El sueño de un viajante: Capítulo 4, por Antonio García Hernández – Junio 2012
María
Nikopolidis estaba distraída en su laboratorio. Era ya tarde y se entretenía
alternando búsquedas por internet de vídeos cómicos con la lectura de artículos
sobre historia mundial contemporánea. Mientras, escuchaba música. Había pasado de
Vivaldi, Bach y Ólafur Arnalds, mientras trabajaba, a Niravana, U2 y Muse. No
sabía por qué estaba todavía allí si ya no estaba trabajando. A veces, dejando
pasar el tiempo, pensamos que tal vez nos llegue la inspiración y nos pongamos
manos a la obra. Casi siempre es tiempo perdido.
Había
decidido irse. Estaba apagando el ordenador y recogiendo sus cosas, cuando sonó
el teléfono del laboratorio. “Un poco tarde para sonar”, pensó. Pero, algo
titubeante, lo cogió:
-
¿Sí?
-
Hola, ¿la doctora María Nikopolidis? – Al otro lado de la línea, sonaba la voz
de una mujer.
-
Sí, soy yo. ¿Qué desea?
- Soy
la doctora Manuela Gracia. He leído sus trabajos y quería hacerle unas cuantas
preguntas. – Hubo un segundo de duda. La doctora Gracia tomó eso como un signo.
– Lo siento, ¿llamo en mal momento?
-
No, no se preocupe. – María decidió ser amable. – Dígame, ¿qué quiere saber?
-
He leído los dos artículos que ha publicado en los últimos meses sobre
registros de memoria, me interesan mucho. Pero no me andaré con rodeos, sé que su
empresa pertenece al gobierno. ¿En qué punto están realmente?
La
actitud de Manuela le pareció agresiva y María empezó a desconfiar. Se quedó un
momento sin saber cómo reaccionar.
Enseguida,
la doctora Gracia se percató de su error y trató de corregirlo:
-
Puede confiar en mí… a nosotros nos financia Bastergo. Quizás haya oído hablar
de mi trabajo: teleportación.
La
doctora Nikopolidis pensó un momento y cayó en la cuenta de con quién estaba al
teléfono:
-
¡Ah, sí, ahora caigo! Perdone, pero en estos casos hay que tener cuidado. Ya me
extrañaba a mí que alguien de fuera pudiese conseguir el número de mi
laboratorio. He escuchado sobre su trabajo. Muy prometedor.
-
Es más que prometedor, no sé si me entiende. Es por eso que le pregunto en qué
punto están. Sospecho que van más avanzados de lo que han publicado.
-
Sí, tiene razón. Ya sabe cómo funcionan estas cosas. En realidad hemos
conseguido algo más que extraer cierta información del cerebro de un ratón e
implantarlo en otro. Lo hemos probado con mamíferos superiores: perros y gatos.
-
¿Cuándo lo probarán con primates?
María
resopló:
- Bueno…
me temo que eso requerirá tiempo. Es algo delicado dar ese paso, ya me
gustaría. Ahora mismo estamos haciendo la solicitud, pero no sé cuánto tardará.
Tal vez debamos entregar más informes y hacer más pruebas.
En
cuanto Manuela sintió que la doctora Nikopolidis se relajaba, pasó
instintivamente a tutearla:
-
Yo podría conseguir que trabajases desde este momento con primates. ¿Qué me
dices a ello?
Ante
tal cuestión, la doctora Nikopolidis se sintió turbada. Primero, no reaccionó.
Después, repasó lo que le había dicho y se le pasaron por la cabeza varias ideas.
Se debatía entre si aquello era algún tipo de prueba de sus superiores, que
querían comprobar su fidelidad, si era una oportunidad para dar el siguiente
paso en su investigación o si era una propuesta de colaboración.
Instintivamente, miró a uno y otro lado de su laboratorio. Incluso asomó la
cabeza por la puerta. Nadie parecía estar cerca. Aún así, fue prudente en su
respuesta:
-
¿A qué se refiere?
-
Te estoy proponiendo que colabores conmigo. Te propongo más: que vengas a
trabajar aquí, a mi laboratorio, contratada, por supuesto.
Con
sus sospechas confirmadas, María casi no pudo contener la emoción:
-
¿Es esto una oferta real o es una posibilidad?¿Tengo que pasar por algún
trámite?¿Hay alguna…?
-
Sólo tienes que decir sí o no.
-
Eh… sí, claro que sí.
-
Bien, te escribiré un e-mail con todos los detalles. Quiero que empieces a
trabajar desde la semana que viene.
-
¡Pero si hoy es viernes!- María se empezó a sentir un tanto agobiada.- ¿Se
refiere a empezar el lunes?
-
Eso mismo. Mañana recibirás el resto de las instrucciones. Muchas gracias por
tu tiempo. Hasta la semana que viene.
La
doctora Gracia colgó el teléfono, satisfecha. Una pequeña luz de esperanza se
encendía en el horizonte y no podía evitar sentirse emocionada. Sonrió.
Justo
entonces, apareció por la puerta Carlos, el director de la universidad.
Ciertamente, traía cara de pocos amigos. Manuela ya lo conocía, con su ceño
fruncido, intentaba resultar amenazante. Pero, cuando se llevaban tantos años
trabajando con él, sabías que sólo era fachada. Su carácter afable hacía
imposible que puedieras imaginarlo como algo peligroso. Por ese motivo, su
actitud resultaba algo cómica. Si bien, tenía que tomárselo en serio, porque
podría molestarse.
El
director habló con voz grave:
-
Hola, primero de todo, siento lo de tu marido.
-
Sí… gracias.- Manuela agachó la cabeza. Recordarlo aún le dolía.
-
En segundo lugar, Alejandro pasó por mi despacho hará como una semana. Dijo que
iba a dejarlo…
Carlos
prefirió esperar una respuesta a seguir. Ella no tardó en reaccionar:
-
Hemos tenido diferencias.
-
¿Pero no estábamos cerca de conseguir algo? Todos nuestros beneficiarios nos han
aumentado la financiación, esperan resultados definitivos para este año. ¿Qué
vas a hacer sin él?
-
Lo siento, Carlos, conseguiré los resultados que necesitas, no te preocupes- La
doctora Gracia hablaba con seguridad. Se había puesto de pié para hablar con el
director.- Hemos tenido… algunas dificultades que no habíamos previsto. Estoy
tratando de solucionarlo y ahora mismo acabo de encontrar otro colaborador. Se
incorporará este mismo lunes.
El
director de la universidad apretó los labios y se quedó ahí pasmado un momento,
pensativo, con la mirada tras sus oculares fija en Manuela. Ella no supo
interpretar si estaba enojado, sospechaba algo o las dos cosas.
-
Déjalo en mis manos.- dijo Manuela cálidamente.
Las
palabras de la doctora mellaron la coraza que se había puesto Carlos. Y éste
rompió su silencio:
-
Está bien, pero quiero resultados. Envíame un informe cada dos semanas sobre
los avances. Y, por Dios, ponme al día de lo que está pasando, aunque sean
malas noticias.
La
doctora Gracia había temido problemas a su iniciativa, pero, después de esta
conversación, la verdad es que se encontraba más tranquila: podía concentrarse
en su objetivo. Era algo que beneficiaría a todos, no había razón para no
continuar.
Justo
antes de que el director saliese por la puerta, Manuela cayó en la cuenta de
que le faltaba pedirle una cosa:
-
Carlos, necesito otro chimpancé.
Él
se dio la vuelta airado:
-
¿Otro?
Hubo
un cruce de miradas. Ella parecía suplicar, mientras que la de él era de
incredulidad. No quiso pensar, se rindió y confió en el savoir faire de la doctora con quien había trabajado tantos años. Necesitaba
creer que estaban cerca de algo, después de la gran demostración ante los
inversores. No era momento de discutir, sino de actuar. Aceptó con un ademán de
mala gana y salió por la puerta.
Durante
el fin de semana, Manuela se dedicó a su marido. La quimioterapia se empezaba a
notar: el pelo se le caía a mechones y algunos días lo veía cansado y abatido.
Aunque no le tocaba a ella la parte más complicada, sentía como si le hubieran
impuesto una pesada carga encima de los hombros. Nunca había tenido la
sensación de tener que soportar un peso que no quería llevar. Pero, en esta
ocasión, no lo había decidido, había venido. Se había olvidado de lo
cómodamente que vivía.
El
lunes llegó la nueva colaboradora al laboratorio. La doctora Gracia estaba al
teléfono, solicitando un nuevo espécimen de simio, cuando María Nikopolidis
apareció por la puerta. Llevaba unos cuantos clasificadores cargados a rebosar
y una mochila que parecía bien pesada, ya que se encorvaba para soportar su
peso.
La
impresión de Manuela, que era la primera que vez la veía, fue de sorpresa. Se
alejaba bastante de lo que había pensado. Era joven para los logros que ya
había cosechado, tanto los publicados como los no publicados (si todo lo que se
decía era cierto). Era una chica morena de pelo corto, bastante resultona, casi
no usaba maquillaje ni abalorio alguno. Si la hubiese visto por la calle, jamás
se hubiese atrevido a pensar que trabaja en ciencia ni, por supuesto, que era
tan buena en lo que hacía. Una construcción mental bastante extendida en la población,
sobre todo en aquéllos que no están metidos en la investigación. Aunque incluso
estos últimos, imbuidos en la sociedad, no están exentos de ello: todo lo malo
acaba por pegarse.
Con
pantalones vaqueros que parecían a punto de caérsele aunque nunca llegaran a hacerlo,
una camiseta sencilla y aspecto esmirriado, Manuela tuvo la impresión de que se
desvanecería en cualquier momento. ¡Qué impresión se llevaría más tarde, al
verla comer! Devoraba todo con lo que se alimentaba casi sin respirar, como
quien no quiere perder el tiempo y tiene un hambre atroz. Desde luego, el
aspecto de esta chica era capaz de tirar abajo muchos prejuicios e ideas
preconcebidas.
Pronto
se recuperó la doctora Gracia de su impresión. Estaba acostumbrada a ver los
más pintorescos personajes trabajar en su campo. Le dio la bienvenida con la
mano y le señaló la mesa de los ordenadores. Mientras, ella terminaba su
conversación telefónica.
María
se dirigió hacia donde le habían indicado, dejó los archivadores primero y,
luego, la pesada mochila. Resopló cuando ésta cayó en el suelo y estiró la
espalda. Miró a la doctora Gracia y, viendo que estaba ocupada, se dedicó a
inspeccionar el lugar. Cotilleó la jaula vacía en la que se habían encontrado
Laika y César, los ratones que correteaban en sus jaulas y una mesa llena de
artículos, notas, diseños y aparatos de laboratorio. Revolvió entre los
artículos, que se trataban todos sobre el registro de memoria, y encontró uno
que ella había firmado. Lo cogió, lo ojeó y, con una sonrisa burlona y un gesto
de negación, lo volvió a dejar en la mesa.
Entonces
reparó en que, en un hueco de la pared, había colgada una solitaria fotografía.
En ella aparecía la doctora Gracia junto a un joven que la doctora Nikopolidis
no llegó a reconocer (aunque le pareció mono). Estaban los dos como
custodiando, uno a cada lado, una especie de cápsula con forma de huevo de la
altura de una persona. Ambos llevaban una sonrisa espléndida.
Justo
en ese momento, Manuela colgó el teléfono.
-
Así que ésta es la famosa cápsula teleportadora…- Dijo la muchacha con
atrevimiento sin apartar la mirada de la foto.
-
Sí, una de ellas.- Respondió Manuela, que se había vuelto hacia ella.
-
¿Puedo verla?
-
Te cansarás de ello. En la misma sala donde las guardamos, están nuestras
máquinas y también pondremos las tuyas. Tiene un sistema de refrigeración
propio y de seguridad. Si necesitas que compremos algo, sólo tienes que
decirlo.- Y añadió.- Yo también espero que me muestres lo que haces.
María
se dirigió entonces hacia la mesa donde había dejado sus cosas y empezó a
desempaquetar. No pareció escuchar la última frase o no quiso darse por
enterada.
-
Me dijo que podría experimentar con simios, pero aquí no veo ninguno.- Y señaló
la jaula.
-
Mañana llegará. ¿Cuándo podremos empezar a hacer pruebas?
-
Bueno, primero tengo que instalar todas las máquinas. Teniendo en cuenta la
capacidad cerebral de un chimpancé, necesitaré utilizar mucho más
almacenamiento que de costumbre. Tal vez tengamos que adquirir nuevo
equipamiento. Hasta que lo configure y todo esté bien preparado, pueden pasar
un par de meses. ¿A qué viene tanta prisa?
La
doctora Gracia la miró con un gesto grave. No dijo nada. En vez de eso, fue
hacia un ordenador, encendió la pantalla y rebuscó un momento.
María
la miraba con algo de asombro. Le parecía un poco arrogante, aunque ella no se
dejaba amilanar tampoco. Había algo extraño en el comportamiento de su nueva
jefa, pero le era difícil averiguar qué conociéndola desde tan poco tiempo. Se
afanaba por escudriñar su figura en busca de pruebas. Manuela iba impecable,
casi como una ejecutiva. Debajo de esa bata blanca, vestía pantalones de tela y
una camisa morada. Sólo un detalle, que podría ser una coincidencia, le
escamaba. Era algo que a un hombre seguro se le escaparía y a la mayoría de las
mujeres también, en un primer vistazo: aunque su pelo estaba perfectamente
cepillado, las puntas de su cabello no mostraban un cuidado acorde. Es decir,
se peinaba bien por las mañanas, pero, en general, había una muestra de falta
de tiempo. Este hecho le pareció a la joven incongruente.
Manuela
reclamó su atención y le pidió que mirase la pantalla. En ella, aparecía un
vídeo de la investigadora junto a un chimpancé, al que tenía puesto en una
cápsula como la que había visto en la fotografía. Eso a un lado de la pantalla,
al otro, en la misma imagen, se veía otra cápsula gemela vacía. La cámara
estaba colocada a la altura de una persona, de manera que podía recoger toda la
escena a la vez. La doctora Gracia estaba colocada frente a un ordenador y lo
manejaba frenéticamente. En un momento dado, paró y miró a la cámara de vídeo
durante un segundo. Entonces, volvió su vista de nuevo al ordenador, pasando
por la cápsula de corrido, y apretó un botón del computador. Unos instantes de
tensión, sin movimiento, un destelló que deslumbró la pantalla entera y, cuando
se recuperó la imagen, el simio ya no se encontraba en la primera cápsula sino
en la segunda, la que estaba vacía.
La
doctora Nikopolidis se sintió excitada. Había escuchado sobre la teleportación,
pero no pensaba que estuviese un estado tan avanzado. Empezaba a sentirse
motivada para emprender el trabajo.
El
vídeo terminó cuando Manuela, en la pantalla, fue a rescatar al chimpancé de su
cautiverio:
-
Verás,- le dijo volviéndose hacia ella- hay un problema en el proceso de
teleportación. Conseguimos enviar la información de todos los átomos de su
cuerpo de un punto a otro. Lo reconstruimos tal y como estaba. Sin embargo,
parece ser que esto no es suficiente. No llegamos a reconstruir sus recuerdos,
su mente. Quiero que tú hagas eso por nosotros, quiero que extraigas la
información de su cerebro y luego se la vuelvas a imprimir.
El
rostro de María se iluminó. Había un problema serio que resolver y su
investigación encajaba en ello. Era una oportunidad para seguir desarrollando
su trabajo, tenía un objetivo y le permitiría avanzar en la búsqueda. No podía
estar más ilusionada. Sin dudar, respondió a su nueva jefa que empezaría en ese
mismo instante, estudiando todo el proceso de la teleportación.
La
doctora Gracia no se esperaba tal entusiasmo, pero se alegró. El tiempo corría
en su contra y era reconfortante para ella y su carga que las personas que la
ayudaban mostraran diligencia. Por primera vez en algún tiempo, sonrió de alegría
o tal vez de descanso. Le dio a su nueva ayudante todas las notas y resultados
que habían obtenido para que empezase a estudiar.
Las
semanas pasaron rápido a partir de entonces. María trabajaba sin descanso,
todos los días se afanaba en su tarea. A la vista de tal dedicación, era
difícil pensar que se trataba solamente de algo impuesto. Manuela estaba tan
sorprendida como encantada y orgullosa por su descubrimiento. De vez en cuando,
algún día inesperado, la nueva colaboradora solía ausentarse sin dar ninguna
explicación. No era importante mientras cumpliese con lo suyo. Manuela le dejó
hacer.
Por
su parte, ella trataba de pasar todo el tiempo que podía con su marido, aunque
no descuidaba el trabajo. Su tarea consistía en aprender lo que había hecho la
doctora Nikopolidis. Era de crucial importancia entender el proceso, a modo de
encontrar una solución óptima al problema que creaba la teleportación.
Sin
embargo, su marido, según pasaban los días, se sentía cada vez peor. Día a día
Manuela se daba cuenta de que le mermaban las fuerzas, de que se sentía
cansado, comía menos y adelgazaba rápido. Él argumentaba que se debía a la
quimioterapia, pero su mujer iba notando disminuir el brillo de sus ojos. La
vida se le escapaba con cada lágrima que ella vertía.
Poco
a poco, la atención a su marido iba llenando los días de Manuela. Lucas se
sentía indispuesto en muchas ocasiones y no se levantaba de la cama, excepto
para ir al baño a hacer sus necesidades o vomitar. Más que compartir el tiempo
con él, ella le daba asistencia física y moral. Manuela no era creyente, pero
muchas veces sentía la necesidad de rezar. Llegó el punto en que tuvo que
ocupar la mayor parte de sus días en ayudarlo y esto la dejó sin momentos para
ir al laboratorio.
Viendo
que no podía atender los dos asuntos, que consideraba de igual importancia, se
vio obligada a hacer lo que había estado posponiendo mucho tiempo. En un rato
de calma, en que su marido descansaba en la cama después de haber pasado una de
las peores noches, Manuela cogió el teléfono y marcó. Una voz masculina contestó
al otro lado:
-
Hola, jefa.
-
Hola, Alejandro.
-
Me sorprende que me llame. Siempre di por supuesto que sería yo el que acabaría
cediendo. ¿Qué ocurre?
-
Verás…- No le dio tiempo a continuar. Alejandro la interrumpió.
-
Ah, me enteré de lo de tu marido. Lo siento de veras.- El muchacho se mostraba
realmente compungido.
-
Sí, gracias…- Una vez más, se lo recordaban.- Verás, necesito tu ayuda. No
puedo cuidar de mi marido y trabajar al mismo tiempo.
-
Esto no es normal, jefa. Tomaste la decisión de pasar los últimos momentos que
os quedasen disfrutando con Lucas. Sin embargo, ahora estás preocupada por el
trabajo. Sé que tu marido está en fase terminal y puede ser cuestión de meses.
¿Por qué no deja el trabajo un poco? Al fin y al cabo, impresionó a los
inversores, no le dirán nada según está la situación. Se merece un descanso.-
Dijo, al fin, de forma comprensiva.
-
Sí, es verdad, necesito descansar, pero no puedo ver así a mi marido.
-
Se siente culpable, ¿no es así? Ha invertido mucho tiempo en la dichosa
máquina, tiempo que ha extraído de su matrimonio pensando que podría
recuperarlo cuando terminase. Pero ahora se da cuenta de que eso no ha llevado
a ninguna parte, porque siempre surgen imprevistos. Más le hubiera servido
aprovechar su tiempo y poder continuar con su trabajo después, sin
remordimientos. No sirve de nada intentar que llegue a algo antes de su muerte
sólo para justificarse a si misma.
La
actitud crítica de Alejandro estaba
irritando seriamente a Manuela, a pesar de que éste tuviese razón.
-
Creo que mi trabajo sí ha servido para algo, después de todo. Creo que puedo
salvar la vida de mi marido y, a la postre, la de muchos más. Sería un método
revolucionario para el tratamiento de enfermedades. ¡Qué digo tratamiento, CURACIÓN!
El
joven doctor se sobresaltó. Al principio no pudo entender lo que quería
decirle, pero luego comprendió la gravedad del problema. Su jefa estaba
perdiendo los papeles:
-
Creo que has olvidado lo que le pasó a Laika. ¿Es que a César no le pasó lo
mismo?
-
Sí.- Tuvo que admitir la doctora.
- ¿Lo
ves?, es peor que matarlos. ¡Les robamos el alma!
-
No, tan sólo le quitamos sus recuerdos. Si conseguimos devolvérselos, serán de
nuevo ellos mismos.
-
Lo dije una vez y se lo repito ahora: no puedo participar en eso.
-
Lo sé y no te lo pediría si no creyese que tengo el problema atado. Sin embargo,
no tengo otra alternativa. No sé de otra persona que pueda llevar a cabo el
experimento aparte de mí. No sé qué más hacer. ¿No querrás ayudarme?
La
voz de la doctora sonaba realmente desesperada. Alejandro empezó a sentir
chispitas de compasión por su querida jefa. Pero aún no era excusa suficiente.
Se sentiría culpable si el experimento fallase. Además, no estaba seguro de que
sólo se tratase de los recuerdos. Había algo vacío en la mirada de los
chimpancés después de la teleportación. ¿Qué pasaría con un humano? Era incapaz
de predecirlo y, a decir verdad, sentía miedo.
Estuvo
un rato pensando cuando, de pronto, escuchó a Manuela llorando:
-
Alejandro, por favor, esto me está superando. ¡Ayúdame!
Era
la primera vez que la escuchaba llorar. Ni siquiera la había visto nunca
triste. Era una mujer que siempre se mostraba fuerte y decidida ante las
adversidades. Esto era lo último que se esperaba. La llama de la compasión se
encendió definitivamente en el pecho del doctor Villar, derritiendo cualquier
oposición que se hubiera planteado.
-
Está bien, te ayudaré.
ResponderEliminarNati Escoda Sancho (martes, 19. junio 2012 15:08)
El autor se mete en un mundo que conoce muy de cerca y así lo manifiesta cuando nos adentra de una manera muy descriptiva a todo lo que envuelve a la protagonista en su trabajo cientifico.
Sabe enlazar además su vida privada, llenándola de sensaciones de una manera casi poética.
Me parece un relato interesante, ameno y con ganas de MÁS
Felicito al autor
ResponderEliminarAntonio (martes, 19. junio 2012 17:51)
Gracias por el comentario :). Creo que debo revelar aquí que se trata de la familia, es hacer honor a la verdad.
En cualquier caso, agradezco recibir críticas, pues éstas me ayudan mucho a mejorar, sobre todo ahora que estoy empezando "en serio".
Pronto habrá más y espero que os guste.
ResponderEliminarNati Escoda Sancho (miércoles, 20. junio 2012 21:04)
Querido Antonio en honor a esta verdad en la que a veces juega el sentimiento familiar, no ha sido el caso. Mi opinión es que tienes un muy bien "armazón literario" y sabes conjugar los "dos lados" de los hablábamos el otro día, y que sin duda te ayuda muchísimo cuando se trata de escribir, y dar una visión más amplia... más sentida... eso hace que a los lectores nos llegue de una manera "natural" sin forzar los diálogos.
Yo te animo a que sigas mostrándonos lo mucho que tienes por decir... y la valoración si tuviera que darla quedaría en un muy buen lugar.
A propósito! sabes que "sabía" lo de los 21gramos, jajaja es verdad! jajaja Lo cierto es que lo vi no hace mucho en Cuarto Milenio, sí sí jajaja incluso con Iker Jimenez podemos aprender cosas aunque estas puedan ser leyendas urbanas ( no deja de ser curioso)
Un besazo y ya estoy deseando leer la próxima entrega.