EL SUEÑO DE UN VIAJANTE: Capítulo 7º y último, por Antonio García Hernández - Octubre 2012
Carlos, el director de la universidad, fue
lo más rápido que pudo al laboratorio donde su mejor investigadora y su grupo
estaban realizando la última prueba de lo que podría llegar a ser el
experimento más importante de la ciencia médica y uno de los más
revolucionarios para la física, la tecnología, la psicología, la ingeniería y
un puñado de disciplinas adicionales, sin olvidar, como en toda revolución
científica, las consecuencias filosóficas del proyecto. Se trataba de
teleportar a un ser humano y, al mismo tiempo, sanarlo de una enfermedad mortal
y sin remedio eficaz para la ciencia actual. Pero, de resultar, supondría la
cura para otra innumerable cantidad de dolencias.
La excitación de Carlos no podía ser
mayor. Era fácil dejar a su imaginación emocionarse y soñar no sólo con los
fondos que serían destinados a su universidad, sino también con el
reconocimiento a toda una vida dedicada a la investigación, no siempre
justamente reconocida. Como un niño pequeño, imaginaba cuentos de hadas y
fantasías. Podrían ser las primeras personas en conseguir dos premios Nobel el
mismo año y en diferentes categorías. Ya se veía en la entrega de premios,
subiendo al escenario del magnífico Konserthuset de Estocolmo y dando la mano
al mismísimo rey de Suecia. Se permitía el lujo, incluso, de imaginar el
discurso que daría y con qué ilustres y admiradas personalidades se codearía
durante la cena en el Salón Azul del Ayuntamiento de Estocolmo.
No es de extrañar que, cuando llegó al
laboratorio, todavía con estos pajarillos de papel revoloteando dentro de su
cabeza y una chispa infantil titilando en sus ojos, la doctora Manuela Gracia
reparase en que el director pareciese rejuvenecido.
Todos estaban ya preparándose para dar el
último y crucial paso en aquella loca carrera contra la naturaleza, como
siempre el hombre ha hecho, revelándose contra las disposiciones de su madre.
¿O es más bien al contrario? Si el hombre es un producto de la naturaleza,
¿acaso no sigue su propio instinto? ¿Acaso todo lo que hace no es consecuencia
de cómo fue creado a lo largo de tantos siglos de evolución? Puede que el
hombre, al fin y al cabo, sólo haga lo que está programado para hacer, aunque
esto no tenga por qué asegurarle la supervivencia.
La doctora Gracia trabajaba con la doctora
Nikopolidis en el ordenador, introduciendo todas las coordenadas necesarias,
ajustando los parámetros de su programa de rehabilitación celular (como había
decidido nombrar al proceso) y ensamblando la información procedente del
escáner del cerebro de su marido. Por su parte, el doctor Villar se encargó de
llevar a Lucas a la cápsula, lo desnudó completamente y lo acomodó lo mejor que
pudo para no causarle daño alguno.
Cuando todo estuvo preparado, cada uno se
colocó en su puesto: Manuela en el panel de control principal, María vigilaba
el procesamiento de los datos en su computadora, Alejandro fue hasta la cabina
vacía, para recibir al viajante y Carlos se apartó y buscó un sitio en el que pudiera
tener una visión de conjunto. Todo estaba preparado.
Manuela miró un momento a su marido antes
de activar los controles. Desnudo y frágil, con el cuerpo chupado, seco y
apocado, expuesto en aquella prisión minúscula, se exhibía como un animal en un
mercadillo. La doctora no sólo sintió lástima por su marido, sino por todos los
animales que, antes que él, habían pasado por aquella situación o que, incluso,
se encontraban en una jaula en su laboratorio. No había dignidad en ello y se
reprochaba que no lo hubiese pensado cuando construyó la cabina. Reparó en que
tampoco había pensado en la comodidad y en que para un humano resultaba
demasiado pequeña.
En aquella triste disposición, Manuela
reconoció a duras penas a su marido. Se le vinieron a la mente tiempos mejores,
incluso recientes. Recordó los primeros meses de enamoramiento, los despertares
juntos, las risas cómplices, las caricias delicadas y temblorosas, los
desayunos, los paseos en los días libres. Y tuvo una imagen muy nítida de cuando
Lucas le pidió matrimonio.
Por supuesto, ellos ya habían hablado
antes de casarse, pero él era un poco romántico y planeó pedírselo. Fue durante
una primavera en la que decidieron viajar por Italia. Visitaron Florencia,
Padua y Venecia. Manuela recordaba el espléndido sol que brilló durante todo el
recorrido y el olor a mar al llegar a Venecia. Fue allí, cuando estaban
cruzando el Puente de Rialto, que él la obligó a parar agarrándola del brazo de
manera brusca. Al principio ella se asustó, suponiendo que algo malo había
pasado. Pero, en cuanto le vio la cara, los ojos bien abiertos y una media
sonrisa en la boca, como la de un niño que guarda un secreto, entendió que se
equivocaba. El sol perdía fuerza en la tarde y, al caer por el borde del mundo,
encendía mil reflejos bailarines y nerviosos en el agua del canal. No fue nada
especial lo que él dijo. Simplemente sacó un anillo de su bolsillo y le hizo la
pregunta. Ella, sorprendida, no supo reaccionar en un primer momento. Cuando
recuperó la compostura, le contestó que sí. Al menos así lo recordaba.
María se fijaba en Manuela intrigada. No
conseguía descifrar el significado de su rostro mientras miraba a su marido,
unos instantes antes de la teleportación. Mostraba una calidez y una serenidad
que María envidiaba. Sus ojos, abiertos como dos ventanas en la mañana fresca,
vibraban y ardían de seguridad. Sea lo que fuere lo que pensase, se la veía
feliz al mirar a Lucas. Envidiaba eso. Intuía a qué era debido y lo envidiaba.
Recordaba su pelea con Alejandro y se preguntaba
a sí misma si no era demasiado intransigente. Curiosamente, era el mismo
pensamiento que ella tenía por aquéllos que creen en la monogamia. Pero su
relación con su compañero de fatigas le hacía cuestionarse eso. ¿Estaría,
acaso, enamorada? ¿Cambiaba eso su manera de pensar, sus conclusiones acerca de
las relaciones? No, sin duda, pero este sentimiento hacía que se su seguridad
se tambalease. Sentía la disputa muy internamente, como una batalla entre el
fuego y el hielo o entre dos bestias antagónicas, entre dos enemigos eternos.
Uno luchaba por su envidia, por su anhelo de sentir lo que su jefa parecía
sentir, lo que ella creía sentir en este momento por un hombre y la seguridad
que nos imprime en el carácter tener fe, saber que algo es duradero. El otro
enemigo, la otra bestia luchaba por su preciada libertad, por la seguridad de
que nada pervive siempre, la sabiduría que reside en saber que el enamoramiento
no dura, el conocimiento de que la poligamia es un hecho contrastado y el
sentimiento de que ella misma no puede ni quiere dar todo lo que una relación uno
a uno puede requerir.
Al otro lado de la sala, Alejandro no
apartaba ojo de María. Esta reacción le sorprendió primero, pues siempre se
preocupaba por las preocupaciones de su jefa. Sin embargo, María había
conseguido desviar su típica atención hacia Manuela y ahora se replanteaba sus
sentimientos por ella. Siempre estuvo convencido de amarla, pero ¿cómo la había
olvidado tan fácilmente? ¿Era amor o simple admiración, idealización de un
deseo? ¡Con María se sentía tan cómodo! Había una comunicación fluida entre
ellos, se reían y sabía que él significaba un remanso de paz para la mente
atormentada de ella (¿o era al revés?). Su relación era como una buena cerveza
en verano: refrescante, sabrosa y oportuna.
Sin embargo, eso era todo, pues, en lo más
profundo de su corazón, no se imaginaba con ella en el futuro. En parte, ese
conocimiento provocó su pelea de la mañana. ¿Estaba engañando a María sabiendo
que eso no duraría? ¿Tenía ella las cosas tan claras sobre su relación como
afirmaba? ¿Era problema suyo que no fuese así? Desde luego no se sentía del
todo cómodo con este interrogante. Al principio, tan sólo se dejó llevar. “Dos
personas solitarias sin ningún compromiso”; sonaba bien. Pero no podía sino
sentirse sumamente agradecido. María le había devuelto su libertad, le había
sacado de su ensimismamiento y ahora sentía como si hubiese tirado por la borda
un peso que acarreara desde mucho tiempo atrás, tanto que ya no recordaba desde
cuándo. Se sentía bien y todo se lo debía a ella.
La doctora Gracia despertó entonces de su
ensoñación y buscó con la mirada, uno por uno, a los miembros de su equipo para
iniciar el proceso. Descubrió que la doctora Nikopolidis tenía puestos sus ojos
en ella, como si estuviese tratando de atravesar su cuerpo. La joven reaccionó
ante la mirada de su jefa, echó un ojo a las lecturas en su ordenador e hizo un
ademán afirmativo para darle a entender que todo estaba listo. Después, la
doctora Gracia buscó la confirmación de su más antiguo compañero. El doctor
Villar levantó el pulgar hacia arriba. Todos estaban preparados. La jefa del
grupo respiró hondo y, sin dilación, pues esto hubiese supuesto un tormento y
una duda para su ya maltrecho ánimo, inició el proceso.
Las máquinas empezaron a sonar. La cabina
donde se encontraba Lucas zumbó como de costumbre, aunque en esta ocasión tardó
algo más en reaccionar. Los ordenadores bufaban, como una manada de ñus
nerviosos, espoleados por la compleja tarea que se les asignaba.
El discurrir del Universo se detuvo un
momento en aquella sala. Todos contenían la respiración o, tal vez, no quedaba
aire para respirar en la sala. Se sentían como observadores de un
acontecimiento astronómico, como si estuviesen observando el nacimiento de una
estrella o la fusión de dos galaxias. Eran insignificantes ante la magnitud de
este evento histórico. Tal vez así se sintió Neil Armstrong cuando pisó la luna
o Cristóbal Colón cuando creyó haber dado la vuelta al mundo, pero pisó
América.
Pasó un buen rato sin que nada ocurriese,
salvo el silbido, que seguía creciendo en intensidad. De pronto, el cuerpo de
Lucas comenzó a brillar. Todos se pusieron en tensión, más aún cuando éste
desapareció de la primera cabina. Hubo una pausa en la que no pareció ocurrir
nada. El cuerpo de aquel hombre había desaparecido, pero no había aparecido en
el otro lado. Los ordenadores resoplaban de esfuerzo, pero nadie parecía darse
cuenta. Este tiempo se volvió más largo que cuando recogían la información del
cerebro de su cobaya. Era un infinito encerrado en el cascarón de un minuto.
Se apoderó de ellos el pánico. Se pusieron
a revisar las máquinas, cada uno en su puesto, cada uno con su función. La
doctora Gracia repasaba los cálculos de la computadora, los indicadores de
proceso y la operatividad del sistema. La doctora Nikopolidis revisaba los
datos en las máquinas y el proceso de inserción de la información en la
teleportación. Y el doctor Villar comprobaba el estado de la cabina y los
niveles de los contenedores de elementos. Todo parecía estar en orden.
Súbitamente, fueron sorprendidos por un
resplandor en la cabina donde estaba el doctor Villar. El cuerpo de Lucas
apareció y se estremeció un momento en el suelo del frío aparato. Enroscado en
sí mismo, parecía no moverse. El joven doctor reaccionó rápidamente para
sacarlo de ahí. Manuela salió corriendo de su puesto para ir a socorrer a su
marido. El corazón se le iba a salir del pecho. El resto de los presentes
también echó a correr tras la doctora.
Cuando Manuela alcanzó el lugar donde
Alejandro sostenía a Lucas, ésta se lo arrebató de sus brazos para ponerlo en
los suyos. Echada sobre el suelo, con el cuerpo de su marido sobre su regazo,
parecía una “Piedad”. Un frío rayo recorrió su espalda y le erizó el bello de
todo el cuerpo cuando recogió el cuerpo inerte de Lucas. Pero pronto entró en
calor de nuevo al notar la débil respiración de su amado. Las exhalaciones eran
casi estertores, como antes de la teleportación, y sus latidos tan débiles que
podría darse por muerto si no se prestaba atención.
Pero Lucas, como movido por una invisible
fuerza, empezó a reaccionar. Su piel seguía siendo pálida y su ritmo cardiaco
no era más rápido que el paso errante de una tortuga. Pero algo parecía
imprimirle energía, como un hálito poderoso que estuviera calentando su cuerpo,
revitalizándolo. Abrió los ojos y, de manera confusa, empezó a fijar la vista.
Su mujer acariciaba su cara y buscaba su mirada como el que busca un objeto
perdido en un desván de cosas viejas. Él pareció encontrarla, al fin, y
susurró:
- “Manuela…”.
Toda la tensión que Manuela había llevado
sobre sus hombros durante los meses anteriores explotó en un mar de lágrimas.
No supo más que abrazarle y empaparle el rostro con su lloro. No había fin para
tanta alegría.
María y Alejandro se abrazaron primero los
dos y, en su efusividad, se besaron. Carlos se agarró a ellos, sin darse cuenta
de lo que estaba ocurriendo, cegado por la emoción. Y los tres comenzaron a
saltar como si estuvieran jugando a algún juego de patio de colegio.
Después de un rato donde el júbilo y las
emociones dominaron los cuerpos y los ánimos de los presentes, llego el tiempo
de la reflexión. Todo parecía en orden a primera vista. Lo único que faltaba
por saber era si la recuperación había sido completa o parcial y si sólo mental,
física o ambas. Todo ello debía espera ahora, Lucas tenía que descansar.
Manuela se ocupó de su marido durante la
primera semana. Éste se recuperaba con asombrosa rapidez. La primera noche
durmió más de 12 horas y, desde la primera comida, ingirió todo tipo de
alimentos y de nada se privó. Tenía apetito, eso hacía a Manuela feliz. Dormía
bien, su cuerpo recuperaba su color y estaba engordando. Empezaba a salirle
pelo e, incluso, sentía deseo sexual, como pudo comprobar su feliz mujer. Sin
ningún tipo de análisis, la doctora atestiguaba que la recuperación física
había resultado.
Pero, además, Lucas parecía recordarlo
todo, incluso los detalles más insignificantes del pasado, desde dónde estaba
una de las herramientas del garaje hasta los resultados de ciertos campeonatos
de fútbol de años anteriores. Manuela tendría que felicitar a su colaboradora.
De vuelta al laboratorio, Lucas tuvo que
sufrir todo tipo de pruebas y escáneres. Se debía certificar la salud tanto
física como mental del sujeto, apuntar los pormenores y anotarlos en una
especie de diario para futuros informes.
El aire reinante era festivo. Las
actividades, las pruebas se hacían con la mayor alegría, muchas veces entre
bromas y juegos. El que más incitaba a ello era el propio Lucas. Como impulsado
por una energía juvenil no paraba de sonreír y apenas se estaba quieto. Quería
disfrutar de todo, sentir los más insignificantes detalles de las cosas,
saborear el tiempo, aquello que se olvida cuando uno envejece y se amolda a una
rutina. Una vez lo pillaron pasando las yemas de los dedos por las distintas
mesas, sencillamente comparando la rugosidad y los defectos de las mismas.
Manuela veía en Lucas a la persona de la
que se había enamorado y ahora lo estaba más que nunca. Había recuperado las
ganas y la confianza en su relación. Parecía que el viento soplaba, por fin, a
favor. Se sintió orgullosa y feliz.
Sin embargo, la curiosidad que Lucas mostraba
por todo lo que encontraba le parecía un poco obsesiva. Más que disfrutar de
cada pequeño detalle, le daba la impresión de estar conociendo los objetos de
nuevo. Parecía un bebé con cuerpo de adulto tratando de saber cómo funciona lo
que se interpone en su camino y eso iba desde los objetos inanimados hasta los
animales y las personas. Ciertamente parecía saberlo, pero la primera impresión
de la doctora era que hacía una tentativa, como si lo hubiese leído en un libro
o lo hubiese escuchado en alguna parte y lo pusiese en práctica por primera vez.
La primera vez que pasó por el laboratorio
después del experimento, se acercó a las jaulas de los animales nada más
verlas. Con un tono inocente, preguntó:
- Éstos son… ratones, ¿verdad?.
Nadie contestó ni él pareció esperar una
respuesta. Simplemente, buscó la comida que se les daba y le dio un poco a uno
de ellos. Se quedó mirando cómo se la comía y repitió la operación hasta que la
doctora Gracia le dijo suavemente:
- Cariño, tenemos que hacerte las pruebas.
A lo que él contestó tranquilamente, como
el que acababa de recordar algo:
- Sí, claro.- Y se puso a disposición de
los especialistas.
Manuela no le dio más importancia y lo
achacó a la “resaca” pos-teleportación. Tenía sus recuerdos y se encontraban
bien. Eso era lo importante.
Durante ese tiempo, el doctor Villar
anunció que dejaba el laboratorio, esta vez para incorporarse a otro donde no
se usaran seres vivos. Él mismo había comprobado en sus carnes que no soportaba
tener que decir adiós a un animal al que había estado cuidando durante un
tiempo y se daba cuenta de que cada vez era más sensible al trato con ellos.
Una vez concluidas las pruebas con Lucas y analizados todos los datos,
marcharía a su nuevo destino, situado en otro continente. Tanto su jefa como
María entendieron sus razones y se alegraron por él.
Una prueba tras otra daba resultados
positivos. El cáncer había remitido o, aún más, no parecía haber existido
nunca. El sujeto había recuperado sus condiciones físicas y conservaba todo lo
vivido. No había indicios de efectos secundarios debido a ninguna de las
alteraciones a las que le habían sometido. Redactaron el informe para el
director de la universidad y, cuando éste lo aprobó, Alejandro decidió que era
hora de marchar.
El día de su partida, una tristeza
contagiosa se cernió sobre el laboratorio. Tanto Alejandro como sus compañeras
estaban contentos por la suerte de éste. Sin embargo, comparado con los días
anteriores, una despedida como ésta pesaba en sus ánimos. A medida que él iba
recogiendo sus cosas, el laboratorio se iba quedando más y más vacío. Es
posible que no fuesen muchas, pero, acostumbradas a verlas donde estaban, los
lugares vacíos se volvían tristes y denotaban la ausencia del que se va. Cuando
nuestras cosas están en un lugar desde mucho tiempo atrás, nadie repara en
ellas y parece que no estuviesen allí. Pero, cuando nos vamos, también dejamos
el vacío, que recuerda a todos los que nos conocieron, al menos durante un
tiempo, que alguna vez estuvimos allí. En cierto sentido, dejar un vacío es
poner algo mucho más visible que tener cualquier cosa ahí siempre.
La doctora Gracia se despidió del doctor
Villar antes de que terminara de recoger. Quería llegar pronto a casa para
darle una sorpresa a su marido. Le dio un abrazo y le dijo:
- Muchas gracias por todo, Alejandro. Siempre
me has apoyado y ayudado. Me diste valor para hacer lo que ahora celebramos y
no me dejaste sola a pesar de mi locura.
Manuela se sorprendió de la mirada del
joven. Ahora se daba cuenta de que había cambiado. Era segura, firme, severa y
su rostro anguloso, altivo. Por un momento, creyó sentirse atraída por esos
profundos ojos negros. Se sonrieron mutuamente, ella con la calidez y el
orgullo de una madre a su hijo, él con el agradecimiento por lo aprendido y la
energía del polluelo que abandona el nido y quiere volar por sí mismo. Y
Manuela se marchó.
María miraba a su compañero recoger con
avidez sus bártulos. Esperaba nerviosa la despedida, sufriendo una lucha
interna. Quería que aquello terminase pronto, no era nada agradable ver que él
se iba. Sin darse cuenta, se había convertido en uno de los pilares por los que
soportaba estar allí. Le agradaba su compañía, él no dejaba que se sintiera
sola nunca y, con su marcha, no sabía qué iba a ser de ella. Pero, por otro
lado, le alegraba verlo con esa ilusión, ese ánimo por descubrir el mundo, ese
aire renovado. Eso era lo más importante.
Alejandro terminó metiendo unos artículos
en la última mochila, se incorporó y se encontró de golpe con la atención de
María. Se sonrieron y se sonrojaron a la vez. Y se abrazaron. El abrazo duró
más de habitual para dos amigos y fue más intenso. En ese momento, no sólo sus
cuerpos se tocaron, sino también sus corazones.
- Gracias,- dijo el chico mirándole a los
ojos cuando se soltaron- ¿estarás bien?
- Sí, no te preocupes. Ve y disfruta.- le
animó ella con ojos llorosos.
Alejandro se dio media vuelta, llegó hasta
la puerta y, antes de salir, tocó un momento el alféizar. Tomó aire, como un
corredor que se prepara a tomar la salida, y se fue. María se quedó sola en el
laboratorio y, por primera vez desde que llegó allí, lo encontró vacío y frío.
Cuando Manuela llegó a la puerta de su
casa, una amplia sonrisa le iluminaba el rostro. Cualquier hombre que la hubiese
visto durante su trayecto a casa, habría caído rendido a sus pies. Ardía en
deseos de ver a su marido.
Abrió la puerta con ímpetu y entró en el
pasillo. Lo recorrió y llegó hasta el salón. Se extrañó al ver la poca luz que alumbraba
la sala, con las persianas medio echadas, y se dio cuenta de que había un sobre
cerrado encima de la mesa.
Le dio un vuelco el corazón, se temió lo
peor. Tiró el bolso en el sofá y fue rápidamente a recorrer el resto de
habitaciones. Con cada habitación que se encontraba vacía, la angustia
aumentaba. Sentía ahogarse cuando, llegando al dormitorio, encontró alguna ropa
encima de la cama. Abrió los cajones y comprobó que faltaba parte de la ropa de
su marido. Corriendo, volvió al salón, tomó la carta, la abrió y la leyó:
“Mi querida Manuela,
Siento tener que escribirte en lugar de decírtelo en persona. He
estado pensándolo mucho y llegado a la conclusión de que éste es el mejor
método. Si hubiese esperado a hablarlo contigo, no sólo se habría hecho
insufriblemente duro sino imposible para mí. Creo que así es mejor.
Me voy. Tengo que irme antes de que sea peor. Te doy las gracias
por haberme dado una segunda oportunidad, ha sido un milagro. Creo que no
tendré vida suficiente para agradecértelo como mereces, pero quedarme contigo
no hubiese sido una buena recompensa. Me explicaré.
Cuando me teleportasteis, algo cambió en mí. Físicamente me
encuentro en perfectas condiciones, incluso mejor, más joven (¿sabes que ya no
tengo alergia a los frutos secos?) y recuerdo todas las situaciones que he
vivido. Recuerdo cada detalle de mi pasado, con una claridad y nitidez exquisitas,
hasta el más mínimo detalle.
¿Recuerdas, por ejemplo, cuando te besé por primera vez? Recuerdo el
asfixiante calor. Éramos apenas unos críos que nos creíamos mayores. Primero
fuimos al cine a ver la película de aquellos niños que encontraban un
extraterrestre. ¡Cuánto nos gustaba ese tipo de cine! Fue nuestra primera
coincidencia. Después yo te dije que fuéramos al parque a dar una vuelta, para
sentir el frescor del lago. A ti te sorprendió mi propuesta: recuerdo la
expresión de tu cara. Ahí aprendí que el arqueamiento de tus cejas significaba
una sorpresa agradable. Aceptaste de buen gusto y nos fuimos a caminar.
Hablamos de un sin fin de temas y acabamos por sentarnos al lado del lago.
Tanto calor hacía que te cogí de la mano y, sin decirte nada, te arrastré hasta
la orilla. Tampoco te resististe mucho, lo recuerdo. Entonces, me descalcé,
metí los pies en el agua y te incité a que hicieras lo mismo. En cuanto
sentiste el fresco, me fijé en cómo te relajabas. Estuviste tensa casi toda la
tarde, como con precaución. Y yo aproveché ese momento de debilidad para
agarrarte y besarte. Estaba todo pensado, no creas que no.
Sí, lo recuerdo perfectamente y, sin embargo, no lo siento como si
lo hubiese vivido, sino, más bien, como un sueño extremadamente claro. Recuerdo
a mis padres y a mis amigos, las situaciones agradables y desagradables, los
momentos bonitos y los no tan bonitos de nuestra relación. Recuerdo dónde
guardé mis pertenencias más valiosas, mis claves, mi número de DNI y hasta el
de la seguridad social. Recuerdo todo lo que yo era y, sin embargo, no me
siento como antes. Me siento diferente. Para mí es como si todo me hubiese sido
revelado en una visión o en una película, como si se me hubiese informado de
quien era, lo que hacía, lo que me gustaba, de cada pormenor de mi vida y yo
hubiese sido capaz de memorizarlo.
Es por eso que en los últimos días no he podido sino sorprenderme
de todo lo que sabía. Iba a un sitio conocido y, de repente, sabía que lo
conocía. Lo recorría de arriba abajo comprobando que cada cosa estaba donde mi
cabeza me decía. Estaba absorto con todas la información que almacenaba, pero
pronto me di cuenta de que no sentía lo mismo que recordaba. Una cosa es saber
donde está algo y otra muy distinta que tu cabeza te diga que te gusta el
queso, por ejemplo, como al parecer era mi caso. No obstante, cuando probé el
queso después de someterme al experimento, ni me gustó ni me dejó de gustar.
Algo había cambiado.
Así, empecé a sospechar y a temer que, si eso podía pasar con mis
gustos, quizás también pasase con más cosas. No me equivoqué. Me empeñé en
buscar recuerdos de nuestra vida: fotos, prendas, cualquier objeto que
recordaba que había significado algo. Lo cogía, lo sostenía en mis manos un
rato, lo examinaba y esperaba encontrar dentro de mí lo que recordaba que
sentía.
Nada, sólo lo recordaba.
Tardé un poco en darme cuenta de lo que me pasaba contigo. Quizás
no quería enfrentarme a esa cuestión y por eso la eludía, o tal vez me dejé
llevar por la lujuria que se encendió en mí con una pasión ardiente en cuanto
mi cuerpo empezó a mejorar. Puede que sólo fuese una mejoría. Pero no podía
evitar enfrentarme a eso, pues no quería engañarte. A partir de entonces, en
cada uno de nuestros encuentros me examinaba detenidamente. Observaba mi
reacción, los movimientos de mi cuerpo, mis palabras, mis pensamientos. Llevaba
un seguimiento pormenorizado de todo y cada noche lo repasaba.
Manuela, yo no te quiero y no puedo esperar a ver si eso cambia
porque sé que no soy la misma persona. Sin los sentimientos que me produjeron
mis experiencias pasadas, yo no soy el mismo. No puedo quedarme contigo y
probar si lo nuestro funciona, porque ya lo he intentado durante las últimas
semanas. El resultado es que he encontrado mujeres que me han atraído más que
tú.
Es muy duro lo que te digo, soy consciente de ello. Pero, si me
quedase, sabiendo que esto es así, te estaría engañando y, a partir de ahí,
ninguna relación puede crecer. Es por eso que he decidido irme. Lo mejor es que
empecemos nuestras vidas de nuevo por separado. Irónicamente, el experimento no
sólo me ha dado una nueva vida a mí, sino a ti misma.
Espero que sepas entenderlo y perdonarme.
Sé feliz.”
TELEPORTACIÓN
ResponderEliminarNati Escoda Sancho (martes, 06. noviembre 2012 16:11)
Una novela que "engancha" desde el principio y va aumentando hasta crer que intuyes el final...
Sorprende por lo tanto "otro" más original y a la vez más creible.
Felicito al autor y desde aquí lo animo a seguir para así tener la oportunidad de compartir sus inquietudes y poder "ver" con sus acertadas descripciones el entorno,la trama y los personajes.
Una mención especial en la introdución del capitulo sexto, aquí el alma del poeta se deja llevar para regalarnos todo su esplendor.
Felicidades para el autor y también por el medio que nos ha permitido "encontrarlo"
¿Para cuando el próximo?
ResponderEliminarAntonio García Hernández (miércoles, 07. noviembre 2012 17:58)
Gracias, Nati, por tu comentario. Siempre anima a seguir con lo que uno hace que le den su opinión, aunque esta sea una crítica. Las críticas han de tomarse, siempre, de manera constructiva y como un aliciente para seguir escribiendo, pues eso significa que te han leído.
Me alegro, asimismo, ver que os he podido transmitir mis reflexiones, inquietudes y observaciones, ya que de eso se trata el arte, de transmitir.
¿El próximo? Ya está en marcha. Es la historia de un pobre burrito...