EL BURRO: Capitulo III, por Antonio García Hernández - Enero 2013
Texto de Antonio García Hernández y dibujo de Fátima Julia Doña Molinero |
Creí que encontrar trabajo iba a ser más sencillo. Sin embargo, muchos
días han pasado y mi moral está flaqueando. Las semanas avanzan, pero cada vez
con mayor lentitud. ¿Cuánto tiempo llevo en esta situación? Un día sigue al
anterior, igual que aquél, confundiéndome. No los distingo. Y el calor continúa
perenne, persistente, como si se tratase de una plaga bíblica que hubiese caído
sobre esta ciudad caníbal.
¿Cuánto dura el verano en esta región? Me siento como dentro de un
horno. La temperatura me aplasta contra el asfalto, me derrite y parece que
quiere cocinarme, quemándome la piel y hasta la carne. No es extraño que sienta
flaquezas cuando salgo por la puerta.
Esta desmoralización se conjuga con la falta de sueño y me pasan
factura. Hay noches en que siento la fiebre acercarse, aunque, afortunadamente,
nunca termina de llegar. Durante los primeros días aquí, estando solo, pensé que
podría superar mis debilidades. Por primera vez me sentía fuerte. Parece que me
equivoqué y el maldito animal de ahí fuera me lo recuerda con cada rebuzno. Me
provoca dolor de cabeza oírlo.
Poco a poco, mi flaqueza se convierte en crónica y enfermiza. Casi
ni puedo levantarme de la cama. El dolor de cabeza que me producen los alaridos
del dichoso asno se ha instalado permanentemente en ella, como si fuera su
casa, paseándose de un lado a otro según el vaivén de mi azotea. Me siento
cansado, pero la fiebre, que finalmente ha llamado a mi puerta, y este dolor no
me dejan descansar. Desespero.
Ahora temo salir de casa. Tengo miedo a que me coja la fiebre por
el camino de tal manera que, si no hay nadie cerca que me ayude, me quede
tirado en el suelo sin poder moverme. A las tres de la tarde, bajo el hiriente
sol, eso sería nefasto.
No me atrevo a contárselo a mi madre para que no se preocupe o se
disguste, pero me parece que sospecha algo. Debe notárseme en la voz y, por
eso, cuando hablamos por teléfono, siempre me pregunta que si me encuentro bien.
Yo contesto, con la voz más alegre y natural que puedo, que como nunca. Y en
parte es cierto. Jamás había tenido una dolencia tan grave y creo que la culpa
la tiene el burro. Tal vez haya algún tipo de conexión entre nosotros. Él ahí y
yo aquí, los dos en nuestro encierro particular.
Tengo la impresión de escuchar sus rebuznos a todas horas, pero de
noche son los más aterradores. Cuando los coches callan y puedo oír las
conversaciones de los grillos en el campo, los gritos del burro suenan más
claros, amplificados y multiplicados al hacer eco con los edificios de la
urbanización del otro lado. El rebuzno se desdobla en hordas de voces que se repiten
hasta que él deja de cantar. Es entonces cuando las voces se van callando poco
a poco, deshaciéndose en la noche hasta que se apagan. Paréceme como si el
infierno hubiera abierto sus puertas, dejando escapar las almas en ejército de
los burros tozudos. Que éstos hubieran empezado a rebuznar a la par y se
mantuvieran así hasta que decidieran, comandados por mi enemigo, regresar al
lugar de donde salieran. Cuando cesa el rebuzno y todos sus ecos, el silencio
más absoluto que haya escuchado se come la ciudad. Parece como si el mismo
Satán hubiera hablado.
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