EL DIARIO DE ANA: Alegoría de La lentitud, por Ana L.C. – Agosto 2012
Cuando recibí la
llamada de mi prima María serían sobre las diez de la mañana. Era un día gris y
frío que invitaba al arrebujo en el sillón y al abandono del paso del tiempo
sin más dejándose mecer por la candencia de la lluvia fina, pero constante. “¿Tienes mucho trabajo hoy?” Preguntó. “Siempre hay trabajo, pero nada que no puede
aplazar por un rato. ¿Por qué?” “Porque en media hora vas a recibir una visita
de mi niño.” “¿Ocurre algo?” Ella se mantuvo unos segundos en silencio. “Tiene algo que decirte y quiere hacerlo
él.” Después la conversación se desvió hacia los formalismos habituales
negándose en todo momento a desvelarme de qué se trataba…
Iván,
su niño, nació cuando María sólo tenía dieciséis años y pronto supo que era
diferente. Carlos, su pareja, otro chaval inexperto en las lides patriarcales,
no tuvo la suerte de ver crecer a su hijo porque se lo impidió un momento de
velocidad imprudente en una de esas curvas que de vez en cuando nos planta la
vida ante nuestros morros, por lo que tuvo que ser ella sola quien apechugara
con la carga de un futuro bastante incierto entre sus brazos. Aunque, la
verdad, siempre estuvo acompañada en ese camino por toda la familia que en
ningún momento dio un paso atrás.
Iván
era un niño de ojos almendrados color aceituna cuya mirada se colgaba con
frecuencia en el aire como ensimismada en la visión de algún fantasma de alas
blancas, entonces algún interruptor en su cabeza le desconectaba de la realidad
y todo se detenía. Su rostro era la viva imagen de la insensibilidad y no
respondía a estímulo alguno, sólo el ritmo de su pecho empeñado por su cuenta
en llenar y vaciar de aire unas entrañas ajenas a cualquier voluntad, te daban la
certeza de que no estabas ante una representación en piedra de la paz, el
sosiego o la calma…
Cuando regresaba
lo hacía despacio, sin ningún apremio, igual que si despertase de un sueño
placentero y reparador y seguía con lo que estuviera haciendo como si nunca lo
hubiese detenido. Todos pensamos que nunca hablaría viendo que su voz no
brotaba a pesar de tener más años de los necesarios para poder hacerlo, pero
una tarde de verano, justo poco antes del atardecer, sentado ante el estanque
de un jardín donde había estado observando durante más de una hora seguida el
gotear de un grifo mal cerrado, una onda cristalina igual que una campanilla
bien afinada surgió de sus labios para dejarnos a todos estupefactos: “Mariposa.” Su primera palabra,
perfectamente delimitada, adecuadamente pronunciada, no fue un monosílabo, como
hubiera sido lo esperado, ni tan siquiera las típicas “mamá”, “papá” o “agua”
que tanto caracterizan el vocabulario primario de los infantes, no, su primera
palabra fue la tetrasilábica “mariposa” y, como en un ensalmo, un hermoso
lepidóptero de albas alas de efímera transparencia, llegó volando con lánguidos
aleteos y descendió con tal lentitud que llegamos a pensar que el tiempo se
había detenido sobre su dedo índice donde reposó durante una eternidad… Sólo
habían transcurrido tres segundo, pero la sensación fue que todo se detenía
para poder observar aquel milagro con más detenimiento.
Tras
ese momento iniciático, descubrimos que no sólo era capaz de hablar, sino que
incluso poseía un bagaje de vocablos bastante poco común para su incipiente
edad, aunque en raras ocasiones dejaba oír el timbre de cristal de su vocecita
infantil. Esto le trajo muchos problemas en sus primeros años escolares, puesto
que se negaba a comunicarse con nadie y nunca respondía las preguntas del
profesor, a pesar de saber perfectamente las respuestas.
Ante
estos hechos, María decidió buscar la ayuda de personas más informadas y mejor
preparadas para esta problemática e Iván marchó a un centro especializado don
quedó como si nada, siendo su única muestra de apego materno el que tuvieran
que soltarlo de la mano de su madre a la cual parecía fundido, pero ni una
lágrima, ni un leve gimoteo… porque Iván nunca mostraba sentimiento alguno, ni
reía, ni lloraba, sólo se alejaba sin más por caminos insondables de los que
regresaba de vez en cuando.
Con
el tiempo todos aprendimos a medir nuestros impulsos y a modelar nuestro
comportamiento al ritmo marcado por la lentitud de mi sobrino, cuando éste
estaba presente, y cuando le hacíamos alguna pregunta, no respondía al momento,
pero teníamos la certeza de que su respuesta llegaría cuando él lo considerase
oportuno, lo que no dejaba de tener su gracia porque a veces ya no nos
acordábamos de la cuestión … A medida que el tiempo pasaba, Iván iba
desarrollando poderes ocultos de superhéroe que al principio asustaban, pero
que posteriormente fueron la sal de las fiestas familiares: un vaso que caía
irremisiblemente al abismo de su destrucción, pero que, justo antes de rozar
siquiera el polvo del suelo, aparecía la mano de un estático Iván y lo aferraba
presto para devolverlo con cuidado a su lugar original… O cuando le lanzábamos
pelotas y él no hacía nada por detenerlas, pero, de pronto, sin más, comenzaba
a atajar todos los disparos como si tuviera los brazos de un pulpo y la
velocidad del rayo… Y así, infinidad de cosas de ese calibre, sin embargo, la
más celebrada era su capacidad de calcular mentalmente: “treinta y siete por sesenta y ocho”, decía alguien y al poco se
oía su voz, ahora más madura: “Dos mil
quinientos dieciséis.” Y todos nos lanzábamos a la calculadora para
comprobar, asombrados, que era cierto, y éste era de los fáciles…
Pero normalmente
Iván vivía en otro mundo y nada de lo que ocurría en éste parecía afectarle.
María le miraba con un infinito desasosiego y, a veces, me preguntaba: “¿Crees que es feliz?” Y yo decía que sí
por decir algo, porque en realidad no estaba segura de que el chaval tuviera ni
tan siquiera capacidad para sentir algún sentimiento.
Sin
embargo, a lo largo del tiempo sacó sus estudios y encontró un trabajo,
humilde, pero remunerado, que ya es mucho decir, en el que tenía encantado a su
jefe pues no perdía el tiempo en nada, sólo se dedicaba a lo suyo y nada más
importaba… Y hasta este día gris y frío que invitaba al arrebujo en el sillón y
al abandono del paso del tiempo sin más dejándose mecer por la candencia de la
lluvia fina, pero constante, en el que recibí la llamada de mi prima sobre las
diez de la mañana.
Media
hora después, con una puntualidad meticulosa, otras de sus virtudes, o
defectos… no lo tengo muy claro, mi secretaria me avisó que tenía la visita de
dos jóvenes. Yo misma me apresuré a abrir la puerta y allí, ante mí, enmarcado
por la luz del exterior, apareció un Iván joven, guapo, más maduro pero con
esos ojos almendrados color aceituna cuya mirada se colgaba con frecuencia en
el aire…, pero que ahora me miraban a mí. A su lado, una muchacha de una
belleza extraña, menuda, de cabello largo y moreno y unos ojos azabache que me
hicieron sentir un escalofrío. “¡Hola,
Ana!” Me saludó él y yo tuve que contener mis deseos de abrazarlo y besarlo
porque así lo habíamos aprendido, ya que estos gestos de efusividad tan
espontáneos le turbaban y asustaban… siempre había sido difícil incluso
rozarle… Así que me aparté para que pasaran y les hice sentar en el sofá, yo lo
hice en un sillón frente a ellos y esperé… Ambos me miraban como si me
estuviesen estudiando y se podía oír el tic tac del reloj que tenía sobre una
estantería. “Estás muy guapa, Ana.” Me
dijo al fin y eso me dejó completamente fuera de juego, pues no me lo esperaba
de ninguna manera. “Gracias, tú también
estás muy guapo.” Como si no me hubiese escuchado, se giró hacia su
acompañante y se miraron durante unos segundos. “Ella es Laura.” “Mucho gusto, Laura.” Y frené mi impulso de darle
la mano porque algo me decía que debía utilizar el mismo código de
comportamiento con ella que con él… y acerté. Al cabo de otra eternidad de
segundos dilatados, Iván sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y me lo
entregó. “Nos vamos a casar.” Un
escalofrío recorrió mi espalda. Cogí el sobre con mano temblorosa y lo abrí
para hacer como que leía… “¿Vendrás a
nuestra boda?” Tragué como pude y respondí: “No me la perdería por nada del mundo.” El me miró y afirmó con
la cabeza. “Ahora nos vamos porque
estarás muy ocupada.” Y se pusieron en pie dirigiéndose hacia la puerta,
pero yo no podía dejarle marchar así, necesitaba demostrarle lo contenta que
estaba, la alegría que me invadía después de la sorpresa inicial, pero temía
estropearlo todo. Cuando ya iba a abrirles lo intenté: “Iván, yo…” Pero él no me dejó seguir y me abrazó entre su pecho
varonil y sus fuertes brazos con una ternura que me hizo llorar como una tonta…
“Gracias, Ana, por haber creído siempre
en mí.” Y me besó en la mejilla y yo no podía soltarme, sólo le miré al
rostro y entre mi cortina de lágrimas vi por primera vez su sonrisa. Iván sacó
un pañuelo y me secó las fuentes sentimentales que surcaban mi maquillaje.
Luego Laura también me dio un beso y me regaló otra sonrisa. Y se marcharon.
Sorbiendo
mis mocos, me acerqué a la ventana y al poco los vi aparecer en la calle,
cogidos de la mano, paseando con tranquilidad bajo una lluvia que parecía no
mojarles. Marqué el número de mi prima y, cuando la oí al otro lado, le dije: “La respuesta es sí.” “¿La respuesta a qué?”
Preguntó la otra extrañada. “Tu niño es
feliz.” Y antes de colgar escuché su risa nerviosa y alegre.
ResponderEliminarluis novella (sábado, 25. agosto 2012 21:38)
Gracias por tus relatos, los espero cada mes.