REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Del contagioso optimismo de un segunda línea porteño, por Vicent M.B. - Enero 2013
La
ventaja que tenían las optativas de quinto curso en mi facultad es que allí nos
conocíamos todos. Al menos las optativas de mi especialidad, la de los cuatro
colgados que habíamos decidido que, puestos a estudiar una carrera jodida,
renegar de las optativas más chungas era desertar. Y como de los cobardes nunca
nada se escribió, allí estaba yo, todos los días (todos los días que acudía por
clase) en el mismo sitio. Esa era, junto con el fluído tráfico de apuntes y
problemas resueltos, una de las bondades de conocernos todos: cada uno tenía un
sitio asignado de forma más o menos oficiosa. El mío era en la quinta fila,
apoyado en la pared de la izquierda, justo detrás de Andrés, un mozo de
Alicante de rasgos almohades con una costumbre particular. Hay quien hace
crujir los nudillos apretándolos contra la palma de la otra mano o contra la
mesa. Hay quien hace girar la cabeza hasta que le cruje el cuello. Andrés, casi
todos los días, se retorcía en un escorzo lateral hasta que le crujía la
columna. A veces con estrépito suficiente como para que el profesor le mirara
asustado. Andrés, de natural discreto, tardó en comentarme que todo era culpa
del rugby. Daba igual, yo ya lo había supuesto. Entre las mejores experiencias
que cuento en la vida está la de haber tratado con un par de piliers, y sé de
sobra que nadie que se haya alineado en un equipo de menos de 15 jugadores
tiene el esqueleto tan baqueteado como los rugbistas.
Porque
antes que Andrés, fue Navarro. Navarro no era su nombre, ni su apellido, pero
era el modo en que se presentaba y, en consecuencia, el modo en que lo
conocíamos todos. Eso daba lugar a situaciones bastante bizarras, como el día
en que se presentaron las candidaturas de la asociación de estudiantes en la
que militábamos ambos para las elecciones al Claustro de la universidad.
-¿Se
puede saber quién coño es el cabeza de lista por Biología?
Eran,
no lo olvidemos, tiempos en los que no todo el mundo tenía teléfono móvil. Y,
lógicamente, nosotros éramos de los que no queríamos saber nada de ellos. Así
que hubo que ir buscando al responsable de confeccionar esa lista, el mismo
Navarro, por su facultad. Por fortuna para nosotros, nuestro hombre era una
suerte de icono social, y apenas hizo falta preguntar a dos o tres personas
para que nos indicaran que lo encontraríamos en un laboratorio.
-¿Pero
eso me lo estáis preguntando en serio? Cagoendios, cómo se nota que sois
nuevos.
Jacinto
San Cornelio era él. Normal que tirara de nombre de guerra.
Navarro
(o San Cornelio) no era un hombre refinado, por más que hubiera tocado el oboe
hasta los 20 años. Sus querencias naturales tal vez no lo hubieran llevado al
rugby si lo hubiera conocido en la facultad, pero es que Navarro superaba
holgadamente el quintal y era de Tavernes de la Valldigna y, como
convenientemente recordaba a todo el que lo quisiera escuchar borracho, la
tradición del rugby en Tavernes se remontaba a antes de la guerra civil.
Incluso -apostillaba con la cazalla en la mano- llegaron a quedar subcampeones
de España. Y si perdieron -y aquí ya mitineaba enardecido- fue porque el equipo
contra el que jugaron la final contrató solo para ese partido a 4 tíos que
venían de jugar el Cinco Naciones. No es difícil imaginar la impresión que, en un
deporte cuya tradición patria ha sido salvaguardada casi siempre por equipos
universitarios, debía causar una cuadrilla de labradores valencianos, que a
duras penas hablarían castellano, con la frente quemada por el sol de la Safor
y las manos como palas encallecidas.
Mi
contacto con el rugby en Valencia se limitó a Navarro, algunos de sus
compañeros de melé y Andrés, pero cuando me enganchó definitivamente fue
durante el doctorado. Cuando todavía no llevaba un año de tesis, se celebró el
mundial de Francia. El mundial de rugby, por supuesto. Mis años de doctorado se
abren y cierran con un mundial de rugby, lo cual es un gran paso adelante
respecto a la teoría de César, un gallego con el que compartí piso en Italia,
que decía siempre que la licenciatura no se medía en años ni cursos, sino en la
cantidad de mundiales y eurocopas de fútbol que habías visto entre la primera
matrícula y la solicitud del título. Y es cierto que, durante años, esa fue la
medida de mi tiempo: mis años en Valencia transcurren entre un gol de Alfonso
en una Eurocopa, que vi en un piso de Benimaclet donde intentábamos aprobar la
Química de primero muy puestos de café y Katovit, y dos goles de Zidane en un
mundial. El primero de ellos, el día que parió mi prima. Gracias a eso Pau es
el único de mis cinco sobrinos cuyo año de nacimiento puedo ubicar. El segundo
de esos goles, el que Zizou marcó en la final, lo vi en Ricla, donde habíamos
parado volviendo de Sanfermines. En el viaje de ida a Pamplona, la que después
sería mi directora de tesis me había llamado para comunicarme que me habían
concedido la beca. Entre esa llamada y el bar de Ricla dicen que pasaron cuatro
días. Yo apenas puedo juntar media hora de recuerdos.
Y
si los años de tesis fueron años de rugby fue gracias a Enrique. Enrique debe
pronunciarse Anggí, como si fuera francés. Porque en el fondo alguien que ha
vivido nueve años en París, que no sabe responder muy bien cuando le preguntan
de dónde es y que después de siete años de su advenimiento ibérico no soporta
el ruido ni las cagadas de perro en la calle, es francés. Por muy nacido y
criado en Parla que sea. Y Enrique, como buen francés asimilado, me mandaba un
correo cada vez que había partido del 6 Naciones. Quedábamos el sábado a las
cuatro en un pub irlandés que tenía enmarcada al lado de la puerta una denuncia
por algo así como "exceso de ruido mientras su propietario baila sobre la
barra en estado de embriaguez" un día de San Patricio. Nosotros, con un
café primero, un whisky después, y todas las pintas que hicieran falta hasta
las ocho de la tarde, nos sentábamos en la barra. Éramos los menos: el grueso
de aficionados estaban plantados de pie, hombro con hombro. Aproximadamente la
mitad, los alfeñiques, eran extranjeros, a los que la afición les venía de
nacimiento. Los españoles, con estaturas variables, espaldas enormes y
cicatrices en cejas y orejas, evidenciaban que el gusto por el oval les venía
de haber mordido el césped demasiadas veces. Y allí todos, en extraña comunión,
seguíamos el partido en relativa calma. Enrique, una de las personas más
sosegadas que jamás conocí, era sorprendentemente uno de los pocos que se
despeluchaba, gritando "Allez, allez, allez!" cuando abrían el juego
a un extremo y este se ponía a correr, pelota en sobaco, con campo por delante.
De hecho, la única persona que se desmelenaba completamente era la camarera,
una pelirroja delgadita con el pelo corto, guapa hasta hacer daño. Tenía un
miedo fundado a enamorarme de ella, desde un jueves de karaoke en el que cantó
"One way or another" de Blondie, que cristalizó el día que, humillada
Irlanda por Gales, se pasó toda la segunda parte gritándoles a sus jugadores
"fucking wankers" desde detrás de la barra con los dedos medios de
las dos manos apuntando al techo. Todavía sueño con ella cuando veo algún tío
con un polo de color verde.
Al
final del partido, los parroquianos teníamos también nuestro tercer tiempo.
Enrique y yo solíamos quedarnos apurando las pintas con calma cuando el resto
se marchaban. Fue una de esas tardes cuando le pregunté cómo había acabado
pasando 9 años en París.
-Tienes
prisa?
-Ninguna.
-Pues
pide dos pintas más.
La
historia de sus años franceses, de puro novelesco, suena poco creíble al
ponerla por escrito.
Si
tuvimos tiempo para esa y muchas otras charlas fue porque, al contrario que los
futboleros, aquella gente consideraba que el resto de aficionados controlaba
tanto como ellos mismos y, por lo tanto, no tenían ninguna necesidad de
aguantar infalibles análisis ajenos. Preferían simplemente recordar jugadas
puntuales, recreándose en los momentos más bellos del partido. E,
indefectiblemente, cuando la tertulia ya se disolvía, un argentino con el pecho
como un seiscientos cerraba su aportación:
-Les
dieron bien, a estos.
Jamás
dijo "les dimos bien", o "qué bien ganaron" o "jugaron
precioso". Siempre se ponía en la óptica del derrotado. Aquel hombre, tan
melancólico como su sempiterno polo albiceleste de los Pumas, no tenía
suficiente con llevar toda la vida perdiendo. No, aquel hombre perdía todas las
semanas.
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