. Mucho gusto.
-
Encantado, y buen provecho. – Y el hombre se alejó hacia el camino que recorrí
la noche anterior de vuelta del acantilado. Nosotras bajamos hacia la calle.
-
¿Por qué le has mentido? – Me preguntó Araceli.
-
¿En qué? – Le pregunté.
-
En lo de la casa.
La
miré confundida.
-
Yo no le he mentido, la casa donde vivo es esa de ahí abajo, la de color
amarillo. – Ella miró hacia donde le señalaba.
-
¡Pero yo no te alquilé esa casa!...
-
¿Qué…?
-
Yo te alquilé la Villa Alba, que está al otro lado de la urbanización, una casa
con jardín y piscina y todo eso… Lo que me ordenó don Fulgencio…
-
Espera, espera… - Me detuve en la misma esquina.
Desde
allí se veía la pequeña casita de dos plantas, con balcón corredizo de madera, que
daba a un pequeño jardín de rosales y setos descuidados encerrados por una
verja, con un tejado rojo a dos aguas y
de muros pintados de una amarillo pálido, frente a la que había aparcado
un todoterreno negro. – La dirección y las llaves que me enviaron corresponden
a esa casa…
-
Pues, perdona, pero la que yo contraté es tres veces más grande y no tiene nada
que ver con esa…
-
¿Pero qué es esto?... – Todo en mi cabeza era un revoltijo de cosas que no
cuadraban. - ¿Y a quién se la alquilaste?
-
Supongo que a la misma mujer, la señora Concha me dijo que se llamaba…
-
Igual don Fulgencio la cambió luego por alguna causa…
-
Igual… - Y señaló hacia la casa. – Mira, tú misma se lo puedes preguntar,
porque está aparcado en tu puerta.
Me
giré sorprendida y volví a mirar el todoterreno negro. Nos acercamos hasta él, pero
rápidamente nos dimos cuenta que no había nadie en su interior.
-
Te estaba esperando. – Las dos dimos un salto asustadas.
Don
Fulgencio estaba sentado en el umbral de la puerta de entrada. Su imagen era la
de un hombre abatido, agotado…
- Pensaba
que vendrías sola, pero no importa... ya nada importa… Abre y entraremos… Hay mucho de lo que hablar…
ResponderEliminarluis novella (miércoles, 28. noviembre 2012 18:24)
Espero con impaciencia el siguiente