LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: Vuelva usted mañana, por Ancrugon – Julio 2012
A
veces algo escrito en épocas pretéritas tiene una validez inusitada en el
presente por el hecho de parecer que el tiempo no ha pasado, como si el hecho
narrado en los papeles amarillentos del ayer fuese algo natural hoy y como si
el autor, muerto ya hace muchos años, estuviera hablándonos de los sucesos
actuales. Este es el caso de los artículos mordaces y satíricos escritos por el
sublime escritor, periodista y político español Mariano José de Larra,
importante representante del romanticismo ibérico quien, a pesar de su corta
vida, tuvo la virtud de ser un gran observador y un excelente crítico de las
costumbres y maneras de su patria.
Nacido
en el Madrid ocupado por las tropas napoleónicas un 24 de marzo de 1809, fue el
impulsor del género ensayístico gracias a sus trabajos periodísticos
costumbristas y, tras el seudónimo de Fígaro, presenta a España como su
personaje central sobre el que caerán todas sus críticas nacidas, no del
desprecio, sino del amor por este pueblo que, leyendo sus escritos, parece
haber quedado anclado en el pasado repitiendo una y otra vez, como un castigo
divino, los mismo errores.
Pero
tras esa ironía y sarcasmo se escondía realmente el dolor de un hombre que
sentía vivamente las cosas que le rodeaban, hasta el extremo de no soportar la
separación de su esposa ni el curso que había tomado la política y la sociedad
españolas, por lo que en la noche del 13 de febrero de 1837, a la edad de
veintisiete años, se quitaba la vida de un disparo.
De
esta visión desalentadora sobre su tierra y sus hombres surgen su artículos
donde ataca a un Estado desorganizado, ironiza al absolutismo, al carlismo, a
la sociedad en general y a la vida familiar y las costumbres trasnochadas, con
títulos como: En este país, El castellano
viejo, El día de difuntos de 1836 o Vuelva usted mañana, que será el que
presentemos ahora.
En
este artículo Larra ironiza sobre la pereza, tanto física como intelectual, de
los españoles y la pobre imagen que siempre hemos dado de nosotros mismos al
resto de los europeos estando, sin embargo, todavía orgullosos de nuestra
incompetencia y dejadez, como si ello fuera una virtud. El desprecio al
progreso, al trabajo, al esfuerzo, junto con la sublimación de lo fácil, del
pelotazo y de la holgazanería, han arraigado profundamente en el carácter de
este reino que vegeta al vaivén de los acontecimientos, dejando escapar las
oportunidades que otros sí saben aprovechar.
Vuelva usted
mañana
Mariano José de Larra
Gran persona
debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya
en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca
nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas
investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados
sería un tanto cuanto divertida. Convengamos
solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del
cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente
no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de estos que,
en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea
exagerada e hiperbólica, de estos que, o creen que los hombres aquí son todavía
los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o
que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso
vienen imaginando que nuestro carácter se conserva intacto como nuestra ruina;
en el segundo vienen temblando por esos caminos, y pregunta si son los ladrones
que los han de despojar los individuos de
algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los
azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que
nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y
si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a
esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio,
que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar
asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles
causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas
nos hace creer que debe de haberlas profundas para mantenerlas al abrigo de
nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en
alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que
confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no
obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta
ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para
extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de
estos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de
recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones
futuras, y aun proyectos vastos concebidos
en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual
especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le
conducían.
Acostumbrado a
la actividad en que viven nuestros
vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo,
sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital.
Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con
él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto
antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse.
Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad -le
dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar
quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente -me
contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un
genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros,
busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis
reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me
dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia
innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se
juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que
pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis
proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son
cinco días; en el sexto, séptimo y
octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo
tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me
vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.
Al llegar aquí
monsieur Sans-délai traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya
hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna
jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave
sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro
mal de mi grado.
-Permitidme,
monsieur Sans-délai -le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os
convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en
Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de
quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré
marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no
estáis en vuestro país activo y trabajador.
-¡Oh!, los
españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de
hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que
en los quince días con que contáis, no
habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación
necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo
les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os
comunicarán su inercia.
Conocí que no
estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la
experiencia, y callé por entonces, bien
seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día
siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo
hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle
por fin, y el buen señor, aturdido de
ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún
tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos
una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
-Vuelva usted
mañana -nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted
mañana -nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted
mañana -nos respondió al otro-, porque
el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted
mañana -nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué
hora se ve a un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana -nos dijo-,
porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».
A los quince
días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y
él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada
dije a mi amigo, desesperado ya de dar
jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando
este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las
proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas
pensaba hacer, había sido preciso buscar un
traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el
traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que
necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo,
nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente
que sepa escribir no le hay en este país.
No paró aquí; un
sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en
veinticuatro horas; el zapatero le obligó con
su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días
para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero
a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de
casa.
Sus conocidos y
amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni
respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece
de esta tierra, monsieur Sans-délai? -le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que
son hombres singulares...
-Pues así son
todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentose con
todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no
citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro
días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted
mañana -nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
«Grande causa le
habrá detenido», dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos,
¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una
vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. Martes
era el día siguiente, y nos dijo el portero:
-Vuelva usted
mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes
negocios habrán cargado sobre él -dije yo.
Como soy el
diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero
de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una
charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible
verle hoy -le dije a mi compañero-; su
señoría está en efecto ocupadísimo.
Dionos audiencia
el miércoles inmediato, y, ¡qué
fatalidad!, el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única
persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía
salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan
informado como era de esperar.
Verdad es que nosotros no habíamos
podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta
persona tenía
unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en
sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.
Vuelto de
informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el
tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este
pequeño error; pasose al ramo, establecimiento
y mesa correspondiente, y hétenos caminando después de tres meses a la
cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin
poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el
expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se
remitió con fecha de tantos -decían en uno.
-Aquí no ha
llegado nada -decían en otro.
-¡Voto va! -dije
yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el
aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma
sobre algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer
otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a
la prisa! ¡Qué delirio!
-Es
indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus
trámites
regulares.
Es decir, que el
toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente
tantos o cuantos años de servicio.
Por último,
después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al
informe, o a la aprobación o al despacho, o
debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al
margen que decía:
«A pesar de la
justicia y utilidad del plan del exponente, negado.»
-¡Ah, ah!,
monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro negocio.
Pero monsieur
Sans-délai se daba a todos diablos.
-¿Para esto he
echado yo mi viaje tan largo? ¿Después
de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: «Vuelva usted
mañana», y cuando este dichoso «mañana» llega en fin, nos dicen redondamente
que «no»? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que
la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.
-¿Intriga,
monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz
de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que
no hay otra; ésa es la gran causa oculta: es más fácil negar las cosas que
enterarse de ellas.
Al llegar aquí,
no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la
anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se
va a perder -me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una
razón -le repuse-: si él se arruina,
nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de
su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de
salir con su intención?
-Y suponga usted
que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin
tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede
perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese
señor extranjero quiere.
-¿A los que lo
han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Sí, pero lo han
hecho.
-Sería lástima
que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre se han
hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con
los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los
antiguos al moderno.
-Así está
establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón
deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor
Fígaro, es un extranjero.
-¿Y por qué no
lo hacen los naturales del país?
-Con esas
socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío
-exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto
general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre
por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí
tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no
reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de
él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que
ellas.
»Un extranjero
-seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus
caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a
quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un
héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos
proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se
establece en este país, no viene a sacar de él el
dinero, como
usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de
media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros
intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al
suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus
hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha
venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir;
ha dejado otro capital de talento, que
vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos
o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una
mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia.
Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y
prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha
debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo
el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras
naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser
las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por
sus gestos de usted -concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es
muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por
cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas!
Concluida esta
filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho,
señor Fígaro -me dijo-. En este país «no hay tiempo» para hacer nada; sólo me
limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay, mi amigo!
-le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no
se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me
habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de
monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted
mañana -nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un
memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver
la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la
imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentose con
decir:
-Soy extranjero.
¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi
amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en
ver las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año
largo, si es que puede haber un medio
año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo
de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al
extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres; diciendo
sobre todo que
en seis meses no había podido hacer otra cosa sino «volver siempre mañana», y
que a la vuelta de tanto «mañana», eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo
único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón,
perezoso lector (si es que has llegado
ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en
hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de
mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana,
porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como
sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza
de abrir los ojos para hojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré
cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido
muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras
causas, perder de pereza más de una
conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas
de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos
que asequible; renunciar, en fin, por pereza
de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que
hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que
no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que
me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la
mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho
horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a
mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras
otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la
una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me
acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como
estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y
concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la
primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé «Vuelva
usted mañana»; que todas las noches y
muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las
noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis
propias resoluciones: «¡Eh!, ¡mañana le escribiré!». Da gracias a que llegó por
fin este mañana que no es del todo malo: pero ¡ay de aquel mañana que no ha de
llegar jamás!
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