LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: El jardín de los exempla - 4, por Ancrugon - Mayo 2011
Hubo un conde en
Provenza que fue muy buen hombre y deseaba hacer de manera que tuviese Dios
merced de su alma y ganase la gloria del Paraíso, realizando tales obras que
agrandasen su honra y la de su estado. Y para que esto se pudiese cumplir, tomó
mucha gente consigo muy bien preparada y se fue para Tierra Santa, sintiendo en
su corazón que, a pesar de lo que le pudiera acaecer, siempre sería hombre de
buena ventura, pues todo le vendría estando al servicio del Señor. Y como los
designios de Dios son muy maravillosos y ocultos y Nuestro Señor tiene por bien
tentar muchas veces a sus amigos, consintió que el conde de Provenza quedase
preso en poder del sultán.
Estando en prisión,
supo Saladín de la gran bondad del conde y fue muy bueno y considerado con él,
y llegó a ser tan grande su amistad, que incluso le pidió más de una vez
consejo para asuntos de importancia. Y tan bien le aconsejó el conde, y tanto
se fiaba de él el sultán que, aun estando preso, tenía tanto poder y vivía tan
cómodamente como si estuviera en su casa.
Cuando el conde
partió de su tierra, dejó una hija muy pequeña y, como estuvo tanto tiempo en
prisión, la muchacha llegó a edad de casarse; la condesa, su mujer, y sus parientes
le comunicaron al conde cuantos hijos de reyes y de otros grandes hombres la
pedían en casamiento.
Un día, cuando
Saladín vino a hablar con el conde, éste le dijo: “Señor, vos me hacéis a mí
tanta merced y tanta honra en fiaros tanto de mí, que me tendría por venturoso
si vos pudieseis ayudarme. Y si vos, señor, tenéis por bien que yo os aconseje
en todas las cosas que os ocurren, yo fiando de vuestro entendimiento, os pido
que me aconsejéis en una asunto que a mí me acontece.”
El sultán agradeció
esto mucho al conde y le dijo que le aconsejaría de muy buen grado[3]
y, más aún, que le ayudaría a todo aquello que necesitase.
Entonces le contó el
conde los casamientos que le proponían para su hija y le pidió que le
aconsejase con quién casarla.
Saladín le respondió:
“Conde, yo se que es tan grande vuestro entendimiento, que en pocas palabras
que os diga me vais a entender. Y por eso os quiero aconsejar en este pleito
según yo lo entiendo. No conozco a todos esos que demandan vuestra hija, qué
linaje ni qué poder tienen, ni cómo son sus cuerpos, ni la vecindad que tienen
con vos, ni en qué aventajan los unos a los otros y, por lo tanto, no os puedo
aconsejar en este aspecto con certeza, más mi consejo es que caséis a vuestra
hija con un hombre.”
El conde se lo
agradeció y entendió muy bien lo que aquello quería significar, por lo que
mandó decir a la condesa, su mujer, y a sus parientes este consejo que le diera
Saladín, y que supiesen cuántos hombres hidalgos habían en todas sus comarcas,
cuáles eran sus maneras y sus costumbres, y cómo eran sus cuerpos, y que no se
preocupasen de sus riquezas ni su poder, pero que le enviasen por escrito decir
cómo eran en sí los hijos de los reyes y de los grandes señores que la pedían y
qué tal eran los otros hidalgos de sus tierras.
La condesa y sus
parientes se asombraron mucho de esto, pero hicieron lo que el conde les
mandaba y pusieron por escrito las maneras y las costumbres, buenas y malas,
que tenían todos los que pedían a su hija y todas las demás condiciones que tenían.
Y, por otra parte, escribieron cómo eran en sí los otros hombres hidalgos que
vivían en las comarcas. Y todo junto se lo enviaron al conde.
Cuando éste lo vio
todo, se lo mostró al sultán y, una vez visto por Saladín, como quiera que
todos eran muy buenos, halló en todos los hijos de reyes y de los grandes
señores algunas tachas: o que estaban mal acostumbrados a comer y beber, o que
eran sañudos,[4] o huraños, o
insociables, o que frecuentaban las malas compañías, o de poca palabra, o
alguna tacha más de las que los hombres suelen tener. Pero encontró que un hijo
de un hombre rico quien no tenía mucho poder, según parecía por el escrito, era
el mejor y más conveniente, pues no mostraba poseía ninguna falta importante.
Así pues, le aconsejó al conde que casara a su hija con aquel hombre, pues
entendió que, aunque aquellos otros eran más honrados y más hidalgos, mejor
casamiento era aquél que con otro que tuviese algún defecto y cuanto más si
tuviera varios, pues más es el hombre por sus obras que no por su riqueza ni
por la nobleza de su linaje.
El conde mandó la
orden a su mujer y a sus parientes de que casasen a su hija con el varón que
Saladín había elegido y, aunque la decisión les sorprendió muchísimo, mandaron
a buscar a aquel muchacho y le dijeron lo que el conde había mandado. Pero este
hombre respondió que el conde era más hidalgo, más rico y más honrado que él,
pero que si él tan gran poder tuviese sabía que toda mujer estaría encantada de
casarse con él, y esto que le decían, si lo decían para no hacerlo, que sería
una afrenta y que le querían perder sin motivo. Ellos le tranquilizaron y le
dijeron que era todo cierto y le contaron las razones que tuvo el sultán para
aconsejar al conde que le diese a él su hija antes que a ninguno de los hijos
de los reyes ni de los otros grandes señores. Cuando esto oyó, supo que le
estaban diciendo la verdad y se tuvo por muy honrado al ser elegido por más
hombre, por lo que añadió que no se sentiría él más hombre si no hacía en este
hecho lo que correspondía.
Al día siguiente se
acercó donde vivía la condesa y les dijo a ésta y a sus parientes que, si ellos
querían que él creyese lo que le decían, que le diesen poder de todo el condado
y de todas las rentas, pero no les contó nada de lo que pensaba hacer. Ellos dudaron
bastante, pero accedieron y le apoderaron de todo. Cuando él todo lo tuvo armó
unas cuantas galeras[5]
y protegió muy bien todo lo que le habían dado. Cuando todo lo tuvo listo,
mandó poner fecha para la boda.
La boda fue muy
lujosa, rica y honrada y, por la noche, cuando tenía que ir a su casa con su
mujer, antes de ir a la cama, llamó a la condesa y a sus parientes y les dijo
en gran secreto que bien sabía que el conde le había escogido entre muchos
mejores que él y que lo hizo porque el sultán le aconsejara que casara a su
hija con hombre, por lo que él pensaba que no sería digno de tanto honor si no
hiciese le que tenía que hacer, por lo que se debía marchar y que les dejaba a
su cuidado su mujer y el condado, que él confiaba en Dios que les demostraría
por qué le habían elegido como hombre.
Ya todo arreglado, se
marchó hacia el reino de Armenia, donde vivió el tiempo suficiente para
aprender el idioma y las costumbres, enterándose de todo lo concerniente a
Saladín, descubriendo que le gustaba la caza. Sabido esto, se hizo con muchas
aves de cetrería y muchos perros y se fue para el sultán, repartiendo antes sus
galeras una en cada puerto, a las que ordenó que nunca se marchasen de allí si
él no lo mandaba.
Cuando llegó ante el
sultán, fue muy bien recibido, pero no le besó la mano ni le hizo ninguna
reverencia de las que cualquier hombre debe hacer a su señor. Saladín mandó
darle todo lo que necesitase, él se lo agradeció mucho, mas no quiso tomar
ninguna cosa y dijo que no había venido para tomar nada de él, pero que, si
tenía a bien, quería vivir algún tiempo en su casa para aprender algunas cosas
de cuanto había en su reino y en sus gentes y, como sabía que el sultán era muy
cazador, que le traía muchas buenas aves y muy buenos perros para que tomase
los que quisiera y, con los que le quedasen, saldría con él a cazar.
Esto le agradó mucho
a Saladín y tomó lo que quiso de lo que le traía, pero de ninguna manera pudo
conseguir que el otro tomara nada de él ni que le contase nada de su hacienda,
ni ningún secreto que guardar. Y así anduvo en su casa durante un largo tiempo.
Y como Dios dispone
cuanto es de su voluntad, yendo un día ambos a cazar, quiso que lanzaran los
halcones a unas grúas, con tal suerte que fueron a matar una de ellas en un
puerto donde tenía una galera escondida. Y el sultán y el yerno del conde,
ambos a caballo, se alejaron tanto de los demás persiguiendo a los halcones,
que ninguno pudo ver por dónde iban. Cuando llegaron donde estaban las aves,
Saladín descendió del caballo para cogerlos, entonces el joven llamó a los
suyos y lo prendieron.
Cuando el sultán vio
a la gente de la galera alrededor de él, se asustó, y más cuando el yerno del
conde cogió su espada y le amenazó con ella. Saladín, viendo esto, comenzó a
decir que era una gran traición, a lo que el joven le respondió que no
demandase a Dios, pues bien sabía él que no le había tratado como a su señor,
ni nunca quiso tomar nada suyo, ni tener con él ningún secreto, pero que
supiese que él, Saladín, sí era un traidor, pues había hecho todo eso.
Dicho esto, lo metió
en la galera donde le contó toda la verdad y le pidió que le entregase a su
suegro, para que entendiese que el consejo que le había dado era verdadero y
que se complaciese de él.
Cuando Saladín
escuchó sus palabras, agradeció mucho a Dios el haber acertado con el consejo y
le dijo al yerno del conde que le daría la libertad de buen grado. Éste se fió
de su palabra y lo liberó, marchando también junto a él, y les ordenó a los de
la galera que se alejasen lo suficiente para que no pudieran ser vistos.
Recogieron los
halcones y los cebaron muy bien y, cuando llegaron las gentes del sultán los
encontraron muy alegres y Saladín no contó a nadie lo que había ocurrido, pero
cuando llegaron a la ciudad, fueron hasta la casa donde estaba preso el conde y
el sultán le dijo: “Conde, mucho agradezco a Dios por la merced que me hizo al
acertar tan bien como acerté en el consejo que os di para el casamiento de
vuestra hija. Tened aquí a vuestro yerno que os ha sacado de prisión.”
Y antes de marchar,
el sultán les dio muchos ricos regalos por todo el tiempo que el conde pasó en
prisión, y los devolvió mucho más ricos para sus tierras.
Qui omne es, faz todos los
provechos;
qui non lo es, mengua todos
los fechos.
La Mentira y la Verdad se juntaron un día y, cuando estuvieron así
un tiempo, la Mentira, que es más activa, dijo a la Verdad que estaría bien que
plantaran un árbol del que conseguir fruta y en cuya sombra podrían estar
cuando el calor apretase, y la Verdad, como es cosa llana y de buena voluntad,
dijo que le parecía bien.
Cuando el árbol fue plantado y comenzó a crecer, dijo la Mentira a
la Verdad que cada una tomase su parte del mismo, lo cual le pareció perfecto a
ésta. A la hora del reparto, la Mentira, con razones adornadas, le dijo a la
Verdad que la raíz del árbol, como es la que lo mantiene vivo y firme, es lo
mejor de él y lo más provechoso, por lo tanto le aconsejaba, como buena amiga,
que aquélla tomase las raíces del árbol que están bajo tierra y ella se
aventuraría a coger el tronco y las ramitas que habían salido hacia el cielo,
las cuales estaban siempre en peligro de ser taladas y pisoteadas por los
hombres, o raídas por las bestias o arrancadas y picoteadas por las aves, o
secarse por el calor del sol, o helarse en los fríos inviernos, y que estos
peligros no los sufría nunca la raíz.
Cuando la Verdad escuchó todas estas razones, como no tiene mucha
astucia y se fía de todos y a todos cree, hizo lo que le aconsejara la Mentira,
su compañera, y tomó la raíz del árbol y se consideró con ello muy afortunada,
mientras su comadre se regocijaba mucho por el engaño que le había hecho.
La Verdad se metió bajo tierra para vivir donde estaban las raíces
y la Mentirá se estableció sobre ella, donde viven los hombres y todos los
demás seres, y como es muy falaguera,[8] en poco tiempo estaban
todos muy contentos con ella. Y su parte del árbol comenzó a crecer y a echar
grandes ramas y muy anchas hojas que daban muy buena sombra y aparecieron muy
hermosas flores de bonitos colores y agradable aroma.
Al ver las gentes el árbol tan apuesto, juntábanse con agrado para
reunirse bajo su cobijo, y luego se lo comunicaban a sus amigos y conocidos y
les invitaban a acompañarles.
Y cuando la Mentira veía a tantas personas reunidas bajo su árbol,
les alegraba el rato y les hacía muchos parabienes y les mostraba su sabiduría,
y todos se satisfacían de aprender y escucharle. De esta manera atrajo la mayor
parte del mundo: a los unos les mostraba mentiras sencillas, a los otros más
sutiles y, a los más sabios, mentiras terribles.
Debéis saber que la mentira sencilla es cuando uno le dice al
otro: “Don Fulano, yo haré tal cosa por vos”, y luego no lo cumple. La sutil es
cuando haces juramentos, u homenajes,[9] o fianzas y dejan que
otros se arreglen con aquellos pleitos. Mas la mentira terrible, que es
mortalmente engañosa, es la del que miente diciendo la verdad.
Y de esta sabiduría tenía tanta la Mentira y sabía tan bien mostrarla
a quienes se pagaban de estar a la sombra de su árbol, que les hacía conseguir
por estos medios todo lo que ellos querían, y no había ningún hombre que
aquella sabiduría no supiese. Y bien por la hermosura del árbol, o bien por lo
que de ella aprendían, no había nadie que no quisiera ser amigo de la Mentira.
Ella estaba muy honrada, apreciada y acompañada por las gentes, y
quien se acercaba poco a ella y no sabía mucho de sus artes, era poco querido
por los demás.
Estando la Mentira tan bien considerada, la Verdad, mientras
tanto, se sentía desgraciada y despreciada por todos, viviendo escondida bajo
tierra y olvidada por los hombres. Y ella, viendo que no tenía otra cosa que
las raíces que le habían tocado en el reparto del árbol, y a falta de otra cosa
para comer, no tuvo más remedio que conformarse con roer, tajar y alimentarse
de las raíces del árbol y éste, a pesar de su hermosa fronda y sus flores, al
quedarse sin raíces, no pudo dar frutos y, al no tener soporte, vino un viento
fuerte y lo arrancó cayéndole sobre la Mentira y todos los que estaban
aprendiendo de ella.
Por el agujero donde estaba el tronco salió la Verdad de donde
estaba escondida y, cuando se encontró sobre la tierra, halló que la Mentira y
todos sus seguidores estaban muy mal dañados.
Seguid verdad por la mentira foyr,
ca su mal cresçe quien usa de mentir.
El emperador don
Fadrique se casó con una doncella de muy alta alcurnia,[12]
según le correspondía, pero con todo no lo hizo muy bien, pues no supo, antes
de casarse con ella, la personalidad que tenía.
Después que fueron
casados, como quiera que ella fuera muy suya y muy retraída en sí, comenzó a
ser la más irascible, indomable y terrible de las mujeres, de manera que, si el
emperador quería comer, ella decía que quería ayunar, y si el emperador quería
dormir, ella quería levantarse, y si al emperador le agradaba algo, ella lo
aborrecía. ¿Qué más os diré? Todas las cosas del mundo que al emperador le
complacían, a ella le daban pena y de todo lo que el emperador hacía, ella
realizaba lo contrario siempre.
Cuando el emperador
ya había sufrido esto durante un tiempo y vio que de ninguna manera lo podía
solucionar, ni siguiendo los consejos de otros, ni por ruegos, ni por amenazas,
ni con buen humor, ni con mal genio, y viendo que esta vida tan amargada era
perjudicial para su reino y su hacienda, se fue a visitar al Papa y le contó lo
que le ocurría y le suplicó que los divorciase, pero el Santo Padre le hizo ver
que, según la ley de los cristianos, esto no podía ser, aunque tampoco podía
seguir viviendo de esta manera, así que el Papa, al no encontrar solución
satisfactoria, lo dejó todo al buen entendimiento y sutileza del emperador.
De esta manera se
volvió para casa el emperador igual que se había ido y volvió a trabajar con
empeño en solucionar esta situación: con halagos, con amenazas, con consejos,
con desengaños y por medio de cuantas maneras él y los suyos pudieron pensar,
mas todo fue inútil, pues cuanto más le decían que se reformase, más hacía ella
lo contrario.
Viendo que el
problema empeoraba, dijo un día el emperador que quería ir a cazar ciervos y
que se llevaba una cierta cantidad del veneno que se colocaba en las saetas
dejando el resto en el palacio, por lo que avisaba a todos que no lo tocasen y
que, por nada del mundo, colocasen ni una gota de aquel brebaje sobre heridas,
ni postillas[13] ni sobre nada que
manase sangre, pues aquello era tan fuerte, que no había cosa viva que no
matase. Dicho esto, tomó otro ungüento muy bueno para cualquier llaga o herida
y el emperador se untó por todo el cuerpo y les dijo que si, a pesar de sus
advertencias, alguien tocaba el veneno, que lo frotasen con aquel antídoto.
Pero nada más irse el
emperador, comenzó su mujer a soltar improperios por su boca: “¡Ved que falso
es el emperador! ¡Ved cómo me quiere engañar! Seguro que en la botella donde
dijo que estaba el veneno, está la medicina y, donde él dijo que estaba el
remedio, está la perdición, y me aconsejó que me untase con la ponzoña para
librarse de mí, pero yo no le haré caso y me aplicaré el contenido de la
botella que él prohibió, porque seguro que ahí está el medicamento.”
Los caballeros y las
damas que estaban allí discutieron mucho con ella para que no lo hiciese, le
suplicaron y le lloraron, pero ella no escuchó a nadie y se extendió el
contenido mortal de la botella por la piel de sus brazos y cara y sobre una
pequeña herida que se había hecho el día anterior, por lo que, al poco rato,
murió entre grandes dolores.
Don Alvar Fáñez,
quien repobló Iscar[16]
y allí vivía, era muy buen hombre y muy honrado. Por su parte, el conde don
Pedro Asúrez,[17] quien tenía tres
hijas, pobló Cuellar[18]
y moraba en aquella ciudad.
Un día, sin aviso
alguno, se presentó don Alvar Fáñez en casa de don Pedro Asúrez, quien lo recibió
muy cortesmente y le invitó a comer. Concluida la comida le preguntó don Pedro
la causa de su visita, a lo que don Alvar le respondió que venía a por una hija
del primero para casarse, pero que antes de decidirse quería que se las
presentase todas y le dejase hablar con cada una de ellas y así elegiría la que
él mejor viese. El conde, viendo que le hacía un gran honor, accedió a cuanto
le pedía don Alvar.
Llegó la hija mayor y
le dijo que, si le complacía, él estaría muy feliz de casarse con ella, pero que
hablasen antes un poco, pues quería contarle cosas de su hacienda y su estado.
Que supiese, primero, que él ya no era un mancebo[19]
y que, por las muchas heridas recibidas en las batallas en las que había estado
presente, se le había debilitado tanto la cabeza que, por poco vino que
bebiese, se le iba rápidamente el entendimiento y, cuando estaba fuera de sí,
se ensañaba tanto que no sabía lo que hacía, e, incluso, a veces hería a los
hombres de tal manera, que se arrepentía mucho después, y aún más, pues cuando
se echaba a dormir hacía tales cosas que no tendrían mucha importancia si todas
fuesen limpias. Y de esta forma le dijo tantas cosas que ninguna mujer con seso
se sentiría muy bien casada con él. Cuando hubo acabado, la hija del conde le
dijo que la decisión de ese matrimonio no estaba en ella, sino en sus padres.
Alejándose de don
Alvar, se acercó a sus padres y, cuando éstos le preguntaron cuál era su
voluntad, ella dijo que tales cosas le había contado aquel hombre que prefería
antes estar muerta que casada con él.
El conde no quiso
decirle esto a don Alvar, tan sólo le comunicó que su hija mayor no tenía
voluntad de casarse.
Y don Alvar Fáñez
habló con la hija mediana y le pasó lo mismo que con la hija mayor.
Después se le acercó
la pequeña y a ella volvió a contarle lo mismo que a las otras dos. Pero ésta
respondió que agradecía mucho a Dios que don Alvar quisiera casarse con ella, y
sobre lo que decía que le hacía el vino, que si, por ventura, alguna vez
tuviese que estar apartado de las gentes por aquello, que ella le encubriría
mejor que ninguna otra persona del mundo, y en lo que decía de que era viejo,
que a ella no le importaba, pues sería suficiente honor ser la esposa de don
Alvar Fáñez, y en cuanto a lo que decía de que era muy sañudo y hería a las
gentes, que no se preocupase, que ella no haría nunca nada por lo que tuviese
que enfadarse, y si por alguna casualidad le hiciese algún daño, que ella lo
sabría sufrir.
Y en todas las cosas
que don Alvar Fáñez le dijo, a todas supo responder bien, tanto que don Alvar
se alegró mucho y dio gracias a Dios por haber encontrado una mujer con tanto
entendimiento. Al final don Alvar le declaró que casi nada de lo que había
dicho era cierto, sólo que era mayor.
Así pues, le hizo
saber al conde que su decisión era casarse con su hija pequeña. A don Pedro
esto le agradó mucho y las bodas se celebraron al poco tiempo.
Esta mujer tenía por
nombre doña Vascuña y fue tan buena y tan sensata que don Alvar nunca tuvo
ninguna queja de ella y se consideró el hombre más afortunado de la tierra.
Y aconteció una vez
que llegó un sobrino de don Alvar Fáñez a su casa, el cual había estado a
servicio del rey, y, estando varios días en ella, le dijo a su tío que todo
estaba muy bien, pero que sólo encontraba una tacha y ésta era que don Alvar
siempre le hacía muchos honores a su mujer y que confiaba mucho la hacienda en
ella. Don Alvar le respondió que en pocos días tendría la respuesta.
Al día siguiente
salieron tío y sobrino a caballo hacia una parte lejana de sus tierras y
estuvieron allí varios días, al cabo de los cuales, fueron en busca de doña
Vascuña. Durante el camino los esposos no hablaron ni una palabra, y don Alvar
cabalgaba delante, junto a su sobrino, y su esposa les seguía detrás. Cuando ya
llevaban así un rato, se encontraron con un rebaño de vacas y don Alvar dijo:
“¿Viste, sobrino, que hermosas yeguas hay en nuestras tierras?” Cuando el
sobrino escuchó aquellas palabras, se sorprendió mucho y pensó que se lo decía
en broma por lo que le respondió que no era yeguas sino vacas. Pero don Alvar
comenzó a maravillarse de que el muchacho no viera lo mismo que él y le
preguntó si había perdido el seso, pues bien a la vista estaba que aquellas
eran yeguas. Cuando el sobrino vio que su tío discutía tanto esto y con tanto
empeño, se asustó un poco al llegar a pensar que habría perdido la razón. Y don
Alvar tanto estuvo porfiando que, acercándose doña Vascuña, dijo: “¡Ea!,
sobrino, aquí está doña Vascuña que nos resolverá nuestra contienda.” Así que
el muchacho se dirigió a ella y le contó: “Señora, don Alvar Fáñez y yo estamos
discutiendo, pues él dice que estas vacas son yeguas y yo digo que son vacas, y
tanto hemos discutido que él me tiene a mi por loco y yo creo que él ha perdido
el seso. Por eso, señora, os suplicamos nos resolváis esta contienda.”
Cuando doña Vascuña
vio esto, como quiera que ella veía claramente que eran vacas, pero puesto que
su sobrino le había dicho que su marido estaba empeñado en que fueran yeguas,
tuvo claro que los dos erraban, puesto que no las conocían, y que su marido
seguro que no fallaba, pues las conocía muy bien, así que si él decía que eran
yeguas, yeguas serían. “Por Dios, sobrino,” dijo “me pesa mucho esto que decís
y sabe Dios que con mayor entendimiento y conocimiento esperaba que vinieseis
de la casa del rey, donde habéis estado, que bien podéis ver que mucha mengua
de razón es decir que las yeguas son vacas.” Y comenzó a demostrarle tan bien
por los colores como por los rasgos, como por muchas más cosas, que eran yeguas
y no vacas y que era verdad lo que don Alvar Fáñez decía, pues de ninguna
manera el entendimiento y la palabra de su marido se podían poner en duda.
El muchacho guardó
silencio y volvió junto a su tío. Al poco rato se encontraron con un grupo de
yeguas y don Alvar dijo: “¡Aja, sobrino! Estas son las vacas, que no las que
vos decíais antes.”
Cuando el sobrino oyó
esto, le respondió a su tío: “Por Dios, don Alvar, si vos decís la verdad, el
diablo me trajo a estas tierras, que ciertamente, si estas son vacas, perdido
estoy yo de entendimiento, que, por todas las cosas del mundo, estas son yeguas
y no vacas.”
Don Alvar comenzó a
discutir con mucha saña que eran vacas y tanto duró la discusión, que volvieron
a doña Vascuña. De nuevo le contó su sobrino lo ocurrido y ella pensó que él
tenía razón, pero no podía concebir que su esposo pudiese errar ni mentir, por
lo que comenzó a buscar razones para demostrar que don Alvar estaba en lo
cierto y, tan bien lo hizo, que su sobrino y todos los que con ellos iban,
llegaron a dudar de lo que veían.
Siguieron otro tramo
más del camino hasta que llegaron a un río donde habían varios molinos y allí
se detuvieron para dar de beber a sus caballos. Estando en esto, don Alvar
comentó algo sobre el agua y los molinos, y dijo que aquella corría en
dirección contraria de la que lo hacía y que las norias giraban en el otro
sentido al normal. Su joven sobrino ya no sabía lo que pensar, pues si hasta
ahora siempre se había equivocado, seguramente en este momento también los
sentidos le engañaban, pero su orgullo no le dejó ceder y discutió con su tío
afirmando lo contrario de lo que él decía. Llamada otra vez doña Vascuña,
pensó, en un primer momento, que el muchacho tenía razón, pero defendió la
postura de su esposo con razones indiscutibles, pues ella afirmaba que si el
marido dice que río corre contra corriente, la mujer no lo debe poner en duda.
Siguieron el camino,
el tío sonriente y el sobrino lleno de dudas y bastante preocupado de su
entendimiento, hasta que don Alvar, viendo al joven tan triste, se acercó y le
dijo: “Sobrino, ahora os he dado la respuesta a lo que el otro día me dijisteis
de que la gente consideraba que yo estaba haciendo mal en darle tanto poder y
confianza a doña Vascuña, mi mujer, pues creed bien que todo esto que hemos
pasado hoy, todo lo hice para que comprendieseis cómo es ella, y sabed que
desde que me casé con ella, nunca ha dicho ni hecho nada que no sea para
satisfacerme y para honrarme, por eso yo nunca podré dudar de quien me profesa
amor verdadero.”
En el primero día que omne
casare debe mostrar
qué vida á de fazer o cómmo
á de passar.[20]
Tres hombres
vividores visitaron a un rey y le dijeron que eran muy buenos maestros en hacer
paños y que eran capaces de hacer uno que sólo podían ver aquellos que eran
hijos legítimos, pero que no lo podrían ver, por nada del mundo, quienes fueran
hijos bastardos.[23]
Al rey le atrajo
mucho esto suponiendo que, mediante este paño, podría saber qué hombres de su
reino eran de verdad hijos de quienes decían ser y quiénes no y de esta forma
podría acrecentar mucho sus riquezas, pues los musulmanes no podían heredar
nada de sus padres si no son sus verdaderos hijos. Así pues ordenó que los
acomodasen en un palacio donde pudiesen fabricar aquel maravilloso paño.
Ellos, para ganarse
su confianza y para que viese que no le querían engañar, le dijeron que los
encerrase en aquel palacio hasta que el paño estuviese hecho. El rey estuvo de
acuerdo y mandó que les diesen todo lo necesario para fabricarlo. Los hombres
pidieron oro, plata y seda en grandes cantidades, pues estos decían ser sus
componentes.
Colocaron sus telares
y dieron a entender que se pasaban todo el día tejiendo y, al cabo de unos
días, le mandaron decir al rey que el paño estaba comenzado y que era la cosa
más hermosa de la tierra y, como era el momento de realizar la figuras y
dibujos, que se acercase él mismo para decirles cuáles quería, pero que lo
hiciera completamente solo, sin acompañante alguno.
El rey, queriendo
comprobar que era cierto lo que decían, puso grandes excusas y mandó a un criado
de confianza, el cual sabía que no era hijo de su padre, pero sin avisarle en
qué consistía lo mágico de aquello. Cuando el camarero volvió le dijo al rey
que le estaban engañando, pues él no había visto paño alguno. Al rey le
satisfizo mucho la respuesta, pero queriendo probar más, envió a su consejero,
el cual podía demostrar su estirpe[24]
noble en varias generaciones, aunque él si conocía las excelencias de tal
prenda, quien, al llegar y no ver nada, se asustó mucho y no se atrevió a
contar la verdad y le dijo al rey que ciertamente era aquel el paño más
fantástico que había visto nunca.
El rey, satisfecho
con las pruebas, se dirigió él mismo hacia el palacio de los tejedores para ver
su paño y, cuando entró y vio a los trabajadores que le decían: “Esto es tal
labor, esto es tal dibujo, esto es tal figura y esto es tal color,” y al verlos
mover las piezas del telar de un lado para otro en un acompasado tejer, y él no
veía nada del paño que le decían, se tuvo por muerto, pues pensó que no era
hijo del rey que el tenía por padre y por eso no podía ver el paño, por ello
receló que si decía la verdad, perdería el reino. Así pues, comenzó a alabar
las excelencias de la tela y aprendió todo lo que ellos estaban diciendo que en
ella había.
Cuando volvió al
palacio real, empezó a decir maravillas de lo que había visto y contaba con
detalles todas las figuras e imágenes que en él habían, pero tenía sus
sospechas.
Al cabo de dos días,
envió al alguacil para que viese cómo iba el paño, pero antes le contó todas
las maravillas, colores y formas que tenía. Cuando llegó allí y escuchó que las
figuras y formas coincidían con las que le había dicho el rey, aunque él no
pudiera ver absolutamente nada, pensó que era a causa de que no era hijo de su
padre, a quien cuidaba, y tuvo miedo de perder su honra, así pues comenzó a
comentar las excelencias del paño.
Al comprobar el rey
que su alguacil también lo veía, se tuvo por más desgraciado, pero, para que
nadie se lo notara, siguió alabando y glorificando las maravillas de aquella
tela.
Todo el mundo le
pidió al rey que vistiese aquellos paños para la fiesta nacional, éste, por
miedo a que le descubriesen, accedió y los maestros trajeron los paños
envueltos en unas sábanas, las colocaron sobre el suelo y dieron a entender que
desenvolvían las telas mágicas. Le preguntaron al rey qué parte quería que le
cortasen para vestir. Luego hicieron como que cortaban y después cosían una
túnica.
Llegado el día de la
fiesta, se acercaron los maestros hasta el rey con sus ropas ya terminadas y le
hicieron creer que le vestían y le alisaban las túnicas, así hasta que el rey
creyó que ya estaba totalmente vestido, aunque él se viese desnudo. De esta
forma montó en su caballo y salió por las calles de la ciudad.
Cuando las gentes
principales lo vieron y no veían el paño, pensaron que no eran hijos de sus
padres, por lo que guardaban silencio o alababan la buena hechura del traje
real y sus colores y dibujos, para que nadie se enterase de su tragedia. Hasta
que un esclavo negro, que cuidaba del caballo del rey y que no tenía nada que
perder, le dijo: “Señor, a mi no me importa que me tengáis por hijo ilegítimo,
por eso os digo que, o yo estoy ciego, o vos vais desnudo.”
Entonces el rey le
comenzó a maltratar y a decir que era un bastardo, pero al oír lo que comentó
el negro, otra persona dijo lo mismo, y otra, y otra, hasta que todo el pueblo
empezó a exclamar: “¡El rey va desnudo, el rey va desnudo!” Esto ya fue el
colmo, y el rey se dio cuenta de que le habían engañado, por lo que mandó
buscar a los maestros del paño, pero éstos, como ya habían quedado libres del
palacio, habían huido con todo el oro y la plata que el rey les dio.
Quien te conseia encobrir de
tus amigos,
sabe que más te quiere
engañar que dos figos.[25]
En una villa había un
hombre muy bueno que tenía un hijo, el mejor joven que podía haber, mas no era
tan rico para poder conseguir todas las cosas que él consideraba propias de su
estado y, por eso, estaba un poco triste y apenado.
En aquel mismo pueblo
vivía otro hombre más honrado y más rico quien sólo tenía una hija muy hermosa,
la cual era muy diferente de este mancebo, pues cuanto éste tenía de buenas
maneras, tanto las tenía aquélla de malas y contrarias y, por esta causa, no
había hombre en el mundo que quisiera casar con ella.
Un día vino el joven
a su padre quien le dijo que bien sabía que él no era tan rico como para darle
con qué vivir honradamente y que, o bien tendría que tener una vida pobre y
miserable, o irse de aquella tierra para buscarse la fortuna, aunque, si no ponía
ningún reparo, también podía hacer algún casamiento con una mujer de recursos.
El muchacho lo pensó
durante unos días y, al cabo de ese tiempo, le dijo a su padre que, si él
quería, podía hablar con aquel otro hombre más rico y más honrado que tenía una
hija. Cuando el padre oyó esto, se quedó muy maravillado, pues, le respondió,
“¿Cómo quieres hacer tal cosa cuando bien sabes que no hay hombre en el mundo
que quiera casarse con esa mujer tan brava?”. Pero el hijo le contestó: “No os
preocupéis por eso, padre, vos sólo limitaos a pedir su mano”.
Así pues, se juntaron
los dos padres, los cuales eran desde siempre muy buenos amigos, y el pobre le
contó al rico lo que quería hacer su hijo y, ya que se atrevía a casarse con su
hija, le rogaba que se la diese en matrimonio. Cuando el rico escuchó esto le
dijo a su amigo: “Por Dios, amigo, si yo tal cosa hiciera, faltaría a mi
amistad, pues vos tenéis un buen hijo y haría una gran maldad si consintiera su
mal y su muerte, y si se casase con mi hija, sería como estar muerto o más le
valdría estarlo. Y no penséis que hago esto por no complaceros, que si os
empeñáis, con gusto se la daría a vuestro hijo y cualquiera que la quisiera
sacar de casa.” A lo que el otro respondió: “Mucho os agradezco cuanto decís,
pero puesto que mi hijo quiere este casamiento, os ruego que aceptéis en ello.”
Y el casamiento se
hizo y llevaron a la novia a casa de su marido. Y, como los moros tienen por
costumbre preparar la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos allí hasta
el día siguiente, así lo hicieron también aquella vez, pero no pudieron evitar
los padres y las madres y cuantos parientes y amigos tenían, quedarse con gran
recelo, pensando que al otro día encontrarían al novio muy maltrecho o muerto.
Cuando los recién
casados se encontraron solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que
ella pudiera decir nada, miró el novio alrededor de la estancia y, viendo a un
perro que dormitaba en un rincón, le dijo con mucha autoridad: “¡Perro, danos
agua en las manos!” El perro, lógicamente, no lo hizo y el joven comenzó a
gritarle y a insultarle con mucha fiereza, hasta que, al ver su desobediencia,
se levantó de la mesa, cogió su espada y se dirigió hacia él; el perro, al
verle venir de tal manera, comenzó a huir aterrado por la habitación, y ambos
comenzaron a correr saltando por la mesa, por la ropa y por el fuego hasta que
lo alcanzó y le cortó la cabeza, las patas y lo troceó salvajemente salpicando
todo con su sangre.
Ya más calmado, se
volvió a la mesa y volvió a mirar alrededor y, viendo al gato, le dijo que les
diese agua en las manos. Como no lo hizo, le dijo: “¡Cómo, falso traidor! ¿No
viste lo que le hice al perro porque no quiso hacer lo que le mandé? Juro por
Dios que si a un punto osas desafiarme, lo mismo haré contigo.”
El gato se limitó a
mirarlo con curiosidad, pero, como tampoco es costumbre suya dar agua a las
manos de nadie, no hizo nada. Al ver tal desfachatez, el marido se levantó y,
agarrándolo por el rabo, lo golpeó contra la pared, con tal saña, que no duró
vivo ni dos golpes.
Y así, enfadado,
sañudo y haciendo muy fieros gestos, volvió a la mesa y miró de nuevo por todas
partes. La mujer, viendo todo esto, pensó que estaba loco y no se atrevió a
abrir para nada la boca.
Al no encontrar
ningún animal a mano, fue hasta la cuadra donde guardaba su caballo, que era lo
único que tenía, y lo llevó hasta la cocina y le dijo que les diese agua, el
jamelgo se limitó a mirar con desinterés y buscar algo que echarse a
la boca. Al ver que
no le obedecía, dijo el joven: “¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que porque no
tengo otro os dejaré vivir si no me hacéis caso? De eso no tengáis duda, que si
no hacéis lo que yo os mande, juro a Dios que tan mala muerte tendréis como los
otros, pues no hay cosa viva en el mundo que no haga lo que yo diga.” El
caballo, por toda respuesta, sopló un poco y eso fue su sentencia de muerte,
pues de un solo golpe le cortó la cabeza.
Cuando la mujer vio
que mataba al único caballo que tenía y le oyó decir que no había cosa viva que
le desobedeciera, se dio cuenta que la cosa iba en serio y comenzó a temblar de
miedo.
El hombre volvió a la
mesa, enfurecido, jadeante y ensangrentado, y miró alrededor buscando al
siguiente, pero todos los animales que tenían estaban muertos, así que, con la
espada aun manchada en la mano, le dijo a su mujer: “Levantaos y dadme agua a
las manos.” Ésta, que no esperaba otra cosa que la despedazara si no lo hacía,
se levantó muy rápidamente y le dio agua, entonces él dijo: “¡Ah! ¡Cómo
agradezco a Dios porque hayáis hecho lo que os mandara, de lo contrario, por la
rabia que esos me hicieron coger, os habría hecho lo mismo a vos que a ellos!”
Después ordenó que le diera de comer y ella lo hizo. Y así ocurrió con todo lo
que él le pidió desde aquel momento en adelante.
Cuando despertaron
por la mañana, el marido le dijo: “Con los nervios de esta noche no he podido
dormir bien. Cuidad que no me despierte nadie y preparad bien la comida.”
Al llegar los padres
y las madres y todos los amigos y parientes a la puerta y ver que todo estaba
cerrado y silencioso, se temieron lo peor y más cuando, al llamar, salió ella
sola y les dijo: “¡Locos, traidores! ¿Qué hacéis? ¿Cómo osáis llamar a la
puerta y hacer ruido? ¡Callad, sino todos, tanto vosotros como yo, todos
seremos muertos!” Tras oír estas palabras se maravillaron y desde que supieron
lo ocurrido, apreciaron mucho al mancebo porque supo tan bien enderezar a su
mujer.
Si al comienço non muestras
qui eres,
nunca podrás después quando
quisieres.
En una villa vivía un
gran maestro que no tenía otro oficio ni otro trabajo que el de vender
consejos. Y un mercader que allí también residía fue un día a comprarle uno y
el maestro le preguntó que de qué precio lo quería, a lo que el mercader
respondió que deseaba gastarse un maravedí;[35]
el maestro tomó la moneda y le dijo: “Amigo, cuando alguno os convide, si no
sabéis los manjares que vais a tomar, hartaos bien de lo primero que os
traigan.” El mercader se quejó de que no le había vendido un gran consejo, pero
el sabio respondió que se correspondía con el precio que había pagado por él.
Así pues, el mercader pidió otro consejo que valiese una dobla y el maestro le
dijo: “Cuando estéis muy enfadado y sintáis deseos de hacer algo
impulsivamente, no os impacientéis ni hagáis nada hasta que sepáis toda la
verdad.” El mercader tampoco se quedó muy contento y, pensando que podía
gastarse todo el dinero que traía intentando aprender aquellos dichos, no quiso
pagar más y se marchó.
Y ocurrió que un buen
día el mercader tuvo que marchar a una tierra muy lejana y, cuando partió, dejó
a su mujer embarazada, pero este hombre tardó tanto en volver, comerciando por
países lejanos, que no regresó hasta que su hijo tuvo más de veinte años.
Mientras tanto, su mujer, como no tenía otra persona y pensaba que su marido
habría muerto, se consolaba con su hijo al que quería mucho y tanto amor le
tenía que le llamaba marido y dormían juntos, aunque de la forma más inocente y
pura, desde que aquel naciera.
Así pasó el tiempo,
hasta que el mercader tornó a su tierra mucho más rico y honrado que antes y,
nada más llegar, corrió hacia su casa sin decir nada a nadie a causa del gran
deseo que tenía de volver a ver a su familia, pero cuando llegó quiso ver como
vivían en ella y se escondió en un lugar donde nadie podía verlo. Al rato de
estar allí, llegó el hijo y su mujer le preguntó: “¿De dónde vienes, marido?”
Al oír esto, el mercader se puso muy triste, pues pensó que ella se había
casado con aquel mancebo y le entró tanta rabia, que pensó en matarles, pero
recordó el consejo que le vendiera el sabio y se calmó. A la hora de comer se
sentaron los dos a la mesa y eso le hizo concebir aún más dudas al pobre
mercader que casi ya no podía soportarlo, pero recordó las palabras del maestro
y esperó. Mas, cuando al llegar la noche los vio irse juntos a la cama, ya no
lo pudo sufrir más y decidió matarles, pero, al llegar cerca de la alcoba,
escuchó a su mujer que decía: “¡Ay, marido e hijo! Me han dicho que hoy llegaba
una nave al puerto y comentaban que venía de aquellas tierras donde fue tu
padre. Por el amor de Dios, id mañana al puerto e intentad averiguar algo de
vuestro padre.” Cuando el mercader oyó aquello, recordó que al marchar su mujer
estaba embarazada y que aquel mancebo debía ser su hijo, y agradeció mucho
haber comprado aquel consejo que le costó una dobla.
Si con rebato gant cosa
fazierdes,
ten que es derecho si te
arrepentieres.
En Córdoba hubo un
rey que se llamaba Alhaquem[38]
quien, como mantenía en paz y prosperidad su reino, no se preocupaba en hacer
guerras ni conquistas, ni nada de esas cosas que dan tanta fama y notoriedad a
los reyes, sino de dirigir lo mejor que sabía su hacienda y a su pueblo y
dedicarse a las artes y a las diversiones.
Y ocurrió que,
estando escuchando música, se dio cuenta que el albogón[39]
no sonaba como debía, por lo que lo cogió y le hizo un agujero en la parte de
abajo, en la misma dirección que los que ya tenía y, a partir de entonces, el
albogón sonó mucho mejor.
Y como quiera que
aquello era una buena cosa para ese instrumento, pero no tan gran hecho como
convenía a un rey, la gente, a manera de escarnio, comenzaron a alabar aquella
hazaña y decían: “Este es el añadido del rey Alhaquem.” Y esta sentencia fue
divulgada tanto por tierra como por mar, hasta que le llegó a oídos del rey, quien
preguntó qué querían decir las gentes con esto. Cuando se enteró de que era por
burla, le pesó mucho, pero como era un buen rey, no quiso vengarse de quienes
de él se mofaban, sino que se juró a sí mismo que haría otro añadido con el que
todo el mundo le admirase y agradeciese.
Y pensó y pensó,
hasta que le vino a la mente que la mezquita de Córdoba hacía mucho tiempo que
estaba parada en sus obras y aparecía abandonada y sin concluir, así pues, se
decidió a terminarla y puso todo su empeño en ello, llegando a ser la más
grande, hermosa y honrada de las mezquitas de España.
Y desde entonces,
todo el mundo lo conoció como el que había terminado la mezquita, una gran obra
por la que pasó a la historia.
Si algún bien fizieres que muy grande non fuere,
faz grandes si pudieres que el bien nunca muere.
En una villa había un buen mancebo quien estaba casado con una
mujer con la que vivía muy feliz y sin problemas a pesar de que el diablo había
intentado con todos los medios enemistarles, pero como éste está siempre al
acecho de destruir las cosas buenas y no pierde ocasión para ello, ésta le vino
al encontrarse con una beguina.[42]
Al ver la beguina venir al diablo tan triste, le preguntó las
causas de su melancolía, a lo que aquél le respondió que se debían a que en
aquella villa vivían ese hombre y esa mujer en quienes andaba mucho tiempo
intentando meter el mal sin éxito alguno. La beguina se maravilló de aquello,
pues le sorprendía que el diablo fuera incapaz de conseguirlo, pero se brindó
gustosa a ayudarle. Satán, al oírle le dijo que si lo conseguía le daría lo que
ella quisiese.
Así pues la beguina fue hasta donde vivía aquel feliz matrimonio
y, esperando que saliese el marido de casa, se presentó a la mujer diciéndole
que ella era una vieja criada de su madre, a la cual le debía agradecimiento
eterno, y que por eso estaba muy obligada con la hija a la que deseaba servir
en lo que fuera. La buena mujer, fiándose de ella, la metió en casa donde se
ganó la amistad de los dos esposos.
Cuando ya llevaba un tiempo en la casa, se acercó un día a la
mujer y le dijo: “Hija, mucho me pesa de lo que he oído, pero me temo que
vuestro marido se preocupa más de otra mujer que no de vos y os ruego que le
hagáis muchos honores y le deis mucho placer para que él no busque en otra lo
que no le dais vos, pues de esto os podría venir más mal que otra cosa.” La
buena mujer, al oír esto, aunque en su interior no lo creía, se llenó de
tristeza e inquietud. La beguina entonces
se fue hacia
el camino por
donde debía venir el marido y,
cuando se
encontraron, le dijo:
“Mucho me pesa lo que hacéis, mi señor, pues teniendo tan buena mujer, ¿cómo
vais a buscar placer en otras? Y esto ella ya lo sabe, y está muy triste, pero
me ha asegurado que, si vos le hacéis este deshonor a ella que tanto bien os ha
dado, ella hará lo mismo y se buscará otro hombre que la quiera más que vos.”
El buen hombre, al oír esto, aunque en su interior no lo creía, se puso muy
triste y meditabundo.
Cuando dejó al marido, la beguina corrió a casa y le dijo a la
esposa: “Hija, no sé qué desventura es ésta, pues vuestro marido está muy
despagado de vos y, para que veáis que es verdad lo que os digo, mirad que
triste, melancólico y sañudo viene, cuando él no solía ser así.” Dicho esto,
fue a buscar al hombre que estaba llegando a su casa y le dijo lo mismo.
Así, al verse los esposos y encontrarse tan tristes y despegados,
tuvieron por ciertas las palabras de la criada. Por eso, el buen joven, no
pudiéndolo soportar, salió de casa, lo que aprovechó la beguina para decirle a
la mujer: “Si queréis, hija, yo os puedo buscar algún hombre sabio que haga
alguna cosa para que vuestro marido vuelva a ser el que era.” La esposa, llena
de ansiedad, aceptó de buena gana.
Al cabo de unos días, vino la beguina y le dijo que había
encontrado un hombre muy sabio que le daría un remedio, pero que necesitaba
unos pocos pelos de la barba de su marido, justo de los que se encuentran junto
a la garganta, y que se los tenía que cortar con la navaja que le había dado. Y
la mujer, por el gran amor que tenía a su marido y por el suplicio que suponía
para ella esta separación, cogió la navaja que le ofrecía la beguina y se
dispuso para hacerlo.
Pero la falsa beguina fue donde estaba el marido y le dijo que
temía por su vida y que eso tan fuerte no lo podía encubrir: que supiese que su
mujer quería matarlo e irse con su amigo y, para que viese que le decía la
verdad, que su mujer y el amigo habían decidido matarlo cuando se durmiese
degollándole con una navaja. Cuando el buen mancebo escuchó esto se llenó de
temor y decidió acercarse a su casa para ver si era cierto.
Al llegar, su mujer lo recibió mejor que otros días y le dijo que
no trabajase tanto y que se tumbase un poco para descansar. El marido, entonces,
tuvo por ciertas las palabras de la vieja, pero se tumbó para comprobarlo.
Cuando la esposa creyó que estaba dormido, sacó la navaja y se dispuso a
cortarle los pelos que aquella le pidiera, pero, al verla el marido acercarse
con el arma, pensó que iba a matarle y, rápidamente, se levantó, sacó su navaja
y degolló a su mujer.
El padre y los hermanos de la joven, como oyeron los gritos,
acudieron veloces a la habitación y, al ver al hombre con la navaja
ensangrentada en la mano y a su mujer degollada en el suelo, no tuvieron
misericordia de él y le dieron muerte allí mismo.
Y todo esto vino por las falsas palabras que supo decir una falsa
beguina.
Para mientes[43]
a las obras et non a la semejança,
si cobdiçiares ser guardado de aver mala andança.
El Bien y el Mal
acordaron juntarse y el Mal, que es más astuto y siempre anda con engaños, le
propuso al Bien que sería bueno que tuviesen algún ganado con que poderse
mantener. Al Bien le pareció correcto y acordaron que fuera de ovejas.
Cuando tuvieron el
rebaño, el Mal le dijo al Bien que escogiese el esquimo[46]
de aquellas cabezas.
El Bien, como es
bueno y comedido, no quiso escoger y le dijo al Mal que escogiese él. Éste,
porque es malo y audaz, se alegró mucho y le dijo al Bien que tomase los
corderos tal como nacían y él tomaría la leche y la lana de las ovejas. El bien
estuvo de acuerdo en este trato.
Otro día dijo el Mal
que sería bueno tener cerdos, con lo que el Bien estuvo de acuerdo. Cuando
tuvieron una buena piara,[47]
el Mal le dijo al Bien que, ya que él tomaba de la ovejas la lana y la leche,
que estaría bien que ahora tomase el Bien estas cosas de las cerdas y que el
cogería los lechones.[48]
Al Bien le pareció perfecto.
Más adelante, el Mal
propuso plantar algunas hortalizas y acordaron en cultivar nabos y, cuando
éstos crecieron, le dijo el Mal al Bien que él no sabía muy bien qué era lo que
había dentro de la tierra, pero para más seguridad, que el Bien recogiese el
verde que crecía fuera de la tierra y él se conformaría con lo de dentro. Y el
Bien así lo hizo.
Pasado el tiempo
plantaron coles y, cuando ya estaban lozanas y hermosas, el Mal dijo que, ya
que él cogía la parte enterrada de los nabos, justo era que ahora cosechase lo
de fuera de las coles, por lo que el Bien se conformó con las raíces.
Y así iban marchando
hasta que al Mal se le ocurrió que sería muy bueno que ambos tuviesen una mujer
que les sirviese, al Bien le pareció estupendo. Una vez en casa la mujer, el
Mal le dijo al Bien que disfrutase de ella de la cintura para arriba y él lo
haría de cintura para abajo. El Bien estuvo conforme. De esta forma la parte
del Bien hacía los trabajos de la casa y le del mal las funciones de esposa.
Un día la mujer quedó
embarazada y dio a luz un hijo y cuando nació quiso darle de mamar, pero cuando
lo vio el Bien no se lo permitió, pues la leche estaba en su parte del trato.
Cuando el Mal vino contento a ver a su hijo, vio que estaba llorando y le
preguntó a la madre qué le ocurría, la madre le respondió que la causa era que
no mamaba. El Mal, algo enfadado, le ordenó que le diera de mamar, pero la
mujer le respondió que no podía porque la leche estaba en la parte de su cuerpo
que le correspondía al Bien y éste se lo había prohibido.
El Mal fue donde
estaba el Bien y le dijo entre burlas y riendo que le diese leche para su hijo,
pero el Bien se negó. Entonces el mal se enojó mucho, pero el Bien le dijo:
“Amigo, no te creas que yo era tan tonto que no sabía cuáles partes escogías en nuestros tratos,
pero yo nunca os pedí nada de lo que a vos os correspondía y pasé como pude con
lo que a mí me tocaba y vos nunca os apenasteis de mi pobre condición ni me
disteis nada jamás; pues ahora no os extrañéis si yo me niego a daros algo de
lo que a mí me corresponde.”
Cuando el Mal se dio
cuenta de que el Bien tenía razón, pero que, si no lo remediaba, su hijo
estaría muerto de hambre en pocos días, comenzó a suplicarle por Dios que
tuviese piedad de aquella criatura y que no descargase en él los pecados de su
padre, que le prometía de ahora en adelante enmendarlos y comportarse como era
debido.
Al verle de esta
forma, el Bien se compadeció del Mal y accedió a que el pequeño pudiese mamar,
pero antes obligó al padre a que fuese por la villa pregonando la siguiente
sentencia: “Amigos, sabed que con bien vence el Bien al Mal.”
Un buen hombre tenía
una casa de baños y un loco llegaba a ella cuando las gentes venían a bañarse y
les daba tantos golpes con palos y piedras, que ya nadie osaba ir allí y el
hombre bueno se arruinó.
Cuando este buen
hombre vio mermar así sus rentas, madrugó un día y se metió en el baño antes de
que el loco viniese. Se desnudó y tomo un cubo de agua bien caliente y una gran
maza de madera y, cuando el loco vino a golpear a los bañistas, le salió con
mucha fiereza y rapidez, tirándole el cubo de agua caliente por la cabeza y
dándole tantos golpes con la maza, que el loco salió de allí muy espantado y
mal herido.
Al salir a la calle
de esta forma, un hombre que llegaba le preguntó lo ocurrido y el loco le
respondió: “Señor, tened cuidado, que otro loco peor que yo anda en los baños.”
Siempre el Bien vençe con
bien al Mal;
sofrir al omne malo poco
val.[51]
El conde don Rodrigo
el Franco se casó con la hija de don Gil García de Sagra, la cual fue muy buena
esposa. Pero el conde le acusó de falso testimonio y ella, quejándose de esto
le pidió a Dios que si ella era culpable, mostrase alguna señal en su cuerpo, y
si mentía su marido, la mostrase en el de él. Al poco de hacer esta petición,
el conde enfermó de lepra y ella se separó de su marido, casándose
posteriormente con el rey de Navarra.[54]
El conde, estando
enfermo y sin esperanzas de sanar, se fue para Tierra Santa en romería con
intención de morir allí. Y como quiera que era muy honrado y tenía muchos
buenos vasallos, se fueron con el tres caballeros: Pero Núñez, conocido como el
Leal, Ruy Gonzáles Çavallos y don Gutier Royz de Blaguiello,[55]
quienes pasaron tanto tiempo en aquellas tierras que no les bastó con lo que
llevaron, por lo que acabaron en la más absoluta pobreza y tuvieron que
mendigar para poder comer.
Cada noche bañaban al
conde y le limpiaban cuidadosamente las llagas, incluso una vez, mientras le
lavaban las piernas, tuvieron necesidad de escupir y escupieron, lo cual tomo
el conde como que les daba asco, y comenzó a llorar y a lamentarse, pero para
demostrarle que eso no era cierto, tomaron del agua con que le estaban bañando
y bebieron de ella.
Y así pasaron un gran
tiempo con el conde hasta que éste murió, pero no se atrevían a volver a
Castilla, pues pensaban que no lo podían hacer sin su señor, hasta que alguien
les dijo que cocieran el cuerpo y que cargasen con los huesos, a lo que ellos
respondieron que no consentirían que nadie pusiera las manos encima del cuerpo
del conde aunque estuviese muerto. Así pues, lo enterraron y esperaron a que
toda su carne desapareciera. Cuando esto ocurrió, metieron los huesos en una
arqueta y se volvieron para su reino, lismoneando para comer y durmiendo al
raso, pero con cartas y avales de todo lo que les había ocurrido.
Llegando a la comarca
de Tolosa, al pasar por una villa, se toparon con mucha gente que llevaban a
quemar a una mujer, la cual siempre había tenido fama de honrada, porque fue
acusada por su cuñado, y con la orden de que, si ningún caballero la salvaba,
se cumpliese la justicia, y como ningún caballero se había prestado a ello, la
conucían a la hoguera.
Cuando don Pero
Núñez, el Leal, se enteró de que por falta de caballero aquella mujer iba a
morir, les dijo a sus compañeros que si el supiese que aquella dama era
inocente, el la salvaba. Así que fue hacía la mujer y le preguntó la verdad de
los hechos, a lo que ella respondió que nunca había hecho nada de lo que le
acusaban, aunque la verdad era que sí había deseado hacerlo.
Don Pero, viendo que
no era del todo culpable, aunque tampoco del todo inocente, pues había deseado
hacer el mal aunque no lo hizo, y puesto que ya estaba decidido, quiso salvarla.
Pero los acusadores, viéndole tan desarrapado y pobre, dijeron que él no era
caballero, por lo que tuvo que mostrarles los documentos que traían de Tierra
Santa.
Demostrado su origen,
los parientes de la mujer le dieron caballo y armas y, antes de empezar el
combate, les dijo que con la ayuda de Dios salvaría a la dama, pero que también
le podía ocurrir alguna desgracia por culpa de los malos deseos que la mujer
había tenido.
Desde que entraron en
el campo,[56] ayudó Dios a don Pero
y gano la lid[57] salvando a la dama,
pero perdió don Pero allí un ojo cumpliéndose todos los vaticinios que éste
hiciera antes de la pelea.
Agradecidos, los
parientes de la mujer dieron al caballero lo suficiente para poder llegar bien
hasta Castilla, él y sus compañeros, llevando los huesos del conde.
Cuando las nuevas
llegaron hasta el rey de Castilla de cómo venían aquellos caballeros trayendo
consigo los huesos de su señor, se alegró mucho de contar en su reino con
hombres tan valientes, leales y honrados, y salió a recibirles cinco leguas
antes de llegar a la ciudad haciéndoles un gran recibimiento. Días más tarde,
enterraron los huesos del conde en la ciudad de Osma y los caballeros se fueron
para sus casas.
Y cuentan que cuando
don Roy Gonzáles se dispuso a realizar su primera comida con su esposa, ésta
levantó sus manos a Dios y dijo: “¡Señor, bendito seas Tú que me dejaste ver
este día, pues Tú sabes que desde que don Roy partió de estas tierras, esta es
la primera vez que voy a comer carne y voy a beber vino!” Don Roy quedó muy
sorprendido y preguntó por qué hizo aquello, a lo que ella respondió: “Cuando
vos os fuisteis con el conde, dijisteis que nunca volveríais sin él, pero que
no me preocupara, pues nunca me faltaría pan y agua en esta casa, y puesto que
vos lo ordenasteis, eso sólo fue lo que tomé durante este tiempo.”
Por su lado, llegando
don Pero Núñez a su castillo, tantas ganas tenían su mujer y todos sus
parientes de verle que, nada más llegar, todos comenzaron a reír, sin embargo
don Pero se echó a llorar amargamente. Su esposa le preguntó qué le ocurría y
él dijo que lloraba porque pensaba que se estaban burlando de su ojo perdido.
Oído esto, la mujer cogió una aguja y se quebró uno de sus ojos ante el asombro
de todos: “De esta forma – dijo -, cuando vuelva a reír no pensaréis que lo
hago para burlarme.”
Maguer que[58]
algunos te ayan errado,
nunca dexes de fazer
aguisado.[59]
Un hombre era tan
rico y llegó a tal pobreza que no tenía cosa con la que mantenerse. Un día iba
solo por el bosque, muy afligido y lleno de tristes pensamientos, cuando se
encontró cara a cara con el Diablo. Y como Satanás sabe todas las cosas que
pasan, ya conocía el problema que acongojaba a aquel hombre, pero con todo le
preguntó por la causa de su amargura, a lo que éste le respondió que para qué
servía que se lo dijese si no había ser en este mundo que pudiera ayudarle.
Pero el Demonio le dijo que él sí podía solucionar su problema, siempre y
cuando aquel hiciera todo lo que él le mandase y, para que viese que realmente
lo podía hacer, le dijo el motivo de su pesar punto por punto. El hombre quedó
muy maravillado, pero Lucifer le dijo quién era y que si le obedecía le haría
el hombre más rico del mundo. Cuando aquel desdichado supo quién era su
interlocutor, receló mucho, pero era tan grande su miseria que no se lo pensó
mucho tiempo y respondió que estaba de acuerdo en hacer todo lo que le pidiera
si así volvía a ser rico. Entonces hicieron un acuerdo y el hombre fue su
vasallo y, desde que las avenencias fueron hechas, le dijo Belcebú que, desde
allí en adelante, fuese a robar, pues nunca hallaría puerta, muro ni casa que,
por muy bien cerrados y defendidos que estuvieran, él no pudiese traspasar y,
si por ventura se viese en algún apuro o se viese preso, nada más tendría que
llamarle diciendo: “Socorredme, don Martín,” y él acudiría en el acto. Acordado
todo esto, se separaron.
El hombre marchó
directo a la casa de un mercader y esperó a que oscureciera, pues los que
quieren hacer mal casi siempre esperan a la noche. Al llegar ante la puerta, la
encontró cerrada, pero, nada más tocarla, se abrió sin resistencia. Y lo mismo
ocurrió con las arcas y armarios hasta que consiguió un buen botín de oro y
plata. Y así fue ocurriendo día tras día hasta que fue tan rico que ya no
recordaba la pobreza que había pasado. Pero, como la ambición no tiene límites,
robó tanto y tanto que un día fue sorprendido y hecho preso, pero una vez
dentro de la prisión dijo: “Socorredme, don Martín” y don Martín vino y lo
liberó rápidamente.
Al ver que esto era
una ganga, este hombre robó aún con más ahínco y se hizo muchísimo más rico que
antes hubiera sido, hasta que de nuevo fue cogido por la justicia. Viéndose
otra vez en ese trance, volvió a llamar a don Martín, pero éste no vino tan
rápidamente como la vez anterior, pues apareció cuando ya le estaban juzgando.
“¡Ah, don Martín! – dijo un poco asustado - ¡Qué miedo he pasado! ¿Por qué
habéis tardado tanto?” Y el Diablo le respondió que había estado solucionando
otros asuntos y eso le llevó algún tiempo. Pero volvió a liberarlo sin ningún
problema.
Y esto se fue
repitiendo durante mucho tiempo: el hombre robaba cada vez más, lo hacían preso
y don Martín lo sacaba de la cárcel, pero en una ocasión tardó tanto que le
juzgaron a muerte y el Diablo llegó justo cuando estaba sobre el cadalso. “¡Ah,
don Martín! – dijo con un hilo apenas de voz. - ¡Sabed que esto no era un
juego!, ¡qué gran miedo he pasado!” Y don Martín le dijo que le traía
quinientos maravedís para que se los diese al alcaide y éste lo dejaría libre.
El alcaide había mandado ya que lo ahorcasen, pero no encontraban la soga para
colgarlo y, mientras la buscaban, el hombre llamó al alcaide y le dio la bolsa
con las monedas. Cuando éste vio el dinero dijo a la gente allí reunida:
“Amigos, ¿quién vio nunca que faltase soga para colgar a un hombre? Ciertamente
este hombre es inocente pues Dios no quiere que muera y por eso no encontramos
una cuerda, tengámoslo pues hasta mañana y estudiaremos de nuevo el caso, que
si culpable es, tiempo habrá de hacer justicia.” Pero, cuando ya en casa volvió
el alcaide a mirar dentro de la bolsa, no encontró el dinero, sino que en su
lugar había aparecido una hermosa soga. Visto esto, lo mandó ajusticiar y,
estando de nuevo en el patíbulo, llegó don Martín. El hombre se puso muy
contento, pues creyó que venía a salvarle, pero Satanás le dijo: “Yo siempre
ayudo a mis amigos hasta que les llega la hora.”
Y así perdió aquel
hombre el cuerpo y el alma fiándose del Diablo.
El que en Dios no pone su
esperança,
morrá[63]
mala muerte, abrá mala andança.
Un hombre muy sabio y
muy honrado vivía en una villa del reino de Marruecos y aquel filósofo tenían
una enfermedad que, cuando necesitaba desahogarse de las cosas sobrantes que
quedaban en su cuerpo de los alimentos que había tomado, no lo podía hacer sino
con grandes dolores y sufrimientos y tardaba mucho tiempo en este cometido.
Por esta enfermedad
le mandaron los médicos que cada vez que sintiera deseos de hacerlo, que lo
hiciera enseguida y no lo retrasara, pues cuanto más se secara y endureciera,
peor sería para expulsarlo.
Y ocurrió un día que
yendo por una calle de aquella villa donde moraba y donde tenía muchos
discípulos que aprendían de él, sintió deseos de desahogarse como ya es dicho
y, por hacer lo que le aconsejasen los médicos, entró en una calleja para hacer
aquello que no podía excusar. Pero tal fue su ventura, que en aquella calleja
donde entró habitaban las mujeres que públicamente viven en las ciudades
haciendo daño a sus almas y deshonra a sus cuerpos, pero el filósofo, que tanto
sabía de tantas cosas de la vida y de la muerte, no conocía nada de esto ni de
ellas. Y por causa de la enfermedad que tenía, como ya se ha dicho
anteriormente, tuvo que demorarse mucho tiempo en aquel menester, cuando salió,
toda la gente pensó que había entrado en aquella calle por otra causa muy
distinta de la que lo había hecho y muy desviada de su recto comportamiento. Y
así, se comenzó a extender por la villa la habladuría de este suceso y todos
criticaban que aquel hombre hubiese realizado tal cosa tan contraria a su
honradez, sabiduría y edad.
Estando en su casa,
llegaron sus discípulos quienes, con gran dolor y pesar, comenzaron a contarle
lo que se decía de él por la ciudad y que su fama se había manchado con tal
acto y que la gente le tenía mermada su estima.
Cuando el filósofo
oyó esto, se quedó muy sorprendido y pidió que le contasen por qué decían eso y
cuál era el mal que él había hecho y cuándo y en que lugar. Ellos le
preguntaron la causa de su disimulo, pues por desventura de él y de ellos, no
había hombre en la villa que no hablase de su proceder cuando entró en aquel
lugar donde viven las rameras. Entonces el filósofo cayó en la cuenta y, aunque
estaba triste por el malentendido, les rogó que no hablasen mucho de ello y que
de allí a ocho días les daría la respuesta.
Dicho esto, el hombre
sabio se metió en su habitación y escribió una lección para sus discípulos que
decía: “Hijos, en la buena ventura y en la desventura acontece así: a veces es
buscada y hallada y otras es buscada y no hallada. La buscada y hallada es cuando
algún hombre hace bien y por aquel buen hecho que hace le viene alguna buena
ventura, y eso mismo, cuando por algún hecho malo que hace le viene alguna mala
ventura; esta ventura, buena o mala es buscada y hallada, que el que busca hace
por que le venga el bien o el mal.
Por otra porte, la no
buscada y hallada es cuando un hombre, no haciendo nada para ello le viene
algún bien o algún mal: así como si un hombre fuese por algún lugar y
encontrase un gran tesoro u otra cosa muy provechosa que él no hubiese hecho ni
buscado, y eso mismo, cuando un hombre, no haciendo nada para ello, le viene
algún mal o algún daño, así como si yendo por la calle le callese una maceta o
una teja y le diese en la cabeza, esta desventura no es buscada pero sí
hallada. E, hijos, debéis saber que en la buena ventura o en la desventura
buscada y hallada son necesarias dos cosas: la una, que se ayude el hombre
haciendo bien para tener el bien o haciendo mal para tener el mal, y la otra,
que le galardone Dios según las obras buenas o malas que el hombre hubiera
hecho. Por otro lado, en la ventura buena o mala no buscada y hallada son
necesarias otras dos cosas: la una, que se guarde el hombre cuanto pueda de no
hacer mal ni meterse en sospecha ni en cosa semejante por la cual le pueda
venir alguna desventura o mala fama; la otra es pedir y rogar a Dios que,
puesto que él se guarda cuanto puede, le guarde el Señor también para que no le
venga ninguna desventura como me vino a mí el otro día que entré en una calleja
para hacer lo que no podía excusar para la salud de mi cuerpo y que era sin
pecado y sin ninguna mala fama, y por mi desventura moraban allí tales
compañías que, aunque yo entré sin culpa, salí con fama de malo.
Faz sienpre bien et guárdate
de sospecha,
et siempre será la tu fama
derecha.
Un hombre bueno tenía
un hijo y, entre otras cosas que le aconsejaba, le decía siempre que se
esforzase en tener muchos y buenos amigos. El hijo así lo hizo y comenzó a
acompañarse y a compartir de lo que tenía con muchos hombres por tal de
tenerlos como camaradas y todos aquellos decían que sí lo eran y que harían por
él todo cuanto fuese necesario, arriesgando sus cuerpos y sus haciendas cuando
fuese menester.
Un día, estando aquel
mancebo con su padre, le preguntó si había hecho lo que le mandara y si había
ganado muchos amigos. El hijo le dijo que sí, que tenía muchos, más de diez,
que le habían asegurado que siempre podría contar con ellos. Cuando el padre
oyó esto, se maravilló mucho de que en tan poco tiempo pudiera tener tantos y
tan leales, pues él, que era ya bastante anciano, nunca en su vida pudo tener
más de uno o dos amigos.
El hijo comenzó a
insistir diciendo que era verdad lo que decía, ante esto, el padre respondió
que los probase de la siguiente forma: que matase un puerco y que lo metiese en
un saco, que se fuese a casa de cada uno de sus amigos y que les dijese que
allí había un hombre que él había matado, pero que no lo contasen a nadie, pues
si ello era sabido, él sería hombre muerto y que por eso se les confiaba, pues
sabiendo de su gran amistad, estaba convencido que le defenderían y encubrirían
si esto se llegaba a saber.
El mancebo así lo
hizo y se fue a probar a sus amigos tal como le dijera su padre. Pero cuando
llegaba a sus casas y les contaba aquel suceso tan peligroso, unos le decían
que en otras cosas le ayudarían gustosamente, aunque no en esto, porque podrían
acusarles de complicidad y eso sería nefasto para sus vidas y sus haciendas, y
que, por favor, no dijese a nadie que había estado en sus hogares; otros que
rezarían por él, y los menos, que le acompañarían el día en que fuera juzgado y
le darían cristiana sepultura si por aquella muerte fuera acusado..
Desde que el muchacho
probó a todos sus amigos y no obtuvo ayuda, regresó junto a su padre y le contó
todo lo sucedido, a lo que el anciano le respondió que más sabe el que mucho ha
vivido que el que no ha pasado por ninguna situación de la vida. Entonces, para
demostrárselo, le dijo que a él sólo le quedaba un amigo vivo, pero que fuera a
probarle.
Así pues, el mancebo
fue a probar al que su padre tenía por amigo y llegó a su casa de noche
llevando el puerco muerto a cuestas. Le contó la mentira preparada y lo que le
había ocurrido con todos sus amigos, por lo que le rogaba que, por el amor que
le tenía a su padre, le ayudase en este trance.
Cuando aquel hombre
escuchó todo, le dijo que con él no tenía ningún compromiso de amor o confianza
para poderle ayudar, pero que lo haría por la amistad que tenía con su padre y,
por lo tanto, lo encubriría. Entonces tomó el saco donde estaba el puerco, lo
llevó hasta un campo de coles y lo enterró en él, plantando de nuevo las
hortalizas sobre la tierra removida, como si no hubiera pasado nada.
Volvió a casa el
muchacho y le contó todo a su padre, pero éste le dijo: “Ahora vuelves junto a
él y discutes fieramente y le golpeas en la cara.” El muchacho se extrañó mucho
de esto, pero lo hizo tal como su padre le mandara y, al golpear al hombre que
momentos antes le había ayudado, éste le respondió: “A buena fe, hijo, mal
hiciste, pero tranquilo, pues ni por esto, ni por otros daños mayores, no
descubriré las coles del huerto. Si un hombre da su palabra, debe cumplirla
cueste lo que cueste.”
Entonces el mancebo
le contó la verdad y que todo fue una prueba inventada por su padre, lo cual
complació mucho al amigo quien le dijo que esperaba que hubiera sacado alguna
enseñanza de ello.
Nunca omne podría tan buen
amigo fallar
commo Dios, que lo quiso por
su sangre comprar.
Saladín, el sultán de
Babilonia, siempre que viajaba llevaba consigo mucha compañía de gente y un
día, llegando a una pequeña ciudad de provincias, tuvo que dormir en la casa de
un caballero, pues no había allí lugar alguno donde poder dar cobijo a todos al
mismo tiempo. Cuando el caballero vio a su señor en su casa, hizo todo lo que
pudo para agradarle y conseguir que se sintiera a gusto en ella y tanto él
mismo, como su mujer, hijos e hijas, sirvieron a su sultán en todo lo que fue
necesario. Pero, he aquí que, por cosas del destino, quiso éste que el sultán
se prendase de la mujer de su vasallo, y fue tan grande este enamoramiento, que
quiso aconsejarse de un mal consejero para saber la manera de conseguirla, y
aquél le dijo que mandase venir al marido y que le hiciese muchos honores e,
incluso, que lo nombrase jefe de algunos soldados y, al cabo de algunos días,
lo enviase a alguna tierra lejana a cumplir algún servicio que le llevase
bastante tiempo.
Esto le pareció bien
a Saladín y así lo hizo, y desde que el caballero marchó a su destino, pensando
que había tenido mucha suerte, se fue el sultán para su casa. La buena mujer lo
recibió como debía, con muchos honores y atenciones, pero, cuando Saladín se
disponía a comer, le dijo que la amaba mucho, ella lo comprendió muy bien, pero
hizo como que entendía otra cosa y le
respondió que se lo agradecía mucho y que ella, su marido y sus hijos también
amaban mucho a Saladín y que le pedirían a Dios que le diese al sultán, su señor,
una buena y larga vida por todas las atenciones que había tenido con ella y con su marido. Pero Saladín le
contestó que, sin todas aquellas razones, él la amaba más que a ninguna mujer
en el mundo, aunque ella siguió sin darse por enterada, por lo que el sultán
dijo finalmente que la amaba como sólo un hombre ama a una mujer. Cuando la
esposa del vasallo escuchó aquello, ya no pudo disimular más y respondió: “Señor,
yo soy una
mujer de pequeña condición, pero bien sé que el
amor no está en poder
del hombre, sino el hombre en poder del amor. Y bien sé que si vos me tenéis
tanto amor como decís, podría ser verdad, pero también sé que cuando los
hombres, y señaladamente los señores, queréis conseguir los favores de una
mujer, dais a entender que haréis cuanto ella quiera y, cuando la conseguís y
la lleváis a la deshonra, os olvidáis de lo prometido. Y yo, señor, recelo que
pueda suceder ahora igual.”
Saladín comenzó a
negárselo prometiéndole que haría cuanto ella quisiera para hacerla más rica y
honrada, pero ella le respondió que si él hacía todo lo que le pidiera antes de
conseguirla, ella prometía que le satisfaría en todo lo que desease. El sultán
dijo que se temía que le rogara que no hablase más de aquel hecho, pero ella le
contestó que no le propondría eso ni cosa alguna que no pudiese hacer. Saladín,
entonces, se lo prometió. La mujer le besó la mano y le dijo que solamente
quería que él le dijese cuál era la mejor cosa que un hombre podía tener en sí
y que era madre y cabeza de todas las bondades.
Cuando Saladín oyó
esto, comenzó a meditarlo con mucho afán, pero no supo que responderle, pero
como había dado su palabra de no tocarla hasta que no le diese la solución, le
pidió un plazo de tiempo para consultarlo y averiguarlo, el cual ella le
concedió.
El sultán convocó a
todos sus sabios y les hizo la pregunta, y unos decían que la mejor cosa que el
hombre podía tener era ser un hombre con el alma limpia, a lo que otros
respondían que eso estaba muy bien para la otra vida, pero que eso no sería muy
bueno para este mundo. Algunos opinaban que lo mejor era ser un hombre muy
leal, aunque a esto había quienes pensaban que ser leal no evitaba ser cobarde,
o avaro, o muy torpe. Y así pasaban el tiempo discutiendo aquellos sabios sin
llegar a ninguna solución.
Al ver Saladín que
ninguno podía responder a aquella pregunta, decidió unirse a dos juglares y
recorrer la tierra en su busca. No la encontró en su reino y cruzó el mar y
recorrió los reinos cristianos, pero en todas partes tuvo la misma suerte. Y
así estuvo tanto tiempo por el mundo, que casi se le olvidó el motivo de
aquella búsqueda, pero, ya no por la mujer, sino por sí mismo, estaba empeñado
en encontrar la solución.
Y ocurrió que un día,
andando por un camino con sus juglares, se toparon con un escudero que venía de
correr por el monte y había cazado un ciervo, por lo que venía muy contento. Al
verlos les preguntó quiénes eran y ellos respondieron que unos juglares, lo
cual le complació mucho a este hombre, pues tenía un padre muy anciano, señor
de aquellas tierras, que por causa de una enfermedad hacía mucho tiempo que no
salía de casa y se aburría enormemente, por ello les pidió que le acompañasen
aquella noche a su hogar donde serían bien recibidos y bien pagados. Pero ellos
respondieron que era imposible, pues tenían mucha prisa, ya que hacía mucho
tiempo que habían partido de su tierra buscando la solución a un enigma que no
habían encontrado. El escudero les preguntó tanto que tuvieron que decirle cuál
era la pregunta y él les respondió que si su padre no tenía la respuesta a esto,
no la tenía nadie en el mundo. Cuando Saladín escuchó esto, decidió ir a su
casa.
En el momento en que
el anciano supo la pregunta, se dio cuenta que aquel que la hacía no era juglar
y le dijo a su hijo que, después de que hubiesen comido, él les daría la
solución. Llegado el momento, el anciano explicó: “Amigo, la primera cosa que
os respondo es que hasta el día de hoy nunca juglares como vosotros entraron a
mi casa y sabed que, si yo ejerciera mi derecho por los favores que os he
concedido, debería enterarme de quienes sois en realidad, pero esto lo
dejaremos para más tarde. Pero en cuanto a vuestra pregunta os diré que la
mejor cosa que un hombre puede tener en
sí y es madre y cabeza de todas las bondades, es la vergüenza, pues por
vergüenza sufre el hombre la muerte, que es la cosa más grave que le puede
ocurrir, y por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas que no le
parecen bien, a pesar del gran deseo que tenga en hacerlas, y así, en la
vergüenza, tienen comienzo y fin todas las bondades, y la vergüenza le aparta
al hombre de todos los malos hechos.”
Cuando Saladín
escuchó estas razones, entendió que era verdad lo que le decía y, puesto que ya
tenía la respuesta a la pregunta que hiciera, se despidió del escudero y de su
viejo padre, pero antes de marcharse les dijo quien era, aunque les rogó que no
lo contasen a nadie.
Cuando llegó Saladín
a su palacio, fue recibido con mucha alegría por sus criados y ministros, pero
él no quiso perder tiempo y se dirigió lo más rápido que pudo a casa de aquella
buena mujer que le hiciera la pregunta, la cual lo recibió con todos los
honores que se merecía. Una vez solos, el sultán le contó cuanto había
trabajado para encontrar la respuesta y como ya podía darle la solución, pues
que le tocaba a ella cumplir con lo que le prometiera. Pero ella respondió que
primero le respondiese de viva voz a la pregunta que le había hecho y que si él
mismo entendía que la solución era la adecuada, que ella de muy buen grado
cumpliría con su parte. Entonces Saladín, muy alegre y confiado, dijo: “La
mejor cosa que el hombre puede tener y que es madre y cabeza de todas las
bondades es la vergüenza.” La mujer le escuchó y al acabar le respondió
sonriente: “Señor, esa es la verdad, y veo que sois hombre de honor y que
habéis cumplido con vuestra promesa, por lo que os pido por vuestra merced que,
ya que como rey debéis decir cosa verdadera, decidme, ¿hay en el mundo hombre
más honrado que vos?” Saladín quedó pensativo un momento y luego respondió que
como sultán y señor de todos sus reinos no había en el mundo hombre más honrado
que él. Oído esto, la mujer rompió en sollozos y continuó: “Señor, vos habéis
dicho aquí dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado del
mundo, y la segunda, que la cosa mejor que hombre puede tener es la vergüenza.
Entonces, puesto que esto conocéis y sois el mejor hombre del mundo, os ruego
que queráis tener la mejor cosa del mundo y que tengáis vergüenza en hacer uso
de lo que me pedís.”
Saladín quedó asombrado al oír aquellas palabras y se dio cuenta
que la mujer le había derrotado con su virtud y su sabiduría, por lo que,
avergonzado de su comportamiento impropio de la nobleza de un rey, se marchó de
aquella casa, mandó volver al marido y llenó de honores y riquezas a aquella
familia gracias a la cual aprendió qué cosa era la más importante para un
hombre.
[1] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXVº: De lo
que contesçió al conde de Provençia, commo fue librado de la prisión por el
consejo que le dio Saladín,
[2] Problema planteado:
lograr la salvación por medio de la virtud.
[3] De buen grado: con
mucho gusto.
[6] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XXVIº: De lo que contesçió al Árvol de la Mentira.
[7] Problema planteado:
las fuerzas del Mal intentan engañar al Bien o a la Verdad, fracasando en el
empeño.
[8] Falaguera:
Halagadora. Del verbo falagar: halagar, lisonjear. *Palabra no utilizada en
castellano actual.
[10] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXVIIº: De
lo que contesçió a un emperador et a don Alvar Háñez Minaya con sus mugeres. Esta
es la primera parte del exemplo, pues
lo he partido en dos relatos.
Alvar Háñez Minaya: caballero notable de la corte de Alfonso VI; sobrino de Rodrigo
Díaz de Vivar y compañero inseparable del héroe en el Poema del Mío Cid.
[11] Problema planteado:
las relaciones conyugales en dos aspectos: a) la mujer es tan mala que hay que
librarse de ella (caso del emperador don Fadrique) y b) la mujer es tan buena
que todo puede fiarse en ella (caso de Alvar Fáñez)
[12] Alcurnia: Abolengo. Circunstancia de tener ascendencia noble. DE ALCURNIA: Aristócrata o noble.
[14] Alvar Háñez Minaya: caballero notable de la corte de
Alfonso VI; sobrino de Rodrigo Díaz de Vivar y compañero inseparable del héroe
en el Poema del Mío Cid.
[15] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXVIIº: De
lo que contesçió a un emperador et a don Alvar Háñez Minaya con sus mugeres. Esta
es la segunda parte del exemplo.
[16] Iscar: localidad de
la provincia de Valladolid.
[17] Pedro Ansúrez: cortesano
de Alfonso VI quien le acompañó en su destierro de Toledo.
[18] Cuellar: localidad
de la provincia de Segovia.
[20] Esta sentencia sirve tanto para el cuento del emperador como para
el de don Alvar.
[21] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXXII: De
lo que contesçió a un rey con los burladores que fizieron el paño.
[22] Problema planteado: no te fíes de los que mucho te dan a
cambio de poco.
[24] Estirpe: Abolengo.
Alcurnia. Casta. Linaje. Raza. Familia de alguien cuando pertenece a la nobleza
o es ilustre.
[25] Figo: higo.
[26] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXXIIIº: De
lo que contesçió a un falcón sacre del Infante don Manuel con un águila et con
una garça.
[27] Problema planteado: la justificación de las guerras
contra su rey porque se debe defender el estado propio y la propia hacienda.
Don Juan Manuel es el halcón, el águila es el rey y la garza la hacienda del
primero.
[28] Infante Don Manuel: Padre
de don Juan Manuel y hermano de Alfonso X.
[29] Sigurança: seguridad.
[30] Puña de: lucha por.
[31] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXXVº: De
lo que contesçió a un mançebo que casó con una muger muy fuerte et muy brava.
[32] Problema planteado: cómo domar a la mujer. El Libro del Conde Lucanor está lleno de
referencias machistas, pero debe comprenderse dentro del contexto temporal en
el que fue escrito, donde las relaciones entre sexos eran muy diferentes a las
de ahora.
[33] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XXXVIº: De
lo que contesçió a un mercadero quando falló su muger et su fijo durmiendo en
uno.
[34] Problema planteado: el de dejarse llevar de las
apariencias sin conocer la verdad.
[35] Maravedí: Moneda española antigua de distintos valores según
las épocas, y, algunas veces, imaginaria; treinta y cuatro maravedís de los
últimamente usados hacían un real de vellón.
[36] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XLIº: De lo que contesçió a un rey de Córdova quel
dizían Alhaquem.
[37] Problema planteado:
la burla con alabanzas de las obras que se consideran menores.
[38] Alhaquem: Califa de
Córdoba (961 – 976). Amplió la mezquita de Córdoba, construida por Abderramán
I.
[40] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XLIIº: De
lo que contesçió a una falsa veguina.
[41] Problema planteado:
la hipocresía.
[42] Beguina: Monja de cierta
comunidad de Bélgica fundada en el siglo XII por Lambert le Bègue. En este
relato, don Juan Manuel arremete contra esta orden religiosa, contraria en sus
principios e intenciones y a los dominicos al favorecer la mística emotiva
frente a la teología racionalista y al permitir formas de vida intermedias
entre la seglar y la del claustro. Al situar como protagonista del relato a
“una falsa beguina”, don Juan Manuel satiriza a esta comunidad, ya que él
identifica beguinería con hipocresía.
[43] Para mientes: presta atención.
[44] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XLIIIº: De lo que contesçió al Bien et al Mal, et al
cuerdo con el loco.
[45] Problema planteado:
el hombre debe ser bueno, pero cuando ya su bondad le perjudique, debe aprender
a ser malo también.
[49] El Libro del Conde Lucanor,
de don Juan Manuel. Exemplo XLIIIº: De
lo que contesçió al Bien et al Mal, et al cuerdo con el loco. Este cuento
forma parte del mismo exemplo que el titulado El Bien y el Mal.
[50] Problema planteado: el hombre debe ser bueno, pero
cuando ya su bondad le perjudique, debe aprender a ser malo también. Es el
mismo problema planteado en el cuento titulado El Bien y el Mal.
[51] Val: vale.
[52] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XLIIIIº: De lo que contesçió a don Pero Núñez el Leal
et a don Roy Gonzales Çavallos et a don Gutier Royz de Blaguiello con el conde
Rodrigo el Franco.
[53] Problema planteado:
la lealtad.
[54] Estos hechos pertenecen al
plano de la ficción; los personajes son históricos, pero el conde don Rodrigo
ni estuvo casado con esa mujer, ni contrajo la lepra. Don Juan Manuel utiliza
nombres conocidos para ambientar sus narraciones; lo que sí es real son los
usos y costumbres que él refleja: en esta época, la lepra era considerada como
castigo – casi milagroso – de los atentados de carácter sexual, y era motivo de
separación matrimonial.
[55] Los tres caballeros son
personajes históricos del siglo XII, presentados aquí como modelos de heroica
fidelidad.
[56] Campo: lugar donde se celebran los torneos.
[58] Maguer que: aunque.
[59] Aguisado: lo justo.
[60] La palabra “vasallo” es
clave para comprender la imitación de la estructuras sociales que busca don
Juan Manuel; en este caso alude a las relaciones feudales contraídas entre un
señor y un vasallo, por las que se obligaban a defenderse mutuamente.
[61] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XLVº: De lo que contesçió a un omne que se fizo
amigo et vasallo del Diablo.
[62] Problema planteado:
el de no caer a las tentaciones.
[63] Morrá: morirá.
[64] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan manuel. Exemplo XLVIº: De lo que contesçió a un philósopho que por
entró en una calle do maravan malas mugeres.
[65] Problema planteado:
mantener la buena fama.
[66] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo XLVIIIº: De lo que contesçió a uno que provava (a)
sus amigos.
[67] Problema planteado:
la amistad.
[68] El Libro del Conde Lucanor, de don Juan Manuel. Exemplo Lº: De lo que contesçió a Saladín con una dueña,
muger de un su vasallo.
[69] Problema planteado:
cómo debe actuar y cómo debe ser un hombre.
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