EL DIARIO DE ANA: Se comienza por el principio, por Ana L.C. - Noviembre 2011



Necesito contar esta historia disparatada e inquietante que todavía hoy, y seguramente durante el resto de mi vida, sigue provocándome pesadillas en mis noches y desasosiegos en mis días, pues es difícil para una mujer educada en lo más selecto de la sociedad burguesa actual romper con los estereotipos y las creencias patrimoniales, por más “perra flauta” que una pretenda ser y porque, para qué negarlo, hay cosas y eventos que una mente medianamente racional se niega a creer, por lo que necesito de vuestra paciencia y atención para liberarme de tanto peso... Sin embargo, mi problema no se encuentra entre el paquete de los tabús, ni tan siquiera entre el de los inconsistentes reparos socioculturales, no, más bien el conflicto radica en algo totalmente estructural y pedagógico, pues la verdad es que no sé cómo empezar, así que lancé sin más los dos intentos fallidos del inicio, no por su calidad, de la cual carecen por completo, sino porque son útiles, en cierta forma, para presentar con bastante fidelidad el comienzo de mi caminar, no sólo por estas tierras maravillosas y mágicas, ni por mis nuevas relaciones con unas personas inverosímilmente heterodoxas aunque, en el fondo, surgidas de un mismo patrón cultural y social, sino porque dejan bastante claro el grado de estupor que surgió en mí nada más llegar.

Los antecedentes de todo ello se remontan tan sólo a principios de este año de prodigios y portentos que nos ha tocado vivir, donde hemos sido espectadores de cómo los fulleros son señores y los honrados son unos simples mentecatos que siguen tropezándose tres y cuatro veces con las mismas piedras, dando su confianza a aquellos mentirosos a conciencia que les embaucan con el colorido y la música de su circo. Y allí estaba yo, indignada como casi todos, pero con la cartera bien cebada y las espaldas cubiertas, una muchacha feliz, con una carrera brillante y manteniendo olor a carrocería nueva con lo que, por la santa suerte de haber nacido en esta familia, jamás tuve preocupación alguna por encontrar un aparcamiento adecuado para mi futuro inminente. Así que, sin merecimiento alguno, simplemente por un rancio privilegio de clase, me encontraba poseedora de un despacho alegre y luminoso y con un archivo de diferentes clientes heredados cuyos casos daban, no sólo pingües ingresos, sino también interesantes enseñanzas en una bacanal de fuego cruzado: tenía adjudicada, en faceta de banquillo de los titulares, el área Matrimonial y Familia, como quien regala la papelera repleta de las miserias cotidianas… pero sin quejas, pues de este periodo he aprendido todo lo que sé y siento, sobre todo mi animadversión ante cualquier atisbo de relación sentimental duradera…

Y yo tan contenta, como ya he dejado claro, cuando, una buena tarde, creo que era sobre julio, un mes tranquilo pues todos aplazaban sus rupturas y fracasos para después de las vacaciones, recibí la visita del Director y el Subdirector de nuestro gabinete, de hecho mi padre y mi hermano, quienes me propusieron, discreto eufemismo de ordenaron, con gran profusión de color y música celestial, ¡qué buenos políticos se ha perdido la nación!,  mi inminente incorporación como directora a una de nuestras delegaciones asociadas, la del Norte…  El cuelgue súbito de la mandíbula inferior de mi rostro creo que fue suficiente para expresar mi sorpresa porque, acto seguido, mi amado progenitor se volcó en una profusión de información la cual debería haberme facilitado con más calma y, visto lo visto, con bastante más sinceridad…

- ¡Pero, papá! – Argüí. – Si me vienen justos los casos que llevo, ¿cómo pretendes que dirija todo un bufete?

A lo que mi hermano, siempre tan seguro y sobrado, respondió con cierto tono de guasa que me llenó la mente de dudas:

- ¡Pero si tú eres una excelente administradora y coordinadora! Lo harás muy bien.

 Y yo me pregunté si realmente lo que querían dejarme claro era mi incapacidad para la abogacía… ¡Jodido “Principio de Peter”!...

Tres semanas más tarde dirigí mi coche nuevo, regalo de mis padres, ¡ya te digo!, no sé si como estímulo o como consolación, rumbo al Cantábrico con la orden, que no la intención, de hacerme con las riendas de un despacho  compuesto por nueve abogados y casi el doble de administrativos, situado en un primer piso de un edificio rehabilitado dentro del casco antiguo de una pequeña ciudad marinera que todos los días se extasía de su propio reflejo en las tranquilas aguas de su ría, y que se compone de diferentes secciones: Derecho Penal, Derecho de Familia, Derecho Civil, Derecho Mercantil y Extranjería, algunas de las cuales yo conocía de oídas o porque las había leído por encima al pasar las hojas de los libros universitarios. El motivo, según mi padre, la jubilación del antiguo director, amigo y socio, don Fulgencio, para más datos, ¡por Dios, qué nombre!, quien había decidido retirarse del mundanal ruido tras la muerte de su esposa, la señora Encarna, pareja que en mi mente había representado como dos venerables ancianitos, y quien, al no tener herederos directos, había decidido revender las acciones a mi familia y, por lo tanto, nos correspondía a nosotros la dirección de tal sucursal… mejor dicho, ¡a mí!...  Para tal efecto y procurando que no tuviera ninguna preocupación que me distrajera de mi fin principal, es decir, hacerme con las riendas de tamaño carruaje, el tal señor había tenido la deferencia de alquilarme una pequeña casita en un barrio residencial cercano a la ciudad, pero lo suficientemente alejado para vivir en paz y en contacto con la naturaleza, hecho que me reconfortaba, y aledaño a unos preciosos acantilados desde donde poder soñar acunada con las puestas de sol… o lanzarme por ellos tras un día de rotundo fracaso… ¡Todo perfecto!

Al llegar a mi destino debía dar con una tal señora Concha, que no era otra que la dueña de mi nuevo hogar, quien me facilitaría las llaves y todo lo necesario, incluidas recomendaciones y datos pertinentes, sin embargo, y comienza mi laberinto, la mujer no se encontraba en su domicilio y en su lugar me estaba esperando un jovencito, de unos dieciséis años, alto, delgaducho y pasto del acné, quien dijo ser su nieto y que amablemente me condujo hasta la casita y se ocupó de todo diligentemente. El lugar estaba bastante bien: un pequeño edificio de corte tradicional, con recios muros pintados de un amarillo pálido que contrastaban con el rojo de las tejas, al que se entraba por una puerta abierta en un saliente lateral, lo que daba más amplitud a su interior, el cual se veía muy iluminado por la profusión de ventanales; en la planta baja se encontraban, además de un pequeño aseo, la cocina, un comedor y un estudio con chimenea que daba a un pequeño, pero bien cuidado, jardín, el cual resultaba acogedor nada más entrar, a no ser porque sólo podían darse tres pasos en cada dirección, y arriba, en el único piso, había otro aseo y dos dormitorios bastante amplios de los que rápidamente hice mío el que daba a un enorme balcón de madera que ocupaba toda la fachada.

- ¿No hay garaje? - Pregunté.

- No. - Respondió Lucas, el chico que me había acompañado y añadió. - Aquí puede dejar el coche tranquilamente en la calle, no le pasará nada.

 Ya, ¡qué me iba a contar!, siempre lo había hecho, mis viejos coches habían sido callejeros durante sus efímeras vidas sin ningún remordimiento por mi parte, pero al pensar que mi nuevo juguete tan brillante, pulido e inmaculado pudiera ser mancillado por algún gamberro, me producía un poco de desasosiego. Fuimos mirando las habitaciones y el chaval me iba indicando interruptores, enchufes y demás y, de paso, me fui percatando del mobiliario convencional y económico, pero tan funcional que me serviría perfectamente. Salimos al jardín y di un vistazo panorámico: estábamos rodeados de otras casitas más o menos similares a la mía.

- ¿Y los acantilados? – Pregunté. – Me dijeron que estaba cercana a ellos.

- Bueno, cerca están. – Aseguró Lucas, y volviéndose hacia el Norte señaló. – En esa dirección, a unos quinientos metros, más o menos.

En fin, de esa manera no había peligro de que ningún sonámbulo se despeñase por ellos en algún paseo nocturno… Pero para esa tarde, me juré, tras desempacar el contenido de mis maletas y visitar mi despacho, más por obligación que por ganas, no resistirme a caminar hasta ellos y sentarme al borde del precipicio para soñar con un ocaso norteño.

Hasta encontrar la oficina me perdí varias veces, aunque posteriormente descubrí que el camino era bastante sencillo, siempre he sido un poco torpe en esto... y en más cosas, os lo aseguro… Cuando entré en ella, estaba todo el personal esperándome, casi en formación, y me entraron unas ganas locas de dar media vuelta y largarme, pero entonces, como un soplo de brisa, aunque más adelante me daría cuenta de mi error de cálculo, pues era un verdadero huracán, surgió de la nada mi secretaria personal, Araceli, quien, sin más preámbulos ni falsas deferencias, me espetó dos sonoros besos y comenzó sin más a presentarme a todo el mundo y, la verdad, me gustó. Mantuvimos una reunión desenfadada, pero productiva, durante la cual me pusieron al corriente de casi todo el funcionamiento del bufete y de la situación del mismo. Ciertamente fue reconfortante, pues me alentaba el hecho de que mi trabajo iba a ser más fácil de lo esperado y, por otra parte, más aún cuando la mitad de la plantilla estaba de vacaciones y se habían acercado para recibirme, sólo faltó una abogada, Matilde, que andaba correteando con su nuevo novio por tierras de México, pero, por ello mismo, su ausencia era perdonable. A la salida querían llevarme de tapeo y a tomar algunos culines de sidra, pero se me había metido entre ceja y ceja lo de ir hasta los acantilados y cuando yo me empeño en algo… Así que volví con el tiempo justo, me puse mi chándal preferido y mis zapatillas corredoras y pregunté cómo ir. Me indicaron que había varios caminos, pero que el más bonito era el que pasaba por el cementerio y hacia allí me dirigí no sin antes preguntar con preocupación:

- ¿Hay vacas sueltas por aquí?

Lo que produjo alguna que otra risotada, pero no las había para mi tranquilidad. El camino bordea la colina por el Oeste y, tras dejar las tumbas con angelotes, crucifijos y demás, que le dieron un poco de calma a mi espíritu y más velocidad a mis piernas, se adentraba por un bosquecillo en el que, desde mi ignorancia, creí ver algún roble y encina, entre otros cuyos nombres desconozco, al poco, entre el rumor del viento sobre las hojas me pareció percibir el de las olas rompiendo contra un muro y que el olor a mar se confundía con los aromas del campo que, de pronto, se hizo un prado extenso que terminaba bruscamente sobre el fin del mundo. El horizonte sólo era una línea que separaba el océano del cielo y la sensación de inmensidad llenó mis pulmones con cada golpe de aire que penetraba en ellos. Era un bonito final para un día bastante ajetreado y allí me senté para esperar la caída de la luz… Pero aquella noche, sin sospecharlo, me esperaba el inicio de toda esta aventura…

Y es que cada vez que lo recuerdo, se me revuelven las tripas, pues desde que pisé esta deliciosa tierra, nada era lo que parecía: dos párrocos llamados Andrés cuando en la parroquia sólo trabajaba uno… La muerte de la mujer de don Fulgencio que distaba bastante de la versión que yo tenía de tal deceso… ¡y no digamos de su edad!... El hecho de ocultarme el suceso, si es que mi padre y mi hermano lo sabían, o de habérselo ocultado también a ellos, que todavía era peor… Lo curioso de que Araceli contratase una casa y a mí me diesen otra… La noche de insomnio por culpa de las historias que me contó el cura, falso o verdadero… Y lo que nos dijo don Fulgencio en mi casa aquella segunda tarde en este lugar…

Realmente debería haberme dado cuenta de que algo no encajaba bien y, aprovechándome de la velocidad de mi nuevo coche, haber puesto rumbo de vuelta a mi cálida ciudad del Mediterráneo y haber colocado de una vez las cartas sobre la mesa y decirle a mis superiores, mi padre y mi hermano, claro…

- Aquí tenéis mi dimisión… Me voy a contar cuentos por ahí…

Pero en el fondo soy una burguesa, para ello me educaron, y una cobarde, y para eso también, pero sobre todo me pudo mi curiosidad y mi gusto sobre los misterios… ¡Y vive Dios que los tuve!...

Pero esto sigue, no lo olvidéis…

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