JUGUETES: El Abeto, por Wendy- Enero 2013
John estaba
enfurruñado…
John
siempre solía estar enfurruñado…
Es
pequeño y, en ocasiones, se pone muy pesado en sus empeños y se enfada si no
consigue aquello que desea. Y Michel, el pobre, siempre tiene que aguantar sus
tonterías porque es mayor y debe ser más comprensivo y cuidar de él. Pero aquel
día había sobrepasado el límite y Michel comenzaba a perder la paciencia.
-
Wendy –me dijo desolado-, mira a ver si puedes tú con él, yo ya no lo aguanto.
John
estaba tumbado en el suelo, pataleando y gritando…
-
Pero, ¿por qué te pones así? –le pregunté.
-
¡Quiero ir al parque a jugar y mamá no me deja! –protestó entre hipos.
-
Pero eres pequeño todavía para salir solo –quise explicarle, pero él no atendía
razones.
-
¡No, no, no! –gritaba-. ¡Yo ya soy mayor! –y me miraba con profundo
desconsuelo.- ¿Por qué a Michel sí que le dejan salir?
-
Porque Michel es mayor –quise razonar.
-
¡Pues yo también quiero ser mayor! –continuaba protestando.- ¡Aquí me aburro!
-
Pero, si tienes muchos juguetes –añadí.
-
Esos no me gustan –respondió con un poco de desprecio.
Michel
me miró con frustración, acobardado.
-
Eso no está bien, John… -le hablé con toda la calma que puede.- Mira, ¿sabes lo
que voy a hacer? –él me miró de reojo, pero con curiosidad.- Te voy a contar un
cuento, ¿quieres?
-
Vale –respondió como con desgana, pero yo sé que a John le encantan mis
historias.
Michel
también se sentó en el suelo junto a la chimenea y el pequeño se fue
tranquilizando.
-
¿Cómo se titula? –preguntó.
-
“El Abeto” y es de Hans Christian Andersen.
-
El que escribió la “Sirenita” –preguntó Michel.
-
Exacto –respondí.- y “El soldadito de plomo” y “El patito feo”…
-
¿Qué es un abeto? –preguntó John, pero antes de que pudiera responder, saltó
Michel.
-
¡Pareces tonto! Un abeto es un árbol –le gritó.
-
¡Me ha llamado tonto! –protestó el pequeño a punto de volver a llorar.
-
No le digas eso –le recriminé.- Explícale las cosas, pero no hace falta que le
insultes ni le grites.
Michel
bajó la cabeza avergonzado y a John le apareció una sonrisita pícara… ¡Qué
borde!...
-
Vale, pues el cuento dice así:
“Érase una vez , allá
en el bosque que hay en las afueras del pueblo, había un lindo y chiquitito
abeto y, aunque crecía encantado y sin preocupaciones en un magnífico claro
donde le daba el sol y abundaba el aire puro y siempre estaba rodeado de otros
compañeros mayores de diferentes especies, nuestro arbolito no era feliz porque
su única ilusión era crecer y crecer para ser el más alto del bosque, y no le
importaban ni el calor de sol, ni la frescura del aire, ni las risas de los
niños que correteaban a su alrededor buscando moras, fresas o frambuesas que
luego se comían charlando sentados en el claro, al lado del pequeño abeto y
decían mirándole: “¡Qué pequeño y lindo es!” Pero nuestro amiguito, en vez de
alegrarse, se enfurruñaba más al oírlo…
Igual
que tú, John, ¿te das cuenta?- pero John simplemente gruñó.
“Pasó el tiempo y
tras un año, el abeto se veía un poquito más alto, pero a él eso no le
consolaba, porque quería crecer rápido, rápido.
- ¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como
los demás?-suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor
y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis
ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción
y elegancia de los otros.
Le eran
indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al
atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el
invierno, y la nieve cubría el suelo con su manto blanco, muy a menudo pasaba
una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se
enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había
crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta y
eso le iba llenando de orgullo.
En otoño solían
llegar los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa
ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido,
sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios
árboles se desplomaban entre crujidos y estruendo rompiéndose sus ramas y
perdiendo sus hojas quedando todos despachurrados sobre la tierra...”
Igual
que estabas tú hace un momento, ¿recuerdas, John? –y el niño se acomodó mejor
sentado sin decir nada.
Los
dos niños me miraron embelesados con sus ojos ansiosos de que siguiese la
historia.
Los hombres
cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados;
nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos,
y sacados del bosque.
- ¿A dónde los
llevaban? –preguntó John. Michel hizo la intención de contestarle, pero yo le
detuve.
-
Todo a su tiempo, no tengas prisa, todo a su tiempo –dije.
En primavera,
cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
-¿No saben adónde
los llevaron ¿No los han visto en alguna parte?
Las golondrinas
nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza,
dijo:
-Sí, creo que sí.
Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles
espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos
recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
-¡Ah! ¡Ojalá fuera
yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué
aspecto tiene?
-¡Sería muy largo
de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó.
Y el abeto se
quedaba triste y maldiciendo su mala suerte de ser tan pequeño y no poder
servir para mástil de barco y recorrer los mares del mundo.
-Alégrate de ser
joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de
la vida joven que hay en ti.
Y el viento le
prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no
lo comprendía.
-
¿También el abeto quería ser mayor? –preguntó John.
-
Sí, igual que tú. ¿Lo entiendes?
Y
el pequeño afirmó con su cabecita y se acercó un poco más a su hermano.
Cuando llegaban
las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban
la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni
reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran
siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros
tirados por caballos y se los llevaban del bosque.
- ¿Adónde irán
éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más
bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?.
-¡Nosotros lo
sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos
mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el
esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales
vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con
los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares
de velitas.
-¿Y después?
-preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió
después?
-Ya no vimos nada
más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
Y nuestro abeto
soñaba con recorrer aquel camino para convertirse en arbolito de Navidad, que,
seguramente, sería mucho mejor que ser mástil de barco, y no veía el momento de
que lo cargaran en el carro para instalarlo en una habitación calentita
adornado con todo esplendor. “¿Y luego?”-se preguntaba. Pero seguramente luego
llegaría algo mejor porque, si no, ¿por qué iban a perder tanto tiempo en
adornarlo?...
-
¡Qué tonto! –exclamó John.- Luego lo echarán al fuego…
-
¡Pero te quieres callar, pesao! –le recriminó Michel.
- Wendy, me ha
llamado pesao…
-
¡Ya vale!, si me vais a estar interrumpiendo a cada minuto, no termino de
contaros el cuento. –Y los dos guardaron silencio
-¡Diviértete con
nosotros! -le decían el aire y la luz del sol, - disfruta de tu juventud bajo
el cielo abierto.
Pero él permanecía
insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin
perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes,
al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el
primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol
se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo
dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del
lugar de su nacimiento, tener que abandonar el lugar donde había crecido. Sabía
que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y
flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo
nada de agradable.
En
ese momento creí percibir un gesto de tristeza en John, quien ya se recostaba
sobre el regazo de su hermano.
El árbol no volvió
en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y
entonces oyó la voz de un hombre que decía:
-¡Ese es
magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los
criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa
sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de
azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también
mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y
juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso
decían los niños. Plantaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena,
pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela
verde y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba
el árbol! ¿Qué vendría luego?
Criados y
señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y
más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra,
confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos
del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas.
Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa
semejante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de sus ramas centelleaba
una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente
magnífico.
-Esta noche
-decían todos-, esta noche sí que brillará.
«¡Oh! -pensaba el
árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué
sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los
gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano
y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».
Creía estar
enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría
fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo
como para nosotros el de cabeza.
Al fin encendieron
las luces. ¡Qué brillo y grandeza! El árbol temblaba de emoción por todas sus
ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder
de verdad!
- ¿Se va a quemar? –volvió a preguntar John medio soñoliento. Pero
yo no le respondí,
-¡Dios nos ampare!
-exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse
por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo
aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de
par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía
sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas
mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro,
aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con
todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron
descolgándose uno tras otro los regalos.
«¿Qué hacen?
-pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?».
Las velas se
consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron
extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del
árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado
sujeto al techo con la estrella dorada, seguramente lo habrían derribado.
Los chiquillos
saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol,
aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las
ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana.
-¡Un cuento, un
cuento! - gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un
hombre bajito y rollizo.
El hombre se sentó
debajo de la copa.
-Pues así estamos
en el bosque -dijo-, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os
contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de
Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y
obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito.
-¡Ivede-Avede!
-pidieron unos, mientras los otros gritaban-: ¡Klumpe-Dumpe!
¡Menudo griterío y
alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento
para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?».
El hombre contó el
cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue
ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro,
otro!-. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse
con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves
del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las
escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo»
-pensó, creyendo que el relato era verdad -. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga
también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de
que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas.
«Mañana no voy a
temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar
la historia de Klumpe-Dumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el árbol se
pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.
Por la mañana se
presentaron los criados y la muchacha.
«Ya empieza otra
vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y,
arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no
llegaba la luz del día.
- ¿Y lo van a dejar allí, solito y a oscuras? –de nuevo interrumpió
casi dormido.
«¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy
a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la
pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues
iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando
alguien lo hacía, era sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol
quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él?
«Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está
dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán
aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos!
¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! Bien considerado, el bosque
tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve;
pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es
terrible!».
«Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomándose con
cuidado, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus
ramas.
-¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se
está bien. ¿Verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que
son mucho más viejos que yo.
-¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los
ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la
Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los
anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y
donde uno entra flaco y sale gordo?
-No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio,
conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda
su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo
escucharon y luego exclamaron: - ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!
-¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre
lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos
dichosos. -Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían
adornado con dulces y velillas.
-¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido,
viejo abeto!
-¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta
este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que
he dado un gran estirón.
-¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los
ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen
también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y
pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez
volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no
obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente,
el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una
auténtica y bella princesa.
-¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos.
Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y
los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La
noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron
incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual
entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en
menos.
-¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las
ratas.
-Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche
más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad.
-Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe
ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas?
-No -confesó el árbol.
-Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se
marcharon a reunirse con sus congéneres.
Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y
el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos
ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de
aquí, me compensaré del tiempo perdido».
-
No creo que salga… -casi bostezó John.
-
Pues te equivocas, sabiondo –le respondí,-y él levantó su cabecita abrendo sus
ojos.
“Una buena mañana
se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron
las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin
muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde
brillaba la luz del día.
«¡La vida empieza
de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco
y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy
rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su
alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores;
las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja;
estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando:
«¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!»,
pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y
amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de Navidad
seguía aún en su cpunta, y relucía a la luz del sol.
En el patio
jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron
bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le
acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.
-¡Miren lo que hay
todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y
haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al
contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y
compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del
desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los
ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe.
«¡Todo pasó, todo
pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora
todo ha terminado».
Vino el criado, y
con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña,
que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba
profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los
chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y
contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era
sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque
o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en
la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento que oyera en su vida y que
había aprendido a contar.
Y así hasta que
estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban
en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella
dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero
aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós,
adiós!
Y éste es el
destino de todos los cuentos.
-
Ya os lo dije… que acabaría… en el fuego… – se oyó la vocecita de John ya
casi dormido.
Michel
lo miró y sonrió.
-
¿Crees que lo ha entendido, Wendy?
-
No lo sé… es muy pequeño… Pero tranquilo, lo entenderá, lo entenderá…
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