EL SUEÑO DE UN VIAJANTE: Capítulo 5, por Antonio García Hernández – Julio y Agosto 2012
Cuando el doctor Alejandro Villar atravesó la puerta de su antiguo laboratorio de la mano de un nuevo chimpancé, encontró a la doctora María Nikopolidis escuchando la música de Credence Clearwater Revival mientras trabajaba. El sonido inundaba todo el espacio del laboratorio como repleto por una nueva luz. Alejandro lo recordaba bien, no hacía tanto que se había ido. Aparte de las nuevas pertenencias de la recién incorporada, todo seguía en su sitio. Y, sin embargo, todo parecía distinto con aquella música sonando. La sala, principalmente blanca, se sentía más viva. Los compases invadían el laboratorio como una niebla cálida.
La doctora
Nikopolidis parecía estar bien concentrada, alternando entre los artículos que
tenía esparcidos por la mesa y el teclear algo en el ordenador. Pero, además,
¿estaba bailando? Sutilmente parecía moverse al ritmo de los compases que
salían de los altavoces del ordenador. Alejandro se quedó un momento parado, estático,
hechizado por esa música agradable e hipnotizado por aquellos apenas
apreciables vaivenes del cuerpo de su nueva compañera .
Enseguida, ella
reaccionó y, sonriendo, fue a saludar al recién llegado. En su camino, sin
embargo, se percató de la presencia del simio que el doctor Villar traía
consigo. No pudo evitar corregir su dirección y agacharse a saludar primero a aquél:
-
Así que aquí estás, pequeño. Tú y yo tenemos mucho trabajo por delante.- Y le
pasó la mano por la cabeza. El monito le agradeció el gesto, mostrándose
juguetón.
Era un chimpancé
de mediana edad, de unos 20 años. Parecía estar en unas condiciones magníficas
de salud y era atlético, tal vez procedente de un buen circo o de un zoológico
con mucha actividad. Se notaba muy sociable y con algo de “sabiduría” previa:
pareció decirle algo en lenguaje de signos cuando ésta lo saludó. A la doctora
Nikipolidis le cayó bien enseguida.
-
¿Cómo se llama?- Le preguntó a Alejandro aún sin mirarle, jugueteando con el
simio.
-
Se llama Hermann.- Respondió el doctor Villar con un aire melancólico.
-
¡Qué extraño nombre! Pero me gusta. Es como el compositor, Bernard Herrmann.
¡Hola, Herrmann!
Alejandro se
sorprendió por aquella relación. En realidad, no tenía ni idea de a quién se
refería.
-
Me dijeron que su cuidador, cuando no estaba con los animales, se pasaba el día
leyendo. Supongo que, más bien, el nombre es un homenaje al escritor.- Se
apresuró en puntualizar.
Ella pareció
hacer caso omiso a las palabras del doctor. Pero se levantó para saludarlo, al
fin.
-
¡Hola, me llamo María!- Y le regaló una amplia sonrisa a Alejandro.
-
Eh… hola…- El doctor Villar titubeó un poco, abrumado ante el desparpajo de
aquella chica. Intentó terminar la frase.- Sí, te conozco, Manuela me ha
hablado de ti. Yo soy Alejandro.
-
Sí, Manuela también me ha dicho que vendrías. Me alegro de que ya estés aquí,
porque tengo algunas dudas y asuntos que comentar contigo.
Alejandro
asintió y, sin dilatar más la bienvenida, fueron a ponerse manos a la obra. Él
fue a dejar al simio en su jaula, poner el letrero con el nombre de éste, dejar
de nuevo sus cosas en la mesa y ocupar un ordenador. Mientras iba hacia la
jaula que ahora habría de ocupar Hermann, se descubrió a sí mismo mirando casi todo el tiempo a la doctora Nikopolidis.
Él hubiese dicho en un primer momento que aquel tipo de mujer no le habría
llamado la atención, pero su manera de dejarse llevar por la música y su
brillante sonrisa lo cautivaron. “Estúpido”, se dijo a sí mismo para
castigarse. E intentó centrarse en sus tareas.
Durante las
siguientes semanas, el doctor Villar y la doctora Nikopolidis trabajaron para
llevar a cabo el objetivo de teletransportar al simio y poder realizar el
trasvase de memoria con éxito. En el laboratorio los días pasaban rápido y los
dos investigadores se sentían cada vez más motivados con el proyecto. A pesar
de las horas que se pasaban allí, en aumento, no se sentían presionados o
atados, sino que lo hacían de buena gana. A decir verdad, se entendían bastante
bien. Ella le pedía permiso a él, que no tenía costumbre, para poner su música.
Contrariamente a lo que el joven doctor pensaba en un principio, la música de
fondo le animaba en la tarea y ella tenía buen gusto para elegir la adecuada a
cada momento. Se divertían trabajando.
Alejandro se
encargaba, sobre todo, de entrenar al chimpancé, aunque estaba muy pendiente de
los avances de María y la asesoraba cuando ella tenía alguna duda, especialmente
en lo referente a la teleportación. Según las palabras de la propia doctora,
esta ocasión se distinguía de las demás en que, durante los experimentos
anteriores que ella había hecho, se consideraba el cerebro del animal en
perfecto estado. En este caso, aunque la estructura atómica fuese una réplica
exacta del sujeto, estaba claro que algo no habían tenido en cuenta. Su experiencia
le daba una idea de la solución, por supuesto, pero estaba deseando ponerla en
práctica.
-
Creo que os precipitasteis un poco al hacer la prueba con el simio- le
explicaba María a su compañero- e, incluso, con el resto de cobayas, según
opino yo. Aunque la estructura cerebral es idéntica, con todas las conexiones
sinápticas cuidadosamente copiadas y los factores neurotróficos también, la
memoria no sólo depende del mapa de las redes neuronales. Cada recuerdo activa
varias regiones de la corteza cerebral, pero una región puede utilizarse para
grabar o acceder a varios recuerdos. Por lo tanto, tener el mapa completo no
sirve si no se tiene la información de cómo se activan tanto la grabación como
el acceso al recuerdo.
Alejandro se
quedaba maravillado ante la comprensióny
conocimientos que demostraba en sus explicaciones. Era capaz de utilizar un
vocabulario sencillo, de manera que él entendiese los tecnicismos propios de su
especialidad, la neurociencia, y, dentro de su especialidad, su diminuto rango
de trabajo (los sistemas de procesado y almacenamiento de información en
homínidos superiores).
-
Lo que tenemos que hacer- continuaba María- es registrar cómo se relacionan
cada una de las zonas cerebrales cada vez que se accede y se graba un recuerdo.
Y, una vez hecha la teleportación, volver a “recordarle” al cerebro cómo solía
funcionar como conjunto. Es decir, volveremos a enseñar al cerebro.
-
¿Lo que estás tratando de decirme es que olvidamos añadir cierta energía al
sistema y que ésa es la causa del “sobrante” en la teleportación, que se
manifiesta como el polvo blanco?
-
Bueno, yo no sé a qué se debe exactamente el polvo blanco ni si la energía
residual podría traducirla vuestra máquina como algo sólido. Yo sólo digo que
sí, desde un punto de vista físico, os faltó introducir una parte de energía al
sistema.
-
Me preocupa un poco.- comentó el doctor Villar apesadumbrado- No quiero que
esta vez fallemos.
-
Oye, te noto algo tenso cada vez que sacamos este tema.- la doctora Nikopolidis
trató de animarlo- ¿Qué te parece si salimos a tomar algo un día de éstos? Nos
pasamos la vida aquí y creo que nos meremos algún descansito.
A Alejandro no
le desagradó nada la idea, le hizo sentirse un poco más libre de la tensión que
le producía a veces recordar las experiencias pasadas. Aceptó el ofrecimiento.
En casa, Manuela
se deshacía en cuidados hacia Lucas. La debilidad progresiva que éste iba
mostrando desgarraba poco a poco el corazón de su esposa. Lo trataba como un
objeto delicado, como si fuese de cristal y en cualquier momento pudiese
romperse por culpa suya. Quizás era eso lo que ella temía, la culpa. Un
sentimiento de responsabilidad recaía en sus hombros. Si, durante este tiempo,
hasta que llegase la hora de llevarlo al laboratorio, le ocurriese algo a su
marido, sentiría que ella misma había actuado imprudentemente y que, por tanto,
era responsable.
Lucas se daba
cuenta de ello. Las atenciones que recibían eran, en ocasiones, excesivas.
Alguna vez tuvo incluso que quejarse por el agobio al que era sometido. Conocía
a su mujer, sabía la carga que se había autoimpuesto e intentaba tener
paciencia con ella. Por otro lado, no recordaba cuándo habían compartido tanto
tiempo junto. Así, un día, algo más despierto que de costumbre (los
medicamentos a veces lo dejaban un poco atontado), viendo el agobio de su mujer
por tenerle cómodo, le dijo a Manuela:
-
Hemos pasado los mejores momentos de los últimos diez años juntos. Menos mal
que sólo hemos necesitado que llegase un cáncer terminal.
-
No entiendo cómo puedes tener humor para estas cosas.- Le contestó ella airada.
-
Perdida la esperanza, es lo único que me queda.- Y sonrió cálidamente.- Evitar
mencionar que voy a morir no hará que el trago sea menos doloroso. Yo ya lo he
asumido y es lo mejor que he podido hacer para no pasarme las últimas semanas
de vida amargado.
Manuela
comprendió lo que decía, pero ella aún no había aceptado la posibilidad de que
aquello fuese inevitable. Pronto tendría que revelarle a Lucas sus planes,
aunque había decidido esperar hasta que todo fuese más seguro.
Él entendió la aflicción de ella:
-
Está bien, la próxima vez me buscaré una excusa menos rebuscada para pasar
tiempo contigo.
Ella lo miró con
lágrimas en los ojos y soltó una carcajada inesperada. Abrazó a su marido y la
improvisada alegría, poco a poco, se transformó en amargo llanto. Una nube
pareció ocultar el sol fuera de la casa, porque Lucas tuvo la impresión de que
la luz en la habitación, que entraba por la ventana, disminuía de pronto.
Abrazó con fuerza a su mujer y esperó a que se calmase.
Era un miércoles
cuando María y Alejandro decidieron salir a tomar algo. El día había sido
demasiado espeso para ambos y pensaron que un poco de aire les vendría bien.
Hermann estaba revuelto (¿por la luna llena?, se preguntaba Alejandro) y el
doctor no conseguía que éste le prestase atención. Se sintió frustrado. Por su
parte, la joven doctora, no conseguía encontrar el modo de enviar los impulsos
eléctricos al cerebro del espécimen usando las cabinas diseñadas por la doctora
Gracia y su ayudante. La desesperación que surge de la impotencia por no poder
conseguir lo que uno se propone, invita a abandonar el trabajo, rendirse a los
brazos de la procrastinación y olvidarse hasta el día siguiente. Sólo en tal
caso, la falta se puede perdonar.
Decidieron ir a tomar unas cervezas mientras tomaban
unas tapas y unas raciones para llenar el estómago. El alcohol y la comida
siempre avivan el entusiasmo de la lengua y estuvieron hablando un buen rato.
Hablaron de cine y de música, de libros y de astronomía.
- La música tiene la capacidad de cambiarte el estado
de ánimo.- Le comentaba María a Alejandro- El ritmo de la canción sincroniza tu
corazón y tienes la sensación de que, como un diapasón, lo entona al son de
aquélla.
Alejandro percibió un brillo en los ojos mientras ella
hablaba. La primavera llegaba a su fin y la noche se había vuelto agradable. El
joven doctor olió en el aire la llegada del verano, ese aroma seco a flor
marchita que la noche refrescaba.
- Sí, lo entiendo.- Respondió él- He oído a los demás
decir eso. Sin embargo, yo no soy capaz de sentir lo mismo. Quizás es que debo
instruir mi oído o mi manera de escuchar la música. A mí, lo que me ayuda con
los estados de ánimo, es la lectura. En los libros encuentro una fuente de agua
fresca, que me relaja y me ayuda a pensar. Sólo ellos consiguen evadirme de esa
manera, apartarme de los sentimientos y, con el fluir de las palabras,
reconducirlos hasta llegar a un embalse más calmado, reflexivo. O bien,
alterarme y dejarme llevar por infinitas ensoñaciones, historias y
posibilidades que me plantean sentimientos y sensaciones que se me hacen
difíciles de imaginar por mí mismo. Sin duda, la lectura ha hecho de mí lo que
soy ahora… No sé si me estoy explicando bien.
- Por supuesto, te sigo.- Se apresuró a contestar
ella.
Y así continuaron hablando hasta que terminaron de
comer y decidieron irse a otro sitio. Sería la hora en que Cenicienta debía
regresar a casa, pero eso no les preocupaba. Encontraron un lugar cómodo para
charlar. Era un pub estilo irlandés, con mesas, sitio para sentarse, buena
música y cerveza y otras bebidas espirituosas en abundancia. El nombre del pub
era Hannigan’s.
Bebieron unas cuantas pintas cada uno, de esa cerveza
negra en la que puedes escribir tu nombre sobre la espuma. Los ánimos de ambos
jóvenes subían como el gas denso de esa bebida que estaban tomando. Hablaban y
reían y, sin quererlo, se tocaban la mano o se daban pequeños empujones. O tal
vez sí querían hacerlo.
- ¿No crees que la doctora Gracia ha perdido un poco
la perspectiva, que se ha dejado llevar por la desesperación? No me mires así,
es sólo una pregunta. Tú la conoces mejor.
Él, alentado por el alcohol, contestó con toda
naturalidad, como si estuviese hablando de ciencia:
- Pienso que ha descubierto lo importante que había en
su vida. Ha pasado muchos años en ese laboratorio con el fútil objetivo de
conseguir la teleportación. Y ahora la realidad le ha obligado a replantearse
lo que más quería, recordar las prioridades olvidadas. Ha sido un modo un tanto
brusco, pero quizás era lo único que podía sacarla de su obsesión. Tan sólo ha
cambiado una obsesión por otra. Creo que Lucas tiene mucha suerte. Y ella,
también.
- Entiendo lo que dices, aunque no sé si podría llamar
suerte a tanto sufrimiento.- Toda la cara de Alejandro se retorció hasta
convertirse en una interrogación en sí misma, así que María continuó con su
argumentación- No creo en el compromiso ni en la monogamia. Creo que el hombre
y la mayoría de las especies son polígamas por naturaleza y que la monogamia es
un invento de la sociedad. Las parejas se acaban rompiendo porque va contra
natura. Es un método de control: constreñirles lo máximo posible para dejarlos
mansos como corderos y que los gobernantes hagan y deshagan a su antojo.
- ¿Cómo explicar, entonces, que algunas especies, como
las orcas o los pingüinos, mantengan la misma pareja durante toda la vida?
- Esas especies puede que sí.- la doctora Nikolpolidis
le hablaba con la seguridad de alguien que se hubiese informado- Como he dicho,
son la mayoría. Pero, por ejemplo, sólo el 3% de toda la comunidad mamífera es
monógama.
- Eso no tiene por qué incluir a la especie humana.-
se apresuró a argumentar Alejandro.
- Cierto,- respondió ella- pero tampoco la descarta.
Hubo una especie de acuerdo tácito de no agresión
mientras ambos se tomaban unos instantes para pensar en lo que habían hablado.
Aguantaron la mirada unos segundos, que se convirtieron en horas, y después la
apartaron para quedarse cada uno con sus reflexiones.
María tomó la iniciativa para dirigir la conversación
hacia donde le convenía:
- Si crees en las relaciones monogámicas, ¿por qué no
tienes una novia ahora?
- Alguna vez he tenido..,- Alejandro levantó la mirada
para fijarla en el infinito- pero ahora no estoy para compromisos.
María entrecerró los ojos ante tal respuesta. Él se
dio cuenta de ello y se preguntó si estaría sospechando alguna cosa. Al poco,
volvió a su cara de amabilidad habitual, aunque, en esta ocasión, el joven
doctor percibió una especie de ansia encubierta cuando le preguntó:
- ¿Eso significa que sí estarías dispuesto a un affaire?
- Supongo que sí.- Respondió él, dándose cuenta de que
nunca se había planteado aquello.
Hubo apenas un instante de silencio.
- ¿Qué te parece si nos tomamos la última en mi casa?-
Insinuó la doctora Nikopolidis.
El doctor Villar se sorprendió un poco ante dicha
proposición o tal vez lo fingió. La miró a los ojos, grandes y negros como el
más profundo abismo. Y sintió que caía en ellos sin remisión. Una vez en el
fondo, se vio incapaz de rechazar la proposición. Aceptó y se fueron juntos de
aquel pub.
Un par de semanas más tarde, Manuela se encontraba
adormilada en el sofá de su casa. Había sido una mala noche para Lucas, pero
ahora se había conseguido echar una siesta por fin. Para no despertarle ni
molestarle lo más mínimo, ella decidió irse al salón. El calor de junio se
notaba agradablemente como los brazos de una madre acunando a un hijo. A pesar
de la luz, el cansancio y la temperatura invitaron a la doctora a dejarse
llevar a los terrenos de Hypnos, como su marido.
Serían cerca de las seis de la tarde cuando sonó el
teléfono. Todavía un poco atontada y casi enfadada por haberla despertado ahora
que conseguía dormirse, Manuela contestó el teléfono. Al otro lado, se oía la
voz del doctor Villar que, algo exaltado, le comentaba a la doctora que ya
estaban preparados para llevar la prueba a cabo. Al oír esto, la doctora Gracia
se despertó dando un salto del sofá:
- ¿Cómo?¿Ya tenéis toda la información de los
recuerdos del simio?
- Eso parece.- Se limitó a contestar con toda
tranquilidad el doctor.
- ¿Cuánto habéis tardado?
- Alrededor de unas cuatro horas y media.
- Es un tiempo aceptable.- Respondió Manuela mientras
echaba algún cálculo mental.- Bien, pues que sea mañana por la mañana… digamos
a las 11.
Por la mañana, Lucas había dormido de un tirón desde
la tarde anterior, algo completamente inusual. El buen tiempo parecía sentarle
bien y Manuela confió en dejarle a cargo de una enfermera contratada por horas.
Él no tuvo ningún reparo, dadas las energías que había parecido obtener del
sol, como un supermán. Aunque no podía alejarse mucho de la cama y apenas
ponerse en pié, para él era como si pudiese caminar de nuevo. Tal vez no podía
caminar con los pies, pero sí podía hacerlo con la cabeza. Tener al menos la
mente para recorrer, aunque sea los intrincados laberintos de nuestros mundos
internos, es semejante a volar si también tienes impedido el cuerpo. Máxime
cuando notas la diferencia entre discurrir bien y la falta de razonamiento por
efecto de las drogas.
En cuanto llegó al laboratorio, la doctora Gracia
insistió en empezar con el experimento cuanto antes. Apenas parecía reparar en
nada de lo que le comentaban y, muchas veces, respondía con monosílabos. Lo
único en lo que se fijó fue en el nombre del chimpancé. “Hermann,”- pensó- “muy
apropiado, como el profesor Ebbinghaus”.
Hasta que no llegaron a la sala de las cabinas,
Manuela estaba metida en su mundo, pensando en cómo organizarlo todo si el
experimento tuviese éxito. Alejandro la vigilaba, algo preocupado y, quizás,
también nervioso. La miraba de vez en cuando, tratando de adivinar su estado de
ánimo.
El doctor Villar y la doctora Nikopolidis fueron los
encargados de preparar la instrumentación: poner a punto los sistemas de
energía, comprobar las bombonas con los elementos químicos necesarios, repasar
el estado de las cabinas. La doctora Gracia se encargó de conducir al simio
hasta su sitio dentro de uno de los módulos.
Cuando hubo terminado, se acercó a su más reciente
ayudante:
- Me dijiste que habías desarrollado un método para
realizar el trasvase de memoria durante la materialización en la cabina
receptora. ¿Cuánto tardará?
- Oh, muy poco.- María se mostraba orgullosa ante tal
pregunta- Lo complicado es recoger la señal de los recuerdos. Una vez que hemos
elaborado el mapa de su comportamiento cerebral, partimos de las
funcionalidades de la cápsula para que, al materializarse, se induzcan las
corrientes eléctricas que vuelvan a grabar los patrones de recuerdos en las
redes neuronales. El proceso es inmediato (al menos para la capacidad de
reacción de un cerebro homínido).
Manuela se sorprendió por aquella explicación y creció
en ella un ansia casi incontenible por ver cómo se resolvería el experimento.
Le dio las gracias por la explicación y se pusieron a ultimar los detalles.
Cuando todo estuvo preparado, la doctora Nikopolidis y
el doctor Villar esperaron la aprobación de su jefa. Ella hizo un ademán de
confirmación y Alejandro miró a los ojos a Hermann, deseando que todo fuese
bien en aquella ocasión. Por algún extraño motivo, confiaba en que fuese así.
El usual zumbido de la cápsula comenzó suave, iba en
aumento progresivo hasta que resultaba ser algo molesto. En ese momento, el
joven doctor deseó que el ruido fuera sustituido por alguna de las canciones
que había escuchado en el laboratorio con María. La miró un instante y
descubrió que ella estaba haciendo lo recíproco. En realidad, todos cruzaron
miradas inquietas, aunque Alejandro aguantaba un rato más al pasar su vista
sobre Manuela.
El chimpancé, tranquilo en su jaula gracias a la
rutina que habían ensayado en tantas ocasiones, desapareció súbitamente. Al
otro extremo de la habitación, apareció de nuevo, en perfecta forma, al menos
física. Por un momento, hizo un extraño movimiento o, para ser exactos, no hizo
nada: se quedó parado, en la misma posición en la que había sido teleportado,
inmóvil cual estatua griega, con la vista clavada en el suelo. A los pocos
segundos, pareció reaccionar, levantó la vista y miró al resto de homínidos de
la sala. Luego, pareció inspeccionar el lugar.
El doctor Villar salió corriendo hacia Hermann. Cuando
llegó a su altura, le saludó. El chimpancé respondió y el doctor se empezó a
emocionar. Alejandro le hizo otra pregunta y el simio volvió a responder. El
ayudante de laboratorio se arrodilló sin pensarlo para abrazar al animal.
Al poco, llegaron las mujeres. María rió orgullosa,
satisfecha por el trabajo. Manuela, por su parte, lloró de alegría. Era la
segunda vez que el doctor escuchaba sus gemidos, aunque la primera vez que la
veía. No obstante, en esta ocasión se alegró por ella. A su jefa le inundó una
esperanza de signo imborrable.
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