ESCRITOS DE MI MEMORIA: Perspectivas, por Carmen Tomás Asensio - Septiembre 2012
Perspectivas
Dos visiones distintas para
una misma historia
De Carmen Tomás Asensio
D
Era un día soleado y tibio del hermoso otoño
valenciano.
Fui al centro de la ciudad a recoger unos papeles y
regresaba a mi casa, con tiempo para hacer la comida. Creo que eran las 12 ó
12’30 horas, porque la señora que se sentaba a mi lado en el autobús me dijo
que iba a recoger a su niño al colegio y ya iba retrasada.
Era joven y bonita, y hablaba como si fuese la única
madre del mundo. Yo, que tengo varios hijos, soy capaz de comprender esa
postura, porque he pasado por ella. Más bien sigo en ella, a pesar del tiempo
transcurrido, sólo que ahora lo disimulo mejor.
Cuando llegamos a la parada que correspondía a mi
domicilio, estaba llena de estudiantes que esperan allí el autobús de línea de
los pueblos cercanos, en dirección a Sagunto. Me quedé la última para bajar y
cuando ya había puesto un pie en tierra, la puerta se cerró aprisionándome el
otro tobillo. Después el bus se puso en marcha llevándome colgada. Todavía, y
ha pasado tiempo, no sé cómo pude dar vuelta a mi cuerpo y caer de espaldas al
suelo. Con un golpe terrible, mi cabeza empezó a rebotar en el asfalto, y
también mi espalda. Conforme el autobús tomaba velocidad yo seguía golpeando
una y otra vez y cada golpe era un dolor tan terrible que pensé que allí
terminaba mi vida.
Sentía que una nube oscura me cubría los ojos y me
hacía perder la conciencia. Estaba llena de terror. El dolor era insoportable.
Creo que me desmayé, pero otra vez los sentidos se despertaban y el dolor me
desgarraba la pierna, la espalda, la cabeza… todo.
No he calculado cuánto duró este horror, pero el
tiempo no debe ser igual en los momentos duros y terribles de la vida.
Como en una película fueron pasando por mi mente, mi
historia, mis hijos (el susto que se iban a llevar)… Las cosas que yo tenía
pendientes de vivir, de disfrutar y que nunca serían ya mías... El lugar donde
esperaban los seres queridos, que se me habían adelantado… Todo el cariño que
aún tenía para ofrecer y que mi familia no sabría que les tenía destinado…
Era como una antesala de la muerte, donde se mezclaba
el dolor físico, la pena por lo que perdía, la curiosidad por lo que estaba por
venir y cuya esperanza yo tenía. Los míos siempre: aquí y en el más allá. Y
notaba, con un sudor frío que me corría por todo el cuerpo y me hacía perder el
sentido, que ese más allá se acercaba.
Pensaba en el conductor del autobús. Seguro que fue un
despiste lo que provocó el accidente. Estaría muy asustado y esto le iba a
traer problemas laborales y aún judiciales.
Y luego el dolor que no me dejaba. Un dolor terrible.
Una náusea, un ahogo en el corazón y la garganta. La sangre espesa y caliente
me corría por todas partes. La veía entre mis párpados semicerrados, roja,
brillante, espesa. Pensaba que aún podría luchar por la vida, que se me quería
escapar.
Alguien se daría cuenta y me auxiliaría… y así fue.
En el juicio, en el relato de los testigos, me
contaron cómo la policía me recuperó de la calzada y me intentó cortar la
hemorragia, hasta que llegó el SAMU. En la ambulancia me pusieron goteros, me
reanimaron. Les di el teléfono de uno de mis hijos.
Al llegar a urgencias me esperaba una camilla en la
puerta. Me entraron rápidamente. Me cosieron la brecha de la cabeza y una en el
tobillo. Sin anestesia… pero era tan grande el dolor que tenía, en todas
partes, que apenas lo noté. Me vendaron la pierna, que estaba muy hinchada. Me
hicieron radiografías. Me pusieron un collarín y un montón de inyecciones. Un
tratamiento y… a casa, supervigilada.
Cuando salí del hospital, después de varias horas de
un lugar a otro, mis hijos esperaban angustiados. Allí estaban. Nunca sabrán la
alegría que me dio volver a verlos, después de haber pensado y sentido que eso
ya no sería posible. Allí estábamos… otra vez juntos.
Entre el dolor y la sangre, vine a la vida un 17 de
noviembre a las 13 horas. En una hermosa y soleada mañana de otoño…
ASÍ PASÓ
Estaba cansada. Acababa de terminar mis clases en el
Politécnico, al principio de la carretera de Barcelona. Esperaba, junto a un
grupo de compañeros, el autobús de línea que nos llevaba a Sagunto. La parada
era de los autobuses urbanos y siempre veíamos llegar y salir varios, antes de
que llegara nuestro transporte. Subía y bajaba gente de los autobuses rojos, y
yo miraba distraída y me inventaba historias de las personas que pasaban
delante de mí. ¿Quiénes eran?, ¿dónde iban?... tan apresurados algunos, tan
lentos otros. Hay buena comunicación con esta parte de la ciudad y no me
faltaba entretenimiento, pero poco a poco perdí interés y empecé a sentir
impacienta por el retraso de mi transporte.
Otro autobús urbano, y ya iban seis. Las puertas se
abrieron y media docena de personas bajó por ellas. Y de repente ocurrió. La
última pasajera, una señora mayor, puso un pie en el suelo y antes de poner el
otro, la puerta del autobús se cerró y la aprisionó por el tobillo. El autobús
se puso en marcha. La señora, en una pirueta imposible, cayó de cabeza al
asfalto, colgada de la puerta y siendo arrastrada y golpeada contra el suelo.
Se oyó un grito horrorizado de los chicos que estábamos allí mirando. El
conductor del autobús no se había dado cuenta y algunos muchachos corrían por
la acera para llamar su atención.
El vehículo se separó de la acera y se fue hacia el
centro de la calzada. Los coches que circulaban en la misma dirección vieron el
cuerpo de la mujer colgado de la puerta y empezaron a hacer sonar sus cláxones.
Adelantaron al autobús e hicieron a su conductor toda clase de señales hasta
que este paró bruscamente y abrió la puerta. Con un golpe seco y tremendo cayó
la pierna de la mujer al asfalto y la víctima quedó inmóvil.
Había un reguero de sangre por el suelo indicando
donde había rebotado su cabeza. Las gafas, el bolso, habían saltado y se habían
desparramado por todas partes a lo largo de tan terrible sendero.
Yo la vi con los ojos cerrados, la cara y el cuello
llenos de sangre y un gesto de tremendo dolor y susto. No la oí gritar. Si lo
hizo, su voz se ahogó entre las nuestras y los ruidos de los coches.
Por verdadera casualidad pasó un coche de policía. Los
agentes la subieron a la acera. Había una farmacia en la esquina; alguien trajo
gasas, algodón, un rollo de celulosa. No había forma de restañar la sangre, que
surgía de una gran brecha en la golpeada cabeza.
Buscaron en su bolso, sacaron su documentación y
vieron que vivía en una calle paralela. Fueron unos chicos corriendo a su
domicilio, pero no había nadie.
Se la veía sudar, padecer, perder fuerzas, con la
sangre que le empapaba ya toda la ropa. Supongo que la policía llamó al SAMU,
que llegó pronto. Todos estábamos asustados al ver la palidez y el desmayo que
se iba apoderando de ella. No podía articular palabra. Cuando consiguió hacerse
entender dio un teléfono de su familia y preguntó cómo estaba el conductor. (El
chofer desde luego estaba demudado y juraba que no se había dado cuenta de
nada, con tanta gente en la parada y tanto coche a su alrededor).
La llevaron a la ambulancia, poniéndole previamente
una especie de casquete de goma en la cabeza para cortar la hemorragia.
Tardaron un rato, antes de llevarla a un hospital cercano. Creo que la
atendieron de otras heridas y la reanimaron poniéndole un gotero.
Al día siguiente salió en el periódico que se
recuperaba de múltiples heridas y golpes en varias partes de su maltrecho
cuerpo.
Yo pasé un mal rato y recordé durante días su cara
contrariada por el dolor y el miedo. Pero lo que más me impactó fue el detalle
que tuvo de interesarse por el conductor y tranquilizarlo cuando “casi” acaba
con su vida.
Alberto Irueste perez (lunes, 25. marzo 2013 16:17)
ResponderEliminarLa salud de una persona no tiene ni precio ni valor, es lo mas importante.