ÉRASE UNA VEZ: Teoría de la novela - 2, por Melquíades Walker – Agosto 2012
“La novela es el más hospitalario de los
anfitriones, atrae a escritores que ayer hubieran sido poetas, dramaturgos,
panfletistas o historiadores. De este modo, la novela como la llamamos todavía
con una tal sobriedad lingüística, se disocia en libros que no tienen en común
otra cosa que este nombre único e insuficiente.”
Virginia Woolf
El lector que se
deja atrapar por la lectura de una novela penetra en un mundo distinto a su
realidad cotidiana y forma parte de una vida paralela que le va formando igual
que la real, por lo que podemos afirmar que tras la vuelta de cada realidad
leída, algo ha cambiado en nosotros.
En
toda novela existe un hilo conductor creado por el escritor con el cual nos
involucramos y al cual nos aferramos para seguir todas las peripecias y
vicisitudes en las que vamos a participar, por ello mismo, aunque ese hilo conductor
surge del yo del creador, nosotros lo hacemos nuestro y somos nosotros mismos
quienes vamos creando la historia a medida que avanzamos párrafo a párrafo.
Sin
embargo el tratamiento de ese yo ha ido evolucionando a lo largo de los tiempos
y así tenemos que los primeros narradores no conocían el enfoque psicológico
del protagonista, por lo que el yo se construía a base de acción, a partir de
la cual aparecía el individúo aislado, el héroe, que se oponía a la monotonía
repetitiva de lo diario y normal. Sin embargo, en siglos posteriores va
surgiendo el escepticismo en el resultado de las acciones, y ya lo bueno no
siempre lleva a la perfección ni lo malo siempre es castigado, con lo que
aparecen otros factores que pueden enriquecer el resultado del protagonista, el
cual ya no es dueño de su destino y ello conduce al pensamiento y a la
evolución mental. Con Richarson y su descubrimiento de las cartas como elemento
constructor de novelas son los sentimientos los actores y toda personalidad
puede ser definida a partir de ellos. Y andando, andando, llegamos a la
paradoja de la introspección y a la búsqueda de la verdad no en lo que nos
rodea, sino en aquello que contenemos y si con Proust vamos detrás del fantasma
del tiempo perdido, con Joyce pretendemos aferrarnos a un presente que
irremisiblemente vamos a perder, lo que nos conduce al instante de Kafka, el
átomo de tiempo en que respiramos y vivimos y que es el único instante de
nuestras existencias en que podemos asegurar que existimos.
Novelas
pueden haber de muchos tipos y formas, existiendo, por ese motivo, infinidad de
clasificaciones que, más que aportarnos algo positivo, servirán para dispersar
nuestra concentración de lo realmente importante: el génesis.
Una
novela es como un edificio, si éste está bien diseñado, con una arquitectura
bien integrada y armoniosa, donde cada elemento que lo componga tenga una
funcionalidad y sea esencial, al mismo tiempo que se relacione con el resto en
una perfecta solidaridad de totalidad, será una construcción sólida y válida.
Así pues, podemos asegurar que una novela debe tener, desde el principio, dos
virtudes: la funcionalidad de sus elementos y un planteamiento de totalidad.
Muchos
son los que dicen que la novela quiere parecerse a la vida, pero que sus leyes
no son las de la vida, lo cual nos lleva a una dialéctica de posiciones
enfrentadas, como la de Baquero Goyanes y la de François Mauriac:
“La novela
parece el género literario más ligado a la vida, por cuanto trata de reflejarla
con mayor exactitud que los restantes, y por cuanto aspira a influir sobre ella
con suficiente intensidad”
“La lógica
humana que rige el destino de los héroes de novela apenas tiene nada que ver
con las leyes oscuras de la vida verdadera.”
Toda novela se
construye a partir de tres planos que se entrelazan, convergen, se distancian y
que, según el predominio de uno sobre el resto, le dará a la obra concluida una
característica u otra: narración, la construcción fraseológica preocupada por
la estilística; relato, la configuración estructural basada en la experiencia
narrativa, e historia, lo propiamente
argumental que pretende ser el reflejo de lo exterior y social.
Así
mismo, toda historia se compone de otros tres elementos: El tema, la materia
prima, las situaciones elementales y básicas, esos momentos mínimos que
llamamos motivos temáticos que le dan un fuerte temperamento e individualidad,
pero de cuyo uso debemos tener mucho cuidado y mimo evitando caer en los
peligrosos tópicos. La trama, que es el esqueleto sustentador de los diferentes
episodios sobre el que se van encadenando mediante el ensamblaje de la intriga,
la cual puede pluralizarse y aparecer en diferentes facetas que al final
deberán estar conectadas de nuevo al tronco central. Y el enfoque, la visión propia
que sobre el tema y la trama tiene el protagonista, el ángulo, la perspectiva,
la intención, como pueden haber diferentes personajes, también las visiones
pueden variar, así como el ejercicio narrativo, que puede presentarse como
omnisciente, protagonista o testigo, según su grado de implicación en los
hechos.
Y,
cómo no, la narración también posee tres elementos imprescindibles: Los
personajes, de quienes debemos saber siempre más de lo que decimos, así como
tener muy claro cuáles son sus relaciones entre sí y darles una funcionalidad a
cada uno. El espacio, real o ficticio, abierto o cerrado, pero siempre
apropiado para que se desarrolle la acción en él. Y el tiempo, en sus tres
aspectos, pretérito, presente o futuro, y en toda su capacidad elástica y
maleable.
Concluyendo,
para comenzar a escribir una novela no es imprescindible seguir unas reglas
preestablecidas, pero no estaría nada mal partir de dos supuestos: Si tenemos
el tema, tendremos que buscar al protagonista, que puede ser uno o varios,
también pensaremos sobre lo que les va a ocurrir en función del tema y qué tipo
de conflicto se va a desarrollar. Si en cambio lo que tenemos es el
protagonista, entonces deberemos buscarle un tema que le sea adecuado, los
motivos temáticos que mejor le encajen, el ambiente por donde se va a mover, la
época, sus relaciones con los otros personajes y su forma de expresarse.
Y
para concluir con este capítulo, nada mejor que de la mano de Ángeles Mastretta
que nos contará como fue la gestación de su novela “Mal de amores”:
“La primera vez
que pensé en ella, Emilia Saurí estaba sentada en el patio trasero de su casa,
dándoles de comer a unas gallinas inquietas y blanquísimas. Su falda recogida
dejaba ver unas piernas fuertes y largas como después las tuvo. Tenía los ojos
de almendras, amplia la palma de las manos, olía a sahumerio y a yerba clara.
Sobre su cabeza vagabundeaba una luna recién amanecida y una estrella crecía en
su entrepierna mientras su imaginación invocaba a un hombre con el que no dormía.
(…) Para fortuna
de ella y mía, Emilia Saurí nunca tuvo gallinas. La siguiente vez que la vi
dilucidaba sin tregua si era verdad o era que un sueño la había puesto a querer
dos hombres al mismo tiempo, con la misma vehemencia, con el intacto deseo por
uno y otro, sin más dolor que un enigma de horarios y amaneceres. ¿Cómo se
puede querer a dos hombres y hacerse al ánimo de amanecer sólo con uno? Emilia
Saurí se daría este problema y otros le iría dando la vida que se me fue
ocurriendo a partir de la tarde en que sus padres la engendraron por fin, tras
mucho irla buscando (…).
Empecé a
escribir la novela para Emilia Saurí casi un año después de verla y
ambicionarla por primera vez. Era enero de 1993. Decidí que naciera justo cien
años antes porque quise pensar la vida en esos tiempos.”
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