EL BURRO: Capítulo II, por A. García Hernández y F.J. Doña Molinero - 2012




Texto de Antonio García Hernández - Dibujos de Fátima Julia Doña Molinero

Empleo la mayor parte de mi tiempo recorriendo esta increíble ciudad de una punta a otra en busca de trabajo. A pesar de la distancia que separa mi casa del núcleo urbano, suelo ir a pié. Siempre que paso por la carretera, junto al descampado, de vuelta al hogar o de camino a la bulliciosa urbe, me encuentro al burro. De día o de noche, atado al diminuto arbolito, sólo puede alejarse para llegar al abrevadero, unos metros más abajo de la loma. Es justo la longitud de la cuerda que lo encadena. Desde la distancia lo miro.  ¿Me está observando o sólo es una impresión? Desde aquí no consigo distinguirlo.

Andar me permite disfrutar del aroma y de la luz, abundante en esta región del país. El sol brilla durante muchas horas al día y muchos días a la semana. Me llena de energía. Sin embargo, el calor llega a ser insoportable a veces, sobre todo pasado el mediodía. Estoy más acostumbrado a las altas temperaturas de verano, pero esta flama me ahoga.

El calor es peor por la noche, a la hora de dormir. Las temperaturas se vuelven más agradables que durante el día y dar un paseo puede convertirse en una delicia. Es una temperatura que te reactiva después del desplome sofocante del día. Pero precisamente ello me impide conciliar el sueño. Suelo, entonces, levantarme a por un poco de agua para refrescarme. La ventana de la cocina mira adonde se encuentra el burro e incluso de madrugada percibo su presencia. Me pregunto si durante el frío invierno también lo dejarán allí, solitario y sin resguardo.

Esta noche no es diferente, el termómetro juega a no dejarme descanso. Cuando parece que la almohada ha conseguido atraparme, algo me sobresalta. Es otra vez el maldito bicho. Su rebuzno, que se extiende por la negrura como una niebla densa, ahogándolo todo en su tronar, entra por las ventanas abiertas de mi habitación. Como ese hermano que quiere fastidiar y no dejarte dormir, me da codazos de chillidos en los oídos. Pero no puedo cerrar las ventanas, me asfixiaría.

Repito la misma rutina de los días en vela. Me levanto tambaleante, dubitativo, pero, además, asqueado en esta ocasión, y me dirijo a la cocina a por mi vaso de agua. De paso, aprovecho para adivinar qué le ocurre a este quejumbroso ser. Ahí está, pasmado bajo el arbolillo, como siempre. Sus razones tendrá para tal berrinche, me digo. Y siento lástima por él, a pesar de mi enfado.

Con estos pensamientos en la cabeza, comienzo a andar por la casa. Para tomar el poco aire fresco que puedo exprimir del reino de Nix, me asomo a otra ventana, la que mira a la urbanización, y observo la oscuridad, desdibujada por la luz artificial de las farolas. Esta visión me alegrará más que contemplar al burro. Paseo mi mirada por las calles y reparo en algo tirado en la acera bajo mi ventana. Parece que un estudiante ha perdido su portafolio o su carpeta de vuelta a casa.

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