El sueño de un viajante - Capítulo 2 - Antonio García Hernández – Marzo 2012

El sueño de un viajante
Capítulo 2
Antonio García Hernández – Marzo 2012-

Manuela se detuvo frente a la gruesa puerta con corazón de metal y recubierta de un fino contrachapado de madera para embellecerla, que imitaba el color y texturas del nogal. Al llegar a ese punto, sintió como si todo el peso de su cuerpo lo cargaran sus hombros, en vez de sus piernas. Se había relajado, no había duda. Algo pesado y pegajoso se había desprendido de ella aquella noche. Por fin sentía que podía respirar sin aquella presión en el pecho. La brisa del cansancio sopló en sus ojos, que se tendían a cerrarse solos.
Sin demora, abrió su bolso, metió la mano y rebuscó un momento. Al poco, sacó un juego de llaves bien cargado. Tenía un llavero compuesto por un trozo de madera liviana, como un pequeño tronco cortado por la mitad y a lo largo, donde se podía leer grabado en uno de sus lados: “Museo de la evolución humana”. En el otro, igualmente grabados, habían dibujados una serie de figuras que imitaban la evolución, comenzando por un simio encorvado con las cuatro patas en el suelo, siguiendo con un par de figuras simiescas cada vez más erguidas, hasta llegar a una figura humanoide con algún tipo de instrumento de caza al hombro. Daban la impresión de ser diminutas figuras de otrora vivientes mamíferos que quedaran carbonizadas por alguna exposición a una fuerte radiación. La evolución simplificada a un llavero.
Manuela seleccionó cuidadosamente una de entre todas las llaves y la introdujo en la ranura de la puerta preparada para tal efecto. Con sumo cuidado, procurando no hacer ruido, abrió la puerta y entró. Sin encender la luz siquiera, recuperó su llave y cerró la puerta con la misma delicadeza. Introdujo de nuevo la llave en la ranura del lado interior de la puerta y dio dos vueltas en el sentido antihorario.
La doctora Gracia se giró y esperó de nuevo para encender la luz. En medio de aquella oscuridad absoluta, se detuvo un instante, aguzó el oído. No pudo oír nada, ni un solo ruido. La noche había caído y la paz de los dormidos se había apoderado del lugar. Sintió una ligera tristeza.
Cuando se hubo recobrado, esta vez sí, encendió la luz del pasillo y empezó a andar. Llegó a la altura de la cocina y entró. Con algo de ansia, cogió un vaso que llenó de agua hasta la mitad. Se lo llevó a la boca y lo tragó lo más rápido que pudo. Entre la tensión de la demostración, el parloteo de la discusión posterior y los brindis de la celebración posterior, se había achispado un poco. Ahora tenía la boca seca. Después de tomarse el primer vaso de agua, tomó un segundo y hasta un tercero. Saciada, abandonó la cocina y recorrió el pasillo hasta el final. Pasó del largo corredor de la entrada al salón y, de éste, girando a la izquierda, a otro pasillo más pequeño que daba al baño y a las habitaciones. Todo seguía en silencio.
Cerró la luz del pasillo y, con cuidado, abrió la puerta del dormitorio. Asomó la cabeza, como queriendo espiar. Esperó a que sus ojos se hiciesen a la noche, que no suele ser siempre tan oscura y escudriñó la penumbra. Encima de la cama, vio la silueta de su marido echado de lado. Su respiración, arriba y abajo, movían las sábanas de manera pausada, apenas perceptible en la negrura. Al ritmo de su respiración, incluso la misma oscuridad parecía desplazarse acompasada encima suya. Manuela no quiso despertarle. Utilizó la tenue luz de su teléfono móvil para quitarse los zapatos de tacón (por qué no se los había quitado antes, es algo que se preguntó en ese momento), entrar, cerrar la puerta, rodear la cama de puntillas y llegar hasta el lado de la cama donde dormía.
En aquel punto, ya no necesitaba más la luz del teléfono, así que lo desconectó. Actuó de memoria y al tacto para desvestirse y ponerse el pijama. Se metió en la cama, caliente gracias a la temperatura corporal de su marido. No quiso romper su plácida y rítmica respiración, entregada a las profundidades del inconsciente donde reina Morfeo, así que evitó darle un beso.
Cuando la doctora cerró los ojos, sintió una especie de frustración, ¡no!, quizás rabia; tal vez ambas. Antes de dormir, le hubiese gustado contarle a su marido todo ocurrido: el éxito de la teleportación con simios, las enhorabuenas, los cheques volando de un lado a otro… la satisfacción. Éste fue el último pensamiento antes de caer en los abismos abstractos de la oscuridad más intensa.
A la mañana siguiente, Manuela se despertó sintiendo la cálida luz del sol. Por el hueco que quedaba entre la persiana y el alféizar de la ventana, dejado adrede, entraba una luz blanca que le acariciaba los párpados de los ojos y las mejillas. Era reconfortante, se sentía plenamente descansada y feliz. Rodó sobre la cama, aún con los párpados pegados, tratando de buscar a su marido con los brazos. Pero en su lugar encontró sólo un espacio vacío. Así, con los ojos cerrados, parecían kilómetros de cama interminable para ella sola. Abrió los ojos. “¿Qué hora sería?”, se preguntó.
El reloj marcaba las 11:12. “Se ve que necesitaba descansar”, se dijo a sí misma. Aunque hoy era día de trabajo, creyó que se merecía no poner el despertador para esta mañana. Sin embargo, ahora tenía que acudir a trabajar, era urgente estudiar la información recogida en la teleportación de Laika del día anterior.
Igual que anoche, en la casa reinaba el silencio. La diferencia era la luminosidad que se repartía por todos los rincones. Con calma, se duchó, desayunó y se preparó para ir a trabajar. Esta mañana no había necesidad de ir con prisas.
Cuando llegó al laboratorio, el doctor Villar ya se encontraba allí. Era un muchacho trabajador y diligente. Se encontraba junto a la jaula de la simia, de espaldas y de rodillas, ofreciéndole algo de comer. Cuando sintió la presencia de la doctora, volvió la cabeza y con una espléndida sonrisa la saludó:
- “Buenos días, jefa”.
La doctora Gracia le devolvió el saludo con otra amplia sonrisa, sin decir nada más. Él se volvió y siguió con lo que estaba haciendo.
El laboratorio era un lugar espacioso y, aunque con pocas ventanas al exterior, bien iluminado. Entrando por la puerta, un perchero hacía los honores de recepcionista. Dos mesas se encontraban a la izquierda con los instrumentos de medida: matraces, mecheros Bunsen, pipetas, probetas y demás. También tenían allí una báscula, un microscopio y un agitador. A la derecha de la entrada, una mesa larga colocada de manera transversal sostenía varios ordenadores. En la pared, una estantería apilaba un sin fin de pequeños cajoncitos con etiquetas que indicaban lo que contenía cada uno. Una pequeña nevera colocada en un rincón de la sala guardaba a buen recaudo las muestras orgánicas. Igualmente, minuciosas etiquetas daban cuenta de lo que contenía cada bote y cada tubo de ensayo. Justo enfrente de la entrada, se encontraban las jaulas. Una jaula grande de barrotes contenía a la chimpancé, que en ese momento cogía la fruta que le estaba dando el doctor y la devoraba. Junto a ella, distribuidas en distintos niveles, jaulas más pequeñas contenían varios grupos de ratones; algunos correteaban por todo el vivero, mientras que otros apenas se movían. Sus rápidas y silenciosas respiraciones contrastaban con la fuerte y pausada respiración del animal de mayor tamaño.
Manuela dejó el bolso encima de la mesa de los ordenadores, se quitó el abrigo, que colgó en el perchero, y se puso su bata. Por un momento, se paró para mirar lo que hacía Alejandro. Era como si el tiempo ya diese igual, cuando se está libre de carga el tiempo se detiene, nada es apremiante. Quiso disfrutar de esa sensación. ¿Se podía llamar libertad?
Mientras meditaba no prestaba mucha atención a lo que hacía su ayudante. Pero entonces reparó en que a éste le estaba costando más de la cuenta hacer que Laika cogiese su comida. Se metió las manos en los bolsillos, pensativa. De pronto, notó que uno de ellos no estaba vacío. Del bolsillo derecho de su bata, la doctora extrajo un pañuelo cuidadosamente doblado. Al principio se extrañó y no logró recordar qué hacía aquello allí, pues no solía guardar sus pañuelos en la bata. Pero pronto se acordó del día anterior.
Con suma delicadeza, lo abrió para que ningún grano cayese. En ese preciso momento, el doctor Villar se incorporó y se dio la vuelta. Se encontró con la doctora mirando fijamente aquel pañuelo que contenía una cierta cantidad de un polvo blanquecino:
- “¿Estás tomando drogas, jefa?”- Le espetó algo alterado aunque divertido el doctor.
- “¿Pero qué…?”- Manuela no pudo terminar la frase. En ese momento, la chimpancé empezó a gritar y a revolverse dentro de su jaula. Alejandro se volvió de inmediato y trató de calmar al animal. La doctora Gracia se extrañó, pues en general Laika era bastante tranquila e inofensiva.
- “¿Qué le pasa?”
- “No lo sé.”- Respondió el doctor Villar sin girar siquiera la cabeza, aún ocupado con la simia. -“Lleva toda la mañana algo intranquila. ¡Incluso me ha costado que comiese! Me estoy empezando a preocupar, aunque parece estar en perfectas condiciones físicas.”
Cuando Laika se hubo tranquilizado, Alejandro continuó con su interrogatorio:
- “¿Y bien?”- Y con un ademán de cabeza señaló el pañuelo.
La doctora se había quedado como absorta viendo a su compañero apaciguando los ánimos del chimpancé. Al recuperarse de su parálisis, sintió algo de vergüenza de sí misma. Llevaba todo el rato con la mano extendida.
Reaccionó:
- “¡Ah!, lo encontré en el suelo de la cabina desde donde se teletransportó Laika.”
- “¡Qué raro! Nunca habíamos encontrado residuo alguno cuando hicimos las pruebas con los ratones. Y ella parece estar en buen estado.”- Con una mano señaló la jaula de la simia. –“¿Qué opinas?”
- “La verdad es que no se me ocurre nada.”- Manuela se encogió de hombros. –“Tendremos que hacer algunas pruebas.”
- “Comprobaré los datos de la teletransportación de ayer.”
La doctora Gracia hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se giró hacia la mesa. Lo primero que hizo fue pesar aquellos polvos blancos. Acto seguido, comprobó meticulosamente el tamaño y forma de los granos, intentando determinar cómo de homogénea era la muestra.
Por su parte, el doctor se fue a uno de los ordenadores y se pasó un buen rato repasando la cantidad de datos que la prueba del día anterior había producido. Rendido, hubo de reconocer que no había nada anormal.
- “¿Qué has visto tú?”
La doctora se había quedado un poco pensativa:
- “¡Oh!”- dijo dejando de golpearse el labio inferior con el bolígrafo que había cogido. –“Es una muestra curiosa: todos los granos son idénticos, muy finos y con una estructura cristalina que no soy capaz de reconocer.”- Parecía fascinada con aquél hallazgo.
- “¿Y cuánto pesan?”
- “Unos veinte gramos en total.”
La respuesta pareció golpear a Alejandro, que se volvió hacia el ordenador como un resorte. Manuela quedó esperando, expectante, una respuesta. Él miraba la pantalla de arriba abajo, frenéticamente. Y al poco, sin apartar la mirada del ordenador, dijo:
- “Había pasado por alto este dato porque se encontraba dentro de los límites de medida del aparato. Los consideré como un error en la medida. Aquí los detectores indican una sutil discrepancia entre el peso de Laika y el peso total de los elementos consumidos por la cabina de destino: alrededor de veinte gramos.”
Manuela se inquietó un poco y se revolvió en su asiento. En su rostro, aparecieron las arrugas de preocupación. Alejandro las tenía bien identificadas. Le salían cuando ocurría algo que no tenía previsto. Era en muy pocas ocasiones, ya que la doctora tenía una capacidad inmensa de previsión. Eso también le gustaba, como otras tantas cosas de ella. La capacidad para ver lo que podría pasar en un experimento o explicar las causas de algo que no salieron como habían pensado era una prueba de su inteligencia. Pero lo que denotaban esas arrugas era la humanidad que llevaba dentro, la posibilidad de errar.
Por la cabeza de Manuela pasaban todo tipo de conjeturas. Se había asegurado de medir cada minucioso átomo de aquel animal, habían estudiado su estructura genética, cada proporción de su cuerpo estaba medido hasta una precisión jamás antes estudiada. ¿Qué puede ser esa discrepancia en masa que tenía ahí delante y que los datos también registraron? Eso descartaba la teoría de que esos polvos viniesen en el embalaje o cayesen del montaje de las cabinas.
De pronto, al doctor Villar se le ocurrió una idea que le hizo gracia. Con media sonrisa en la boca, se atrevió a postular:
- “Se me ocurre que podríamos haber olvidado algo en el proceso. ¿Conoce la teoría de los veintiún gramos?”
Manuela se sintió ofendida. Le lanzó una mirada de desaprobación, esperando que fuese tan sólo una broma pesada. No le gustaban esa clase de bromas, sobre todo cuando había tanto en juego.
Pero a Alejandro se le iba borrando la sonrisa poco a poco. Su labio torcido iba perdiendo iba perdiendo su inclinada singularidad para transformarse en anodina recta. Cuanto más lo pensaba, más lo consideraba una posibilidad a tener en cuenta.
Manuela le recriminó antes de que se recuperase para hablar:
- “No digas tonterías. El experimento en el que se basa esa leyenda urbana fue una pantomima. De hecho, no sé si debería llamarse experimento. Eso fue a principios del siglo XIX y, aunque no es excusa para un diseño tan flojo de un estudio científico, ahora sabemos mucho más sobre cómo “piensa” la mente.”- El doctor intentó reaccionar, pero ella lo calló antes de que pudiera decir palabra. –“¡Impulsos eléctricos, no poseen masa!”
- “Yo sólo digo que es algo que no deberíamos descartar. ¿Alguien se ha molestado en repetir el experimento? Como científicos, debemos considerar todas las posibilidades para las que no se nos ocurran argumentos sólidos en contra.”
- “No creo que sea una buena hipótesis de partida considerar una leyenda urbana. Además, me creería más una falta de energía que una falta de materia.”
- “Jefa,”- Y aquí Alejandro adoptó un tono de voz más suave. –“yo sólo sé que conocía bien a Laika. Ayer por la mañana, antes de toda la demostración, era la misma chimpancé de siempre. Sin embargo, hoy, a pesar de ser exactamente el mismo animal (reconozco hasta sus arrugas), no parecía acordarse de quién era; ni siquiera recordaba los signos que le enseñé. Además, con los ratones no nos pasó. Yo diría que sólo ocurre con un animal algo más desarrollado.
La teoría de los veintiún gramos es la única que concuerda con lo que he visto. No quiero llamarlo alma, pero algo no hemos tenido en cuenta, algo no le hemos devuelto a Laika al materializarla de nuevo.”
Manuela susurró sin que Alejandro la oyera: “En eso estamos de acuerdo”. El doctor continuó su argumentación:
- “Si no tiene otra teoría mejor que explique todas las observaciones, me seguiré creyendo ésta.”
La doctora Gracia pareció concederle esa ventaja. Se irguió y cruzó sus manos:
- “Está bien, ahora no vamos a ponernos a medir el peso de personas cercanas a la muerte. Pero sí podemos plantear un experimento para falsear resultados. Dentro de un tiempo, volveremos a repetir el experimento con Laika. Tú enséñale algunos signos claros, no hace falta que sean muchos, sólo para ver si los retiene o los olvida en la próxima prueba. Mientras, repasaremos, reestudiaremos todos los recovecos atómicos de la estructura de nuestra querida chimpancé. Cuando creamos que tenemos toda la información, procederemos. Veremos si observamos de nuevo el polvo y las diferencias de peso.”
El doctor Villar estuvo de acuerdo en el procedimiento. Y se pusieron manos a la obra. Lo primero que hizo la doctora Gracia fue guardar con sumo cuidado la primera prueba, el resultado del primer experimento con mamíferos. Cogió un tubo de ensayo, guardó los polvos allí y los etiquetó cuidadosamente con el nombre del sujeto y la fecha del experimento. Acto seguido, introdujo el tubo de ensayo en una de las cajitas que se encontraban apiladas en la pared, en aquella donde se podía leer “Laika”.
Manuela se fue a casa algo más temprano de lo habitual. Había sido una mañana algo estresante, pues no se esperaba un cambio tan radical en los acontecimientos. Al principio del día estaba plena y feliz, brillaba igual que la luz de aquel espléndido sol. Alcanzar una meta es algo que llena de orgullo a cualquiera. Pero ahora, por la tarde, ignoraba al sol y a su luz. Bien podría haber estado paseando bajo un sombrío día encapotado, que no lo hubiese percibido. Todo lo que había conseguido se tambaleaba de repente, sin avisar. Necesitaba reflexionar.
Llegó a casa y se dirigió directamente al sofá. Se quitó el abrigo y lo tiró a uno de los sillones. Se dejó caer en el sofá, como un peso muerto, y se descalzó. Pronto reparó en que la casa estaba tranquila. A pesar de que aún pasaba luz a través de las ventanas, no se escuchaba ningún ruido. La calma, de nuevo.
Algo le llamó la atención encima de la mesa. Era una carta donde se podía leer en una de sus esquinas “Hospital de Santo Antonio” y, en el centro, el nombre de su marido.
Estaba abierta. Sacó el papel que contenía y pudo leer:

‘Diagnóstico: Cáncer de estómago - Fase: Metástasis.’

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