EL BURRO: Capítulo 1, por A. García Hernández y F. J. Doña Molinero - Noviembre 2012
Lo que vais a ver es parte de mi recuerdo. No sé cómo
habéis conseguido acceder a él, ya que los recuerdos son para uno mismo y nadie
puede saber de éstos a menos que la persona propietaria los comparta. En
cualquier caso, vosotros habéis entrado en mi memoria y aquí están...
Ése soy yo. Un joven enclenque,
casi famélico, poca cosa, vamos. Así es como me veo en el espejo. Soy inseguro
e introvertido, y con dotes para caer fácilmente enfermo. Me tomo las cosas con
calma porque eso me permite observar y reflexionar sobre el mundo y las
personas que viven en él. Algunos amigos piensan que tanta calma es como si
estuviera al borde de la muerte, de ahí mi fragilidad y facilidad para
enfermar.
Mirad por la ventan a. Hace poco
que me mudé a esta ciudad buscando mi futuro. Es la primera vez que vivo más de
un día solo. Normalmente mi madre está pendiente de mí. Me prepara la comida,
me lava la ropa, me plancha, ¡a veces incluso casi me viste! Se puede poner muy
pesada. Me cuida todo lo bien que puede para que no caiga enfermo, que suele
ser a menudo, a pesar de todo.
Pero esta vez ha sido distinto.
Cuando le comenté que quería irme de casa, a otra ciudad, donde había más
oportunidades para encontrar trabajo en algo relacionado con mi profesión,
abrió la boca e hizo un ademán de decirme algo. En seguida la cerró y sonrió
con esa sonrisa de orgullo y satisfacción que a veces ponen las madres. - Está
bien – dijo. Y aquí estoy.
La casa donde vivo ahora es un
poco grande para mí solo, pero se ajusta a mi economía y es acogedora. Me
encuentro a medio camino entre el núcleo de la ciudad y una urbanización de
lujo. Por el norte y el sur, tan sólo descampados. En uno de ellos, no lejos de
mi casa, cruzando la carretera que une la urbanización con la ciudad, vive una
familia de gitanos, con diversos animales sueltos por los que, supongo, serán
sus terrenos. De entre todos los animales destaca uno. Un esbelto caballo
negro, de larga crin y paso elegante. Debió ser éste el caballo que Don Quijote
veía en Rocinante. Sus compañeros son un popurrí de perros y gatos, burros y
mulos.
Y también está él. Uno de los
animales pasa inadvertido. Es un burro que se encuentra apartado del resto,
situado en una loma colindante con el lugar de pasto de los demás, bajo la
sombra del único árbol que veo por los alrededores. Quizá por eso pase
desapercibido a primera vista. Se queda quieto, bien porque sus dueños lo atan
al árbol, bien porque es un burro obediente. En cualquier caso ahí está,
mirando al resto o pastando hasta que, en ocasiones, lo recogen un momento, lo
llevan dentro y lo devuelven al mismo lugar pasada como una hora.
Pero cuando uno vive cerca, se
da cuenta de que el burro no pasa desapercibido por mucho tiempo. A menudo el
burro rebuzna de manera desgarradora y alarmante. Emite los alaridos más largos
y profundos que haya escuchado de animal alguno. Empiezan de manera suave. Esto
quiere decir que se pueden escuchar en varios kilómetros a la redonda, pero son
moderados, como un rebuzno normal. Pero el grito se extiende en el tiempo y su
volumen aumenta. Cuando llega a escucharse en toda la ciudad, entonces el
rebuzno se vuelve entrecortado, como los jadeos de alguien con asma, primero
chillidos cortos y luego más largos. Hasta que, al final, en un extenso y
sonoro suspiro, exhala y cesa.
El motivo de estos chillidos,
porque así me lo parecen, aún lo desconozco. Puede que sean debidos a algún
tipo de maltrato que sufre el animal, a la falta de comida en la tierra yerma
donde se ve obligado a pastar, o puede que sea algún tipo de reivindicación,
una protesta por el trato separatista que le dan. Tal vez el tiempo me dé la
respuesta.
Cada día que pasa observo más a
menudo. Casi siempre lo encuentro ahí, cerca del árbol, ora pastando, ora
mirando con tristeza a los que tienen la libertad de movimiento, ora
protegiéndose de la hirviente mirada del sol a la sombra del árbol. Empiezo a
sentir lástima por el pobre animalito. No se me ocurre motivo por el que le
hayan condenado a pasar tal calvario. Puede que cuando está con los demás se
vuelva violento.
La duda me corroe.
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