EL DIARIO DE ANA: Querido diario:, por Ana L.C. - Abril 2012
El diario de ana
Querido diario:
Ana L.C. – Abril 2012
Hace
años Laura compro un diario. No tenía una idea clara y concreta de por qué,
pero cuando lo vio, perfectamente encuadernado con tapas duras forradas en una
especie de piel suave, con una pequeño pasador dorado que se cerraba con una
llave minúscula, la cual estaba atada a un delgado cordoncito color crema, con
sus hojas de un papel terso, fino y de un blanco inmaculado e irresistible, con
su cintita de seda roja que sobresalía un poquito del largo del cuaderno para
poder usarla como marca-páginas y su olor, su maravilloso olor a nuevo, a
virgen, a secreto…, no pudo resistirlo y Laura lo compró.
La
dependienta, una muchacha morena con una cara graciosa y agradable sobre la que
se dibujaba cotidianamente una sonrisa sincera apoyada por una mirada luminosa
y serena, se lo envolvió con un bonito papel azul metálico con estampaciones de
nubes e indefinidas aves y le preguntó si era para regalar. Laura respondió que
no, que era para ella. Por eso la chica no le puso ninguna pegatina de
felicitación ni ningún lacito hecho con esas cintas tan lindas, que brillaban
en una esquina del mostrador, perfectamente enrolladas en sus carretes.
Cuando
Laura se dispuso a pagar vio, casi por accidente, en un expositor a su derecha,
una colección de plumas estilográficas que le evocaron instantes placenteros de
paz y soledad transmitidos por sus lecturas románticas y ello le embriagó y
tampoco fue capaz de resistirse. Compró una muy linda, lacada en marrón con vetas
ocres formando figuras indefinidas. El capuchón se enroscaba resguardando el
plumín dorado con diminutos grabados decorativos. No era de las caras, no podía
permitírselo, pero tampoco de la baratas, porque, ya puestos, quería algo de
calidad. La tinta llegaba hasta el depósito siendo absorbida por un tubito de
goma mediante una leve presión, como en el cuentagotas de las medicinas. Por lo
que tuvo que comprar un botecito de tinta, azul, por supuesto. Cuando la
dependienta la deposito dentro de su estuche negro de plástico duro para
envolverlo con el mismo papel que el diario, sintió una extraña satisfacción.
Laura
pagó su compra que ascendía exactamente a todo el dinero que llevaba encima,
pero estaba contenta y no veía el momento de llegar a casa para disfrutar de
sus nuevos caprichos. En la calle soplaba un ligero vientecillo que le hizo
subirse el cuello del abrigo. Cuando se acercaba a la parada del autobús
recordó que no le quedaba efectivo, por lo que se desvió y se animó a caminar
hasta el hogar. Le llevó un buen rato, pues su barrio estaba algo lejano de la
oficina donde trabajaba, así, cuando llegó, estaba helada y los pies le dolían.
Al
entrar en su piso fue cariñosamente recibida por su gata, la cual se enredó
entre sus pantorrillas restregando sus mullidos lomos y acariciándole con la
cabeza mientras cerraba los ojos emitiendo un sordo ronroneo. Laura se agachó y
le rascó la panza lo que hizo que el animal se tumbara gozosamente sobre la
alfombra. Colgó el abrigo alisando unas pequeñas arrugas que le saltaron a la
vista. Dejó su compra sobre la mesa de la salita y se dirigió a la cocina,
donde se preparó un buen tazón de chocolate caliente para reanimar su cuerpo
aterido. Con el humeante líquido y un platito con tostadas para mojar en la
taza, volvió a la salita, siempre con la gata estorbando sus pasos, y encendió
el radiador que comenzó a emitir quejidos metálicos a medida que se calentaba.
Se
acomodó en el sofá y la gata saltó para enrollarse sobre sí misma a su lado.
Abrió con cuidado los paquetes para no romper el papel de la envoltura, pues
podían reciclarse en alguna futura ocasión, por lo que los plegó cuidadosamente
y miró extasiada sus nuevas herramientas. “Mira,
Canelita,- le dijo a la felina que la miró con ojos medio entornados. – Aquí escribiremos todo los que nos pase
cada día…” Mientras el animal volvía a su duermevela descaradamente indiferente
a lo que le decía, Laura desenroscó el capuchón de la pluma, así como la parte
trasera. Introdujo el plumín en el botecito de cristal que contenía la tinta y,
con una leve presión en el tubito de goma, llenó éste hasta los topes. Volvió a
colocar las partes separadas y limpió con un pañuelo de papel las gotas del
dorado plumín. Luego, para probar, escribió su nombre sobre un folio con su
delicada caligrafía que se vio realzada por las curvas más anchas y los trazos
finos que la pluma dibujaba: Laura. Con una
sonrisa de aprobación, abrió el diario pasando una mano por encima del pliegue
de las hojas con el fin de aplastarlo y poder escribir con facilidad. Cogió la
pluma, la sopesó y la sintió entre sus dedos como algo poderoso, algo mágico… y
comenzó a escribir con una emoción juvenil en su interior:
14 de marzo de 2001, miércoles.
Querido diario:
Al
día siguiente sus compañeras se extrañaron de que a las doce del medio día
Laura todavía no hubiera aparecido por la oficina ni hubiera llamado para
excusar su ausencia… no era típico de ella. En los veinticinco años que llevaba
de funcionaria jamás había hecho algo igual. “Estará enferma.” Dijo alguien, sin embargo todos sabían que en las
raras ocasiones en que se dio ese caso, Laura siempre había telefoneado. Al
final, la directora ordenó que llamaran a su casa… No hubo respuesta, siempre
el contestador automático de la compañía pidiendo que dejaran su número. “Pues llamad a su móvil.” Volvió a
ordenar… Nada, esta vez ni contestador… “Esto
no es normal.” Aseguró otra voz…
Hoy
hace once años que acompañamos en su último paseo a Laura… Un infarto, dijo el
médico. Acababa de cumplir los cincuenta años y siempre estuvo sola… Una buena
mujer, decía por allí la gente… ¡Cuánto odio esa frase!... ¡Cuánto la odio!...
Y
su diario se quedó en blanco…
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