El diario de Ana - Noche de ronda - Ana L.C.– Marzo 2012

El diario de Ana
Noche de ronda
Ana L.C.– Marzo 2012

En la fotografía, en blanco y negro, pero ya casi sepia por el tiempo, parecía una actriz de los años treinta, aquellas del cine mudo, con su pelo peinado en melena y rizado, la piel blanca, los ojos grandes y pícaros, los labios bien perfilados en una leve sonrisa casi inocente… “Una tía mía.” – Dijo mi madre. “Era guapa, ¿verdad?” Sí, lo era. Poseía esa belleza imperecedera que persiste a pesar de las modas y de los tiempos… Se le veía feliz, satisfecha y segura de sí misma, pero en la mirada de mi madre descubrí que había una historia triste. “¿Me la vas a contar, no?... Nuestra familia es una mina, mamá, no tenemos desperdicio…” Ella rió mi ocurrencia. “Se llamaba Irene…”


La Guerra había comenzado a principios de aquel verano, pero en el pueblo todavía se vivía como algo lejano y la vida cotidiana no había variado casi nada, sólo algunas detenciones que pronto se solucionaron y ciertas expropiaciones de tierras en nombre del pueblo, pero poco más. Flotaba en el ambiente una cierta tensión, era cierto, sin embargo hasta el momento no había pasado de ahí. Algunos jóvenes estaban en el frente, en bandos distintos, eso se sabía, pero la gente parecía querer ignorarlo y continuaban con sus cosas disimulando sus pensamientos… Era verano y en las noches aparecían las sillas en los portales y los vecinos charlaban, bebían de los porrones que pasaban de mano en mano o jugaban a las cartas, mientras las muchachas paseaban riéndose de todo perseguidas de cerca por los mozos alborotadores que las cortejaban haciendo burradas… Irene tenía entonces diecisiete años. Era, de lejos, la más guapa del pueblo y tenía una buena corte de admiradores, aunque ella parecía ignorarlos a todos jugando a dejarse querer, pero todo era apariencia pues, en lo más profundo de sí misma, escondía un fuerte sentimiento que le afloraba a los ojos en forma de un brillo de felicidad cada vez que se cruzaba con Andrés, un buen mozo de veinte años quien se pavoneaba por las calles con un pañuelo rojo y negro de la CNT al cuello y una vieja escopeta Mauser patrullando en una vieja camioneta junto a los milicianos de la zona. Tampoco a él se le pasaba el hecho desapercibido, pero se hacía el machito duro e indiferente lo que provocaba más desesperación en la joven enamorada.


Al mismo tiempo, como suele suceder en estas disputas amorosas, había otro muchacho, más o menos de la misma edad de Andrés, aunque con menos ardores guerreros, por lo menos por el momento, que se dedicaba a su trabajo diario de los campos y el ganado durante la luz del sol, para sentarse en la puerta de la taberna a observar huraño el paseo vespertino de las chiquillas mientras trasegaba un vaso tras otro del vino barato que allí se expendía. Su nombre era José y su padre al que más tierras le habían incautado de todo el pueblo…  Se le conocían pocos amigos y escasas palabras, pero todo el mundo lo tenía como trabajador y honrado y, aunque jamás lo había declarado, era notoria la pasión que la joven Irene producía en su cabeza ofuscada.

Al llegar las noches de los sábados, solían aparecer guitarras en proporción directa al efecto del alcohol y, cuando las chicas decentes marchaban a sus casas, se formaban las serenatas que, en no raras ocasiones, llegaban a deleitar los oídos de las niñas enamoradas, siendo uno de los balcones más solicitados, ¿cómo no?, el de Irene, la cual, sin embargo, sólo atendía aquellas “Mañanitas” entonadas por la voz segura y modulada de Andrés que entonces sí ponía todo su corazón para demostrarle que lo otro sólo era fachada y que detrás se derretía por ella como una vela en noche de tormenta.

Pero ocurrió que José quiso adelantarse y proponer a la familia de la niña deseada un futuro seguro para ella, con un matrimonio prometedor donde la felicidad radicaba en la comodidad de una vida sin preocupaciones. A los padres, la verdad, la propuesta no les disgustó en lo más mínimo, sin embargo a Irene le aterrorizó porque tenía la manía, bastante común entre las jóvenes de aquella época, de creer en algo tan poco rentable como el amor, por lo que se negó en redondo a tal cortejo y a su posterior evento matrimonial, lo cual disgustó bastante al despechado pretendiente.

El tiempo fue pasando, la Guerra fue a más y  peor, los jóvenes marcharon y muchos no volvieron, los odios afloraron, las represalias surgieron… pero el sentimiento entre Irene y Andrés no varió, a pesar de volver él del frente con alguna cicatriz de más y un brazo de menos. Era el año 1939 y el bando franquista había cortado en dos la zona republicana justamente por la provincia de Castellón. En el pueblo ya no patrullaban las milicias de la CNT sino las escuadras de la Falange, una de las cuales estaba bajo las órdenes de José, cuyo padre ya no era al que más le habían confiscado, sino el más grande terrateniente de la comarca. Irene tenía veinte años y una hermosura más peligrosa que cualquier explosivo. Y fue en la noche de su cumpleaños… Andrés se lo había prometido, le cantaría “Las mañanitas” como años atrás, pero se retrasaba, se retrasaba… y ella marchó a dormir, triste y decepcionada. Las luces de las casas se fueron apagando y en las calles comenzó a soplar un viento que crecía y crecía… No era noche de ronda, hacía frío, viento, oscuridad, soledad… Pero, serían las tres de la madrugada, eso dijeron algunos vecinos, cuando con los silbidos del aire a su paso entre las ramas como fondo musical, se escuchó una voz segura, fuerte y modulada que entonaba: “El día en que tú naciste, / nacieron todas las flores…” Se oyó un abrirse de puertas de algún balcón… “…Y en la pila del bautismo / cantaron los ruiseñores…” Una risa femenina llena de felicidad se elevó por encima del viento.  “…Despierta, mi bien despierta, / mira que ya amaneció…” Y, poco a poco, la voz se fue alejando, alejando, alejando…

Por la mañana, bastante temprano, fuertes golpes despertaron la casa de Irene. Cuando su padre abrió la puerta un grito se le ahogó en la garganta: allí, sobre la tierra sedienta de la calle, rodeada de un charco de sangre reseca, estaba el cuerpo sin vida de su hija todavía con el camisón de dormir… Esa misma noche, sobre las tres de la madrugada, junto a la tapia del cementerio, Andrés había sido fusilado…
Aquella muchacha de la foto en blanco y negro, casi sepia por el tiempo, me miraba con sus ojos grandes y pícaros que no quisieron ver amanecer la mañana de su cumpleaños… Y yo sentí un escalofrío… “¡Qué familia más rara tenemos, mamá!”



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