REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Manual práctico para un desagravio, por Vicent M.B. – Agosto 2012






La abuela Consuelo decía que sin miedo estamos condenados a la barbarie. No recuerdo exactamente qué expresión utilizaba, y desde luego no incluía "barbarie", que le debía sonar demasiado bolchevique. Pero sí enfatizaba la necesidad del miedo. En su caso, obviamente, miedo de Dios. Temor de Dios. En una visión católica de la vida, como la suya, y como la mía por muy ateo que me proclame, es imprescindible que haya temor a algún tipo de represalia. Las tierras en las que no hubo reforma protestante llevamos ese concepto muy a gala. Solo Dios y la historia nos juzgarán. ¿Tú quién eres para decirme nada a mí?

Así nos luce el pelo.

Fijadas así las reglas del juego vital, cabe esperar de los ciudadanos y sus dirigentes una moral, una ética. Si ella falla, cabe esperar que tengan temor de algo. Como los asuntos del Altísimo no son de este mundo, y hay que dar al César lo que es del César, es requisito imprescindible que se tenga, al menos, respeto por la Justicia. Miedo a las consecuencias legales -civiles o criminales- de los propios actos. Sed Lex, Dura Lex. Pero la Justicia está podrida, copada por los mismos amigos de los ladrones, con quienes compadrean.

Y claro, nadie tiene miedo de sus amigos.

Con lo que, llegados a este punto, solo cabe que los gobernantes tengan miedo del pueblo. No he dicho respeto. He dicho miedo. Físico y psicológico. Tienen que saber que, al salir a la calle, la gente los mirará con desprecio. Los insultará, escupirá al suelo o tal vez un poco más arriba. Habrá intentos de agresión susceptibles de consumarse.


Escenario#1


Hace unos días, nos rascamos el bolsillo y acompañé a una persona especial a celebrar su cumpleaños a un restaurante donde sirven un arroz a banda espectacular. Yendo al servicio descubrí con sorpresa a un consejero del gobierno autonómico detrás de un biombo que hacía las veces de reservado, sentado a una mesa llena de cáscaras de marisco. Volví a mi sitio y pedí la cuenta. No, no quiero postre ni café. Y el arroz estaba muy bueno, pero me he hinchado y no me apetece más. Sal a la calle guapa, espérame en el coche.

Y con la dignidad que me otorga el saberme estafado, me levanté, saqué el carné de identidad y me lo puse en el bolsillo de la camisa, a mano. Cogí la copa de vino tinto, pasé detrás del biombo y le arrojé el contenido a la cara al consejero. Al ver su expresión, vi que yo estaba más sorprendido que él. Con los brazos abiertos, se miraba la camisa evaluando los daños. Parecía que se lo esperaba. Tenía esa cara, mezcla de resignación y mala uva tersa, que tiene un padre cuando su bebé le regurgita la papilla en la corbata. Y entonces, mientras sus compañeros de mesa reprimían fingidos conatos de respuesta al verme la cara, el politicastro levantó por fin la mirada y pude ver ante mí un hombre desarmado. Su mirada no era fiera, ni desafiante, ni sorprendida. Tenía un punto de resignación.

Tiempo atrás, cuando todavía creía poder encontrar un mínimo de decencia en la clase política, hubiera pensado que la había tomado con uno de los pocos honrados que quedaban en el gobierno. Ahora mismo, todavía no sé qué pensar.


Escenario#2


Me lo contó hace años el padre de un amigo, economista de una caja de ahorros, y me lo confirmó poco después un lugareño muy intoxicado en una verbena. En un pueblecito de mi provincia una banda de albanokosovares (o al menos esa nacionalidad se les atribuía, seguramente porque no hay ninguna otra que suene tan fiera) con armamento de asalto había entrado a la Sección de Crédito de la cooperativa, que en la práctica funcionaba como sucursal de la Caja Rural. Tras el saqueo, la central decidió suprimir la oficina. El mantenerla en aquel pueblo de menos de doscientas almas se consideraba parte de la obra social de la entidad, pero el golpe había consumido los recursos necesarios para sostenerla durante al menos tres años, así que desde ese momento la atención al público se quedaría en que un empleado de tres pueblos más allá abriría la oficina una hora y media dos días por semana.

Todavía no había acabado ese año cuando la misma banda -o una muy parecida- quiso dar otro golpe en un pueblo de la misma comarca de interior, miserable y depauperada. Será que los balcánicos están acostumbrados al mal tiempo, así que lo hicieron un día de lluvia. No contaron con que, precisamente porque era un día lluvioso de invierno, el bar estaba lleno de jubilados y labradores almorzando carne a la brasa con ajoaceite mientras esperaban que escampara para ir a coger caracoles. Y uno que salió a fumarse el puro a la calle vio algo raro en ese furgón enorme que paraba delante de la Caja. Así que cuando los atracadores salieron, se encontraron a una nutrida cuadrilla de hombres del pueblo apostados en la calle con la escopeta cargada, la mejilla derecha apoyada en el cañón y el ojo izquierdo cerrado. Y uno de ellos, que tal vez por ser hermano del alcalde se sintió con legitimidad, explicándoles a gritos con la gorra calada hasta las cejas los términos de la negociación.

-Es fácil. Vosotros sois cuatro y nosotros veinte. Delante, detrás (hizo una pausa señalando un balcón con el codo izquierdo) y arriba. De los nuestros caerán unos cuantos. Pero de vosotros no sale uno vivo. Así que el dinero en el suelo y arreando.

Sonó tan convincente que ni tuvo que molestarse en traducirlo del valenciano. Aquellos mercenarios, veteranos de las últimas guerras europeas, dejaron las bolsas en el suelo y, sin tiempo de levantar aquellos fusilones con nombres de ingenieros soviéticos, se metieron en el furgón y se largaron.

Seguían teniendo oficina bancaria.

Hasta que hace tres meses las mismas armas, aunque dentro de sus fundas por aquello de guardar un poco las formas, formaron a las 4 de la tarde en la puerta en el mismo silencio de sus dueños, víctimas de una estafa no reconocida como tal bajo un producto demasiado parecido a las preferentes. Mientras, la Guardia Civil escoltaba al empleado que los había llamado alarmado.

-¡Que me linchan! ¡Que están en la puerta y con las escopetas!

-¿Le están disparando?

-No, las tienen sin montar.

-Entonces tranquilo, que solo es por amedrentar.

Y tanto amedrentaron que la oficina, esta vez sí, cerró para siempre.


Escenario#3


Calculé que con quince personas sería suficiente. Y sin embargo, me equivoqué. Solo los 11 amigotes del equipo de fútbol sala, convenientemente animados tras las cervezas del día de partido, bastaron. Una plantilla de serigrafía y dos sprays de pintura de colores por cabeza. Una horita de acción a la medianoche de un día de otoño entre semana. Y al día siguiente es difícil que un ciudadano de una pequeña capital de provincias pueda siquiera bajar a comprar el pan sin leer en una esquina "Dies Irae Dies Illa" en una elegantísima tipografía helvética.

Un comentarista político nos tachó con sorna de "estupendos" en una tertulia de la radio progre, preguntándose si pensábamos que el pueblo iba a entender una referencia que, en la miseria intelectual en la que vivimos, se podía considerar de alta cultura. Nos la suda que el pueblo la entienda o no: lo hicimos para ver si conseguimos, al menos, acojonar a algún alto cargo. Aunque tal vez el único que lo pueda captar sea el subsecretario de cultura, el decano de Derecho y el deán de la concatedral.


Escenario#4


Entrañable por la imposibilidad de presenciarlo en otras latitudes. Manifestación de proveedores impagados, algunos por más de dos años, en la puerta de la Diputación. En la reunión de coordinación se acuerda, para hacer más visual la protesta, llevar alguna herramienta de trabajo. Hay científicos con impagos a sus proyectos vistiendo batas. Suministradores de material escolar que montan un proyector. Albañiles blandiendo ladrillos y paletas que amenazan con tapiar algo. Y cuando empieza a aparecer la tensión entre manifestantes y policías, se oye un claxon atronador. Un camión derriba dos bolardos y entra en la plaza. Es un camión de ganado. De ganado bravo. De un ganadero al que se le adeudan tres años de festejos populares. Entre vítores maniobra hasta encarar la parte trasera del camión con la puerta principal. Se oyen cencerros y pateos nerviosos dentro del vehículo. El motor se para y el conductor abre la puerta, se encarama al techo en un salto, camina hasta la parte posterior y mientras pide a berridos que se aparte todo dios empieza a abrir candados.


Escenario#5


Dígaselo con flores.

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