CRÓNICAS DESDE EL ADRIÁTICO: Silencio, por Ángeles Sánchez - Mayo 2011





¿Conoces esa sensación cuando te despiertas y escuchas a tu familia (padres,tíos, hermanos, abuelos, hijos) y sientes que estás en casa? Sí, esa sensación de bienestar, lo he dicho bien, bienestar en el momento en el que piensas: "Ya podían hacer un poquitito menos de ruido".

Ese instante que sólo eres capaz de valorar cuando ya no estás en casa. Cuando por la mañana, simplemente te despiertas (como yo) con los primeros acordes de “It´s my life” de Bon Jovi: "This ain´t a song for the brokenhearted", o quizá con un intermitente "riiiiiiiiing riiiiiiiiing”, pero sea como sea seguido de un prolongado y doloroso silencio. Es entonces cuando piensas: “¿Qué daría yo por escuchar de fondo los ruidos de la cocina? o ¿A alguien hablando por teléfono en la habitación de al lado? o ¿A los chiquillos bajando la cuesta a voces con sus bicicletas, haciendo carreras kamikaces?”

Pero no, lo único que oyes son las gallinas del corral de enfrente, impertinentes como ellas solas, que desde las cinco de la mañana gritan y gritan y gritan en un excelente intento de despertar a todo el vecindario. A los vecinos de arriba arrastrando sillas a las siete de la mañana, y a las ocho al vecino de enfrente que está sordo y que pone el volumen de la tele tan fuerte que hasta puedes escucharla en sueños.


Y ese silencio permanece por todo el día y todas las horas que pasas en casa, por que cuando vives solo, esa es la realidad. Nadie que te diga que hagas la cama, nadie que te chille porque no has plegado el pijama y nadie que te pida que hagas sus recados. Puedes hacer lo que te de la real gana, cuando te de la real gana.

Eso está muy bien los domingos por la mañana, cuando la noche anterior has llegado a las seis y no tienes ganas de nada. También está muy bien durante los primeros días. Pero una vez va pasando el tiempo es un asco. Es como si faltara algo. Como si estuvieras desubicado todo el tiempo. Porque en casa sabes que los lunes tienes que bajar al médico a por la receta (la del abuelo, la de la abuela, la de las gotas del ojo, o la de tu alergia) y que los miércoles por la mañana es el día de la limpieza general y eso es así, te guste o no, tienes que hacerlo. Y desde luego, no te gusta, hasta que dejas de hacerlo.

Tampoco es que me queje de la libertad en la que ahora vivo, pero se echa de menos lo otro. Y no sólo por que necesites tener un orden en tus días, si no por quien te impone ese orden. Po que en el fondo, echas de menos la voz de tu madrugadora familia dando órdenes de buena mañana. Porque te hace falta su cara cuando despiertas. O porque fumarte un cigarro y tomarte un café con ellos a través del skype no es lo mismo. O cuando tienes abuelitis, que no pues simplemente bajar a verlos con una sonrisa en la cara. Ni puedes besuquearlos mientras bromeas: “cha buelo, ya sabes que quiero más a la bueli que a ti y le voy a dar más besos a ella que a ti porque es más joven y guapa” (Con su consecuente tristeza posterior en la que corres a darle los mismos besos que a ella en un último intento de no hacerle sentir mal). Porque no, los besos por skype ni son besos ni son nada en comparación con la realidad.


Pero bueno, el saber que están esperándote, que están bien y que todo va bien, es un apoyo y un gran aliciente para poder sobrevivir sin pensar mucho en éstas cosas. Otra gran ayuda es el poco tiempo libre que te queda al final del día, porque entre unas cosas y otras, aquí el tiempo no corre, vuela y muy rápido. Por eso el momento en el que te despiertas es uno de los peores, porque tienes la mente en algún punto entre España e Italia, una pequeña burbuja donde tu mente no quiere terminar de acostumbrarse.

Ese traidor subconsciente que piensa que estás en tu viejo y mullido colchón (ese que no quieres que lo cambien por nada del mundo) de tu cama, de tu casa. En el cruel momento en el que de pronto empieza la melodía mañanera y: ¡pum! Manotazo a la pared, o ¡PUM! Cabezazo. Y peor, el terrible y vertiginoso momento en el que por un segundo estás a punto de caer al suelo porque estás escuchando el despertador, no sabes de donde viene el sonido y lo intentas apagar del lado equivocado. Y ahí es cuando te despiertas, más allá que aquí, con la cabeza del revés, no oyes nada más y piensas: “Este silencio es demasiado para mí.”


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