EL DIARIO DE ANA: Una comida asturiana, por Ana L.C. - Enero 2013

Conversamos poco pues teníamos hambre y,
cuando lo hicimos, siempre fue referente a los manjares que nos íbamos tragando.
-
Buen sitio éste –apuntilló Araceli, - es agradable y se come bien y, si pagas
tú, es hasta muy económico.
Sonreí ante la broma y le pregunté si le
apetecía una copita de licor.
-
Recuerda que tienes que conducir hasta el despacho… - me recordó.
-
No te preocupes, tampoco vamos a emborracharnos… Además, ¿qué policía multaría
a dos preciosidades como nosotras?
-
Pues alguna mujer policía…
Y reímos satisfechas y relajadas. Cuando
trajeron los cafés y las copas me vino algo a la cabeza.
-
Una cosa, Araceli… Tú me dijiste esta mañana que la mujer de don Fulgencio se
llamaba Lucía…
-
Sí, así se llamaba – respondió ella.
-
Entonces… ¿por qué él luego la ha llamado por tres veces Encarna?...
-
¡Vaya, qué memoria tienes!... Pues a mí también me ha llamado la atención, pero
he pensado que sería una equivocación… estaba un poco trastornado o algo así…
-
¿Tres veces?...
-
Sí, un poco extraño… Encarna es el nombre de su primera mujer.
-
¿La arpía?...
-
Bueno, eso ha dicho él, pero a mí no me lo parece, más bien es una mujer harta
de las putadas de un marido algo crápula…
-
¿Don Fulgencio?... –pregunté incrédula.
-
Sí, bonita, sí, el bueno de don Fulgencio no es muy de fiar… Ya te iré poniendo
al día…
-
¡Quién lo iba a decir!...

En aquel preciso momento se abrió la
puerta y vimos aparecer a don Andrés, con su aspecto bonachón, regordete,
vestido con su inmaculada sotana quien, al vernos, se acercó a nuestra mesa con
intención de saludarnos.
-
Buenas tardes, señoritas. Ya veo que ha aprovechado –y entonces me di cuenta de
su vocecita aguda y chillona, como de niña, y pensé con regocijo en sus
predicas desde el púlpito… ¿o ya no se predica desde ese lugar elevado?... y a
punto estuve de echarme a reír.
-
Buenas tardes, don Andrés, ¿es Andrés, no? –respondió al quite Araceli.
-
Sí, señorita, Andrés me pusieron mis padres para más gloria del Señor.
Y tuve que volverme para disimular, pero
Araceli se percató y me dio un soberano puntapié por debajo de la mesa. Desde
pequeña siempre que algo o alguien me soltaba la risa, no lo podía evitar y era
bastante mala en disimularlo.
-
¿Y qué le trae por aquí con el calor que hace, padre? –siguió dándole coba
Araceli.
El hombre nos regaló una beatífica sonrisa
y levantó los ojos hacia el techo.
-
El cafecito y el anisete de cada tarde… Son de los pocos caprichos que ya me
puedo permitir.
-
Eso está muy bien, hombre. De vez en cuando no está mal darle alguna alegría al
cuerpo – y con la ironía de mi secretaria estuve a punto de estallar.
-
¿Y ustedes han comido bien? – indagó el hombre.
-
Pues sí – afirmó Araceli con sinceridad, - la verdad es que hemos comido
estupendamente.
-
Me alegra oírlo – respondió el otro. - Bueno, ya no les molesto más. Ha sido un
placer volverles a ver – y se dispuso a marcharse, pero yo le detuve.
-
Padre, padre, disculpe, ¿le importaría tomarse el café y su copita con nosotras?,
me gustaría que me informase de algo.
El cura sonrió agradecido y se sentó a
nuestra mesa. Araceli me miró sorprendida.
-
Usted dirá…
-
Pues verá. Como le dije hace un rato, he alquilado la casita de la señora
Concha – el hombre afirmó con la cabeza. – Y el caso es que anoche me contaron
ciertas cosas bastante desagradables sobre ese lugar – el cura frunció el ceño
y apretó los labios con disgusto. – Y yo quisiera saber qué hay de cierto en
todo ello.

-
Verán, señoritas, estos son lugares duros donde la vida no es fácil para nadie
y menos en tiempos como los que corremos. Historias oirán muchas y de todos los
tipos, pero, y sigan mi consejo, mejor no saber demasiado de todo ello – volvió
a saborear su café. – Lo que no me explico es quien le pudo contar nada, eso no
lo suelen hacer las gentes de aquí.
-Pues,
verá, padre, fue un hombre de unos cuarenta años, moreno, que me encontré
saliendo ayer por la tarde saliendo de la iglesia y que se hizo pasar por
usted.
-
¿Qué se hizo pasar por mí? – el tono de su voz alcanzó un agudo inverosímil.
Terminó de un trago su infusión y le dio el primer tiento al anís. Su rostro
reflejaba enfado. – Ese hombre no es ningún sacerdote.
-
Ya me lo imagino…
-
Y lo que hizo no estuvo bien y no debía hablar de más – me cortó seco y
tajante. Volvió al licor y, tras pasarse la lengua por los labios, continuó. –
Ese hombre es policía, inspector de policía…
-
¿Policía?... – Exclamamos las dos a la vez.
-
Sí, policía, se llama Julián y está llevando una investigación por estos
lugares… ¿Se hizo pasar por mí? – volvió a preguntar todavía incrédulo.
-
Sí, padre, me dijo que se llamaba Andrés y que era el párroco de este concejo.
-
Mal, muy mal… eso estuvo muy mal – y se incorporó visiblemente enojado. – Ahora
me disculparán, señoritas, pero debo volver a mi casa.
-
Lo siento si le he molestado – me excusé levantándome también. Entonces él me
sonrió.

Araceli y yo nos miramos asombradas.
-
Pero, ¿qué es lo que pasa aquí? – pregunté.
-
No lo sé, pero ya me está empezando a preocupar – respondió ella.
De pronto sonó su móvil.
-
¡Huy, mira, Miguel!
Miguel es uno de nuestros abogados. Miré
el reloj.
-
¡Leches, es que pasan de las cuatro!
-
¿Sí, Miguelito?, se nos ha … - y se calló en seco. Su cara se fue tensando
hasta que un rictus de dolor se fue dibujando en su boca.
-
¿Qué pasa?... Me estás asustando…
-
Vale, ahora vamos – dijo casi en un susurro. Y dejó el teléfono sobre la mesa y
se puso a llorar.
-
¡Por Dios, Araceli! ¿Qué pasa?
Y me miró con sus bonitos ojos llenos de
terror.
-
¡Han… han encontrado a don Fulgencio…
-
¿Qué quieres decir con que han encontrado a don Fulgencio? – una sensación de
frío miedo recorrió mi espina dorsal.
-
Se ha ahorcado en su garaje…
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