Érase una vez - El autorretrato - Melquíades Walker– Marzo 2012
Érase
una vez
El
autorretrato
Melquíades Walker– Marzo
2012
¿Realmente
sabemos cómo somos?... ¿Somos capaces de definirnos objetivamente tal como nos
vemos desde nuestra perspectiva particular?... ¿De verdad nos conocemos?...
El
autorretrato es una práctica para llegar a conocernos a nosotros mismos, saber
con certeza cuáles son nuestras cualidades o nuestros defectos, y tendrá una
importancia bastante relevante la imagen que cada uno tiene de sí. De esta
forma, a la hora de realizar el autorretrato, irán apareciendo por orden
aquello que consideremos más importante de nuestro ser: primero lo que nos
resulte más favorable, segundo, lo menos agraciado de lo anterior, y tercero,
los defectos… Aunque podríamos romper este esquema y comenzarlo al contrario y
el efecto no sería, ni mucho menos, el mismo. Por ello, el enfoque personal
siempre es un obstáculo para el buen desarrollo de una narración, ya que este
siempre es parcial y subjetivo, siendo muy importante aprender a distanciarnos
de nosotros mismos a la hora de hablar de nuestra persona, aunque, a veces,
pueda aparecer la ironía o la falsa modestia. Pero lo importante es aquello
conveniente a la trama y no al autor y, en muchas ocasiones, entraremos en la
inevitable contradicción entre nuestros sentimientos y los necesarios al
personaje de nuestra historia.
No hay peor
defecto que la falta de credibilidad de un personaje y en ello tiene mucha
importancia la eficacia de la voz narrativa y como ésta administre la
información de que dispone. Así pues, un autorretrato será creíble siempre que
lo enunciado resulte posible para el personaje. Por ejemplo, nadie puede verse
de espaldas, por lo tanto, una descripción de sí mismo desde esa perspectiva es
imposible, se puede saber por boca de otros, pero eso ya no es un autorretrato…
Deberemos saber elegir los rasgos que nos identifiquen de acuerdo con lo que
nos pida la historia y el personaje, así, a veces los rasgos demasiado comunes
no serán necesarios, por obvios, y otras, los poco comunes o raros, tampoco,
sino los podemos justificar en el relato. Veamos, por ejemplo, este fragmente
de La isla del tesoro, de Robert
Louis Stevenson:
“Me acerqué y pude comprobar que era un
hombre de raza blanca, como yo, y que sus facciones hasta resultaban
agradables. La piel, en las partes visibles de su cuerpo, estaba quemada por el
sol; hasta sus labios estaban negros, y sus ojos azules producían la más
extraña impresión en aquel rostro abrasado. Su estado andrajoso ganaba al del
más miserable mendigo que yo hubiera visto o imaginara. Se había cubierto con
girones de lona vieja de algún barco y otros de paño marinero, y toda aquella
extraordinaria colección de harapos se mantenía en su sitio mediante un
variadísimo e incongruente sistema de ligaduras: botones de latón, palitos y
lazos de arpillera. Alrededor de la cintura se ajustaba un viejo cintón con
hebilla de metal, que por cierto era el único elemento sólido de toda la
indumentaria.
-¡Tres años! – exclamé -. ¿Es que
naufragaste?
-No, compañero – dijo - . Me
abandonaron.”
Como podemos
comprobar, el fragmento no corresponde a un autorretrato, pero lo he incluido
para apoyar mi afirmación anterior sobre lo necesario de las descripciones,
puesto que las aquí reflejadas nos ayudan a hacernos una idea de lo que le
ocurre al personaje: soledad, paso del tiempo, abandono… Es decir, no forman
una relación gratuita e inútil de rasgos, sino que nos aportan información
relevante.
El
enfoque del autorretrato puede ser de dos tipos: externo o interno.
En
el primero vamos describiendo cómo somos físicamente, cómo vestimos, cómo nos
movemos… Claro, que dentro de este mismo enfoque podemos utilizar diversas
variantes, dependiendo del contexto de la narración o de cómo lo queramos
plantear, por ejemplo, podemos darle una intención irónica y crítica que nos
dará un distanciamiento de nosotros mismos para poder criticar o hablar mejor
de nuestros defectos. Veamos un pequeño fragmento de La última viuda de la confederación lo cuenta todo, de Allan
Gurganus:
“Ahora hay más agitación, la gente viene
a visitarme a mí. Dicen que les intereso. Como tú, que has puesto esa grabadora
sobre mi cama. Pero estás muy lejos. Acerca más esa silla de plástico, chica…
Ahora está mejor. Una cara bonita. ¡Oh!, sé que aspecto tiene la mía: arrugada
y abollada como una calabaza seca. Pero lo mismo pasa con lo que hay detrás.
¿No dicen que cuanto más lista es una persona más arrugado tiene el cerebro?
Bueno, chica, si lo que hay dentro de mí tiene el aspecto de lo que me cuelga por
fuera, creo que debo haber llegado al nivel de los genios.”
También
podría tener una aspecto fantástico, como de ciencia ficción, sin dejar esa
ironía y ese distanciamiento, porque los mejores autorretratos son aquellos en
los que uno habla de sí mismo como si lo hiciera de otro. Disfrutemos ahora con
este otro fragmento de un cuento de Antonio Tello, titulado El interior de la noche, donde el autor
va más allá de lo irreal:
“Un amigo me salvó la vida y me condenó
para su mayor gloria. Apenas si recuerdo aquel que era cuando comenzaron a
correr de boca en boca historias extraordinarias sobre mí. Según mis
contemporáneos morí de enfermedad primero y en una pendencia de juego después.
Lo cierto es que estoy cansado. Soy tan
viejo que me pesan las generaciones pasadas y las que vendrán, la continua
reiteración de lo creado, mientras la membrana que constituye mi cuerpo crece
como una telaraña viva. Mi alma es ese débil filamento que se pierde en el
negro celoma; una medusa brillante en las profundidades del tiempo donde estoy
encarcelado.”
En
la descripción interna entran en juego la relación de sentimientos, estados de
ánimo, deseos, fobias, ilusiones o frustraciones. Es un autorretrato más
poético, más intimista, que viaja hacia el centro de nuestro pequeño universo.
Como ejemplo, un poema de Miguel Labordeta, Violento
idílico:
“Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan
lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías
tiernas,
estilográficas desusadas y textos
desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.
Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto,
nadie,
nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía
(…)”
En conclusión,
el autorretrato es otro recurso del cual podemos servirnos para el mejor
desarrollo de nuestras obras, pero siempre cuidando de no caer en la pedantería
innecesaria a la hora de hablar de uno mismo, sino utilizándolos cuando
realmente sea necesario y aporte algo constructivo a nuestro trabajo.
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