LOS CLÁSICOS DIVERTIDOS: Dos años de vacaciones, por Ancrugon - Enero 2013
Nuestro
personaje de este mes es, con toda seguridad, uno de los reyes entre los
clásicos de la aventura, porque su espíritu soñador y su afán de alzar vuelos
que le transportasen a mundos y situaciones inverosímiles y fantásticas, hacen
de él un visionario y un pionero entre los creadores de su tiempo, incluso de
siglos posteriores. Me refiero, como podréis suponer, a Juilio Verne, el padre
de la ciencia ficción.
Nació
Jules Gabriel Verne, en febrero de 1828, en la ciudad marinera de Nantes,
Francia, justo en la isla de Feydem, un pequeño reino en medio del río Loira de
comerciantes y gente acomodada cuyas fortunas procedían en su mayor parte de
ultramar. La ciudad era, por entonces, unos de los principales puertos del país
y en sus muelles venían a atracar las goletas y bergantines que traficaban con
los productos de las Antillas francesas. Hijo de Pierre Verne, dueño de un
bufete de abogados, y de Sophie Nanine Henriette Allotte de la Fuÿe,
descendiente de una familia noble de ascendencia bretona y escocesa, fue el
mayor de cinco hermanos, dos varones y tres hembras, y corría por sus venas la
sangre inquieta y viajera de la ascendencia celta del padre y la aventurera de
su madre, cuya estirpe estaba repleta de marinos, militares y gente de letras.
Un
año más tarde nace su hermano Paul, quien sería su compañero de aventuras y
fantasías durante la infancia, fascinados por el ambiente marinero de la ciudad
y por todos aquellos objetos extraños y retratos de antepasados hallados en sus
correrías por el desván del inmenso caserón de sus abuelos maternos. Sin
embargo, sólo Paul llegaría a ser marinero, pues Julio, al ser el primogénito,
estaba destinado a seguir los pasos del padre y heredar el bufete de abogacía.
Este conocimiento de las artes marineras del hermano pequeño serán una gran
aportación en las obras posteriores del hermano mayor.
El
padre de los muchachos quería darles una educación seria y firme por lo que
pretendía alejarles de toda lectura fantasiosa que pudiera llenarles sus
pequeñas cabecitas de quimeras peligrosas, sin embargo, desde el mismo momento
que ingresan en el colegio de la señor Sambain, fue la misma profesora la que
se encargó de despertar cualquier atisbo de aventura dormida en sus pequeñas
mentes. Ella misma estaba casada con un capitán de barco quien había zarpado de
Nantes hacía ya treinta años y al que la dama, para compensar su ausencia,
imaginaba peligrosas andanzas en lugares remotos del planeta, las cuales
impedían a su hombre el retorno al hogar. Esta señora reaparecerá en alguna de
las novelas de Julio Verne como “Mistress Branican”, quien viajaría a lugares
remotos en busca de su marido.
El
germen aventurero ya había calado en los jóvenes hermanos Verne, a pesar de las
preocupaciones del padre para alejarles de ellos. Los muchachos pasaban horas y
horas en los muelles viendo llegar y partir a los diferentes barcos con
diferentes rutas que despiertan sus sueños. Pero, sobre todo, un gran culpable
del desarrollo de su imaginación fue el señor Bodin, el librero de la Plaza
Pilori, quien les introduce en la literatura de viajes, tan en moda en aquella
época y, en especial, con las obras de Humbolt, o los viajes de Marco Polo.
Cuando
tenía nueve años, y Paul sólo ocho, fueron internados en un seminario, del cual
intentaron escaparse durante una noche mediante el procedimiento de descolgarse
por unas sábanas atadas, pero fueron descubiertos por el vigilante y ello les
supuso una soberana paliza que no logró frenar sus ansias de aventuras.
La
familia, gracias a la prosperidad del bufete, pudo dejar la casa de los abuelos
y conseguir un hogar propio en las afueras de la ciudad, rodeada de jardines y
naturaleza, pero también cercana a las fábricas repletas de los nuevos inventos
a los que el joven Julio era tan aficionado, por lo que tuvo bastante fácil el
poder observarlos de cerca y estudiar sus mecanismos, pues Julio, desde
pequeño, destacaba en las asignaturas de geografía, física y las lenguas
clásicas y le poseía una gran atracción hacia todo lo nuevo y desconocido.
Los
veranos los pasaba la familia en la casa de campo de Chantenay, donde conocerá
a su prima Caroline, un año mayor que él, pero que llegaría a ser el amor de su
vida y causa de su fuga más sonada, aunque imaginaria, ya que, según se supo
después, fue una invención de su sobrina Margüerite Allotte de la Fuÿe, su
primera biógrafa: contaba Julio once años y se marchó de su hogar con rumbo
desconocido intentando embarcarse como grumete hacia las Indias con la
intención de conseguir un collar de perlas para su prima, pero fue descubierto
por su padre quien le hizo jurar que jamás volvería a viajar si no era en su
imaginación, el hombre no sabía lo que le estaba pidiendo...
Con
diecinueve años viaja a París para estudiar derecho, como era el deseo de su
padre, en cambio Julio dedica su tiempo a la poesía y el teatro, a conocer los
círculos de artistas y literatos, como los Dumas , padre e hijo y a dejarse
absorber por la vida parisina, como resultado, perdió el apoyo financiero de la
familia, por lo que comenzó a pasar verdadero hambre que le ocasiona trastornos
digestivos e incluso una parálisis facial. Iba viviendo como podía con los
pocos ingresos que le proporcionaban sus escasos estrenos teatrales, sus
colaboraciones en revistas y su trabajo como secretario del Teatro Nacional de
París, empleo que le consiguió su amigo Dumas. A los veintiocho años contrajo
matrimonio con una mujer viuda madre de dos hijas, Honorine Deviane, buscando
una estabilidad que estaba bastante lejos de conseguir, pues esta nueva
situación le desesperaba y huía de sus compromiso familiares cada vez que le
llegaba la ocasión y así comenzó un periplo de viajes por Escocia, Noruega y
Dinamarca… abandonando a su esposa justo cuando estaba esperando a su único
hijo, Michael Verne.
Su
primera novela fue escrita en tierras escocesas a la edad de treinta y un años,
“París en el siglo XX”, la cual,
curiosamente, nunca publicó en vida pues fue editada, por primera vez, en 1994.
Pero en 1863 comienza a publicar la serie de sus viajes maravillosos, “Cinco semanas en globo”, siguiéndoles “Viaje al centro de la Tierra”, en 1864,
“De la Tierra a la Luna”, en 1865, y
así en lo sucesivo durante cuarenta años: “Veinte
mil leguas de viaje submarino”, “La isla misteriosa”, “La vuelta al mundo en 80
días”, “Miguel Strogoff”, “La esfinge de los hielos”, “El soberbio Orinoco”
y muchas más novelas que iban siendo publicadas por entregas en revistas y
periódicos.
Julio
Verne fue un viajero infatigable que recorrió tanto el Norte de Europa como el
Mediterráneo y un estudioso de todos los descubrimientos científicos de la
época. En sus últimos años se aventuró por el mundo de la política siendo
elegido concejal de la ciudad de Amiens. A su muerte dejó varias obras
inconclusas que su hijo se empeño en terminar, como “La invasión del mar” o “El
faro del fin del mundo”. Murió en Amiens el 24 de marzo de 1905.
Fue
un visionario del futuro, adelantándose muchos años a unas realidades que en su
tiempo resultaban ciencia ficción, por ejemplo, en la novela “París en el siglo XX” aparecen
rascacielos de crista, trenes de alta velocidad, calculadoras, redes de
comunicación… En “De la Tierra a la Luna”
sus naves espaciales despegan desde la península de Florida, como hacen las
actuales de la NASA, los viajeros se desprenden de la atracción gravitatoria de
la Tierra a 11 km/s, tardan 150 horas en llegar y no alunizan, sino que dan
varias vueltas al satélite para regresar a la Tierra. En “Veinte mil leguas de viaje submarino” nos describe el submarino y
el helicóptero, inventos que tardarían bastantes años en ser realidad. Y, algo
también sorprendente, sus descripciones de lugares geográficos, lejanos y poco
explorados, con una minuciosidad que daba la sensación de que él mismo había
estado allí.
Y
esto último es lo que ocurre en la novela que he elegido para esta ocasión, la
cual no es ninguna de las más conocidas, sino de esas que a veces sorprendes en
el olvido y te descubren un mundo inusitado y repleto de aventuras.
Era
el verano de 1971, yo tenía entonces catorce años y comenzaba mi periodo
estival. Unos tíos que vivían por una localidad cercana a Barcelona, me
enviaban cada año un lote de libros para que no me aburriese durante la época
de estío… libros que leí, en su inmensa mayoría, bastante tiempo después, sin
embargo, al abrir aquella vez el paquete, me sorprendieron las tapas rojas con
grabados dorados de una pequeña colección compuesta por cinco novelas de Julio
Verne. La mayor parte de los títulos me sonaban: “Viaje al centro de la Tierra”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”,
“La vuelta al mundo en ochenta días” y “Miguel Strogoff”, sin embargo había
una de la que no había oído hablar nunca y que, sin embargo, me llamó
poderosamente la atención, es fácil saber por qué: “Dos años de vacaciones”… Recuerdo con bastante gusto aquellas
tardes cobijado a la sombra y frescura de mi habitación, enfrascado en una
aventura inusitada e inesperada junto con unos niños desconocidos que acabaron
por ser mis grandes amigos de aquel verano.
“Dos años de vacaciones” fue publicada en
el Magasin d’Education et de Récréation
desde el uno de enero, hasta el 15 de diciembre de 1888. En ella, un grupo de
escolares de un colegio de Auckland (Nueva Zelanda) van a partir a bordo de una
vieja goleta, la Sloughi, en un viaje de fin de curso, sin embargo, a causa de
una tormenta, y a que uno de ellos suelta las amarras del barco, este se va a
la deriva con los niños a bordo. Tras un largo viaje lleno de penalidades,
llegan a una isla desierta del Pacífico, a la que bautizarán con el nombre de
su colegio, Chairman, pero que en realidad se corresponde con la Isla Hanover,
situada en la región austral de Chile, país al que pertenece, al norte del
estrecho de Magallanes.
La
mayoría de los niños son originarios de Inglaterra, aunque también hay dos
franceses, Briant y Santiago, y un norteamericano, Gordon, y todos juntos
arriban a un lugar inhóspito y solitario donde tienen que organizarse y donde
les ocurren una gran cantidad de aventuras.
Poco
tiempo después llegan otros náufragos, unos marineros que habían asesinado a su
capitán e incendiado el barco y quienes llegaron a la isla en una pequeña
chalupa poniendo en peligro las vidas de los jóvenes colonos…
Julio
Verne solía mezclar la fantasía con la realidad y aquí emplea el recuerdo de
dos seres de su entorno como personajes
de leyenda, en este caso su propio hijo Michel se convierte en el joven Gordon
y un amigo de éste y compañero de estudios, Aristide Brian, quien llegará a ser
Primer Ministro de Francia y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1926, como
Briant. Junto a ellos toda una serie de personajes de ficción que desarrollarán
toda la gama de problemas típicos de una sociedad plenamente desarrollada, pero
establecida por unos jovenzuelos a imagen y semejanza de las de sus diferentes
países y que se verá comprometida por la llegada de personas sin escrúpulos,
curiosamente, bastante más mayores en edad… Todo para dejar el mensaje claro de
la fe en sí mismo, el afán de superación, el valor, la amistad, el
compañerismo, la lealtad, la responsabilidad, etc… Valores todos estos bastante
utilizados en la ficción de la época, que no en la vida real y menos en la
pública y política…
Es
esta una novela que tiene similitudes con otra del mismo autor, “La isla misteriosa”, y el Robinson Crusoe” del escritor inglés
Daniel Defoe que seguramente Julio Verne habría leído. Pero, al mismo tiempo,
parece que sirvió de inspiración a otro británico bastante posterior, William
Golding, para escribir “El señor de las
moscas” cuyo tema es bastante similar.
Todo
comienza en la noche del 9 de marzo de 1860. Un grupo de estudiantes del
Colegio Chairman, están embarcados en el yate del padre de uno de ellos, el
Sloghi, esperando su salida en un viaje de vacaciones, mientras toda la
tripulación se ha marchado a un bar donde pasar el tiempo hasta la hora de
salida. Sin embargo, el pequeño Santiago, de nueve años de edad, desamarra el
barco y éste comienza a marcharse por sí solo a la deriva, pensando los padres
de los niños que se habían hundido tras chocar con otra nave que no les presta
ayuda.
Sufren
una fuerte tormenta en alta mar que les lleva a una isla desierta donde deciden
organizarse. Gordon, norteamericano y uno de los mayores, es nombrado jefe y la
primera decisión que toma es seguir dando clase a los más pequeños para que no
pierdan el tiempo. Se organizan expediciones por la isla y hacen inventarios de
todo lo que encuentran, con la idea de saber para cuánto tiempo poseen
alimentos, agua, etcétera.
En
la primera expedición marchan Briant, Doniphan, Wilcox, Service y el perro
Phann, quienes consiguen pesca y una enorme tortuga que cocina el pequeño
criado negro Mokó. Por su lado, Doniphan, Webb y Wilcox cazan palomas. También
encuentran una choza que les hace pensar en la posibilidad de que la isla esté
habitada por indios, unas iniciales: F.B. 1807 parecían indicar, o bien que los
indios sabían escribir o que la isla había sido visitada por otras personas, y
una cueva con todos los indicios de haber sido habitada, sobre todo porque en
ella hallan un esqueleto humano… Deciden
ocuparla, sobre todo para estar a cubierto de las inclemencias climáticas, y en
ella encuentran un cuaderno con anotaciones y un mapa de la isla, todo firmado
por Francisco Baudoin, y un juego de bolos para cazar, por lo que llegan a la
deducción de que aquellos huesos requemados pertenecían a un antiguo náufrago,
lo cual no ayuda demasiado a levantarles la moral.
Una
vez inspeccionada bien la isla, van adjudicándoles nombres a sus diferentes
partes, dándole el del colegio, Chairman, a la totalidad de la misma. Y las
aventuras comienzan a sucederse, sobre todo con lo relacionado a su
supervivencia, a la fauna, la flora y a la geografía del terreno.
Pasado
el tiempo, un buen día se dan de bruces con algo nuevo, una chalupa de un buque
mercante y dos cuerpos humanos a su lado, pero cuando consiguen acercarse,
éstos han desaparecido. Estaba claro que la isla era frecuentada por alguien
más, así que deciden construir una cometa gigante desde la cual, uno de los más
pequeños podía divisar la totalidad del terreno y avisa de cualquier peligro.
Gracias al perro, que no cesa de ladrar, encuentran a una mujer llamada Kate
quien había sido el ama de llaves de una familia rica de Nueva York y por ella
se enteran que aquella isla pertenece a Chile y que en el barco donde navegaban
hubo un motín provocado por Waltson, un maleante que pretendía dedicarse al
tráfico de esclavos, del que sólo se escaparon con vida ella y timonel Evans,
el cual aparece ante ellos poco después…
Bueno,
creo que, como siempre, he contado demasiado porque mi intención es que leáis
el libro y disfrutéis como lo hice yo de esta maravillosa aventura, así que
buscaros un lugar tranquilo y cómodo, llevaros algo de beber y de picar para no
tener que levantaros en un buen rato y viajar con vuestra fantasía y con la
ayuda de la de este gran viajero de la fantasía que fue Julio Verne. No os defraudará… Y para abrir boca, aquí os
dejo el inicio de la misma:
JULIO VERNE
DOS AÑOS DE VACACIONES
CAPÍTULO I
Esa noche del 9 de
marzo las nubes se confundían con el mar y limitaban el alcance de la vista.
Sobre las olas enfurecidas una leve embarcación huía a palo seco. Era un yate
de cien toneladas, un schooner, llamado Sloughi, aunque pretender leer el
nombre escrito en la tabla posterior de la nave hubiera resultado vano, puesto
que un accidente –golpe de mar o choque- la había prácticamente arrancado.
Eran las once de
la noche. En esta latitud las noches resultan cortas a comienzos de marzo. El
amanecer se insinúa a las cinco de la mañana.
Sin embargo, ¿el
peligro que amenazaba al Sloughi sería menor cuando apareciese el sol? ¿No
estaría la frágil embarcación más a merced de las olas?
Lo mejor que se
podía esperar era que, clamada un tanto la vorágine, el naufragio no ocurriera
en pleno océano, lejos de tierra.
En la popa del
Sloughi tres adolescentes, dos de catorce años y otro de trece, además de un
grumete de raza negra de doce, se hallaban situados junto a la rueda del timón
procurando impedir que las embestidas del mar volcasen el yate. Rudo trabajo,
porque la rueda, girando a pesar de sus esfuerzos hubiera podido arrojarlos por
encima de los encordados.
Poco antes de la
media noche una oleada se precipitó con tal violencia sobre un costado del yate
que fue un verdadero milagro que éste no se hubiera quedado sin timón. Los
jóvenes, derribados por el golpe, pudieron incorporarse enseguida.
- ¿Aún obedece al
timón, Briant? –preguntó uno de ellos.
- Sí, Gordon
–respondió el interrogado regresando a su sitio y haciendo gala de gran sangre
fría.
- ¡Mantente firme,
Doniphan, no perdamos el coraje! Hay otros a quienes debemos salvar. No estamos
solos.
Estas frases
habían sido pronunciadas en inglés, si bien Briant, por su acento, revelaba su
origen francés. Volviéndose hacia el grumete preguntó:
- ¿No te has hecho
daño, Moko?
- No, señor
–respondió el grumete-. Procuremos mantener el yate de proa a las olas o nos
iremos a pique.
En ese momento una
puerta que daba a la escalera que conducía al salón se abrió repentinamente y
dos pequeñas caras se asomaron a nivel del puente mientras un cachorro hacía
oír sus ladridos:
- ¡Briant!
¡Briant! –gritó un pequeño de nueve años.- ¿Qué sucede?
- Nada, Iverson,
nada. ¿Me haces el favor de bajar ya mismo con Dole?
- Es que tenemos
mucho miedo –añadió el otro niño, que parecía aún más pequeño.
- ¿Y los otros?
–preguntó Doniphan.
- Los otros
también –repuso Dole.
- Bueno –aconsejó
Briant-. Bajen de nuevo. Enciérrense, escóndanse bajo las mantas, cierren los ojos
y no tendrán miedo. ¡No hay ningún peligro!
- ¡Atención! ¡Una
ola grande! –gritó Moko y un impetuoso choque sacudió el yate. Por suerte el
agua no penetró por la puerta del salón, de lo contrario la embarcación hubiera
sucumbido.
- ¡Entren de una
vez! –gritó Gordon-. ¡Entren antes de que me enoje!
- ¡Vamos, niños,
adentro! –agregó Briant con tono más agradable.
Las dos cabecitas
desaparecieron en el momento en que otro chico se acercaba a preguntar:
- ¿No nos
necesitas, Briant?
- No Baxter. Es
mejor que Cross, Webb, Service, Wilcox y tú permanezcan con los pequeños.
Nosotros nos bastamos.
Baxter cerró la
puerta desde el interior.
“Los otros también
tienen miedo” –había dicho Dole-. ¿No había acaso más que niños en aquel
schooner arrastrado por el huracán? ¡Sí, nada más que niños! ¿Cuántos eran a
bordo? Quince, contando a los cuatro mayores. Ya sabremos más delante de las
circunstancias en que habían embarcado.
¿Ni siquiera un
hombre sobre el yate? ¿Un capitán para mandar o un marinero para realizar las
maniobras? ¿Ni siquiera un timonel para sortear la tempestad?
Así, nadie a bordo
que pudiera decir cuál era la posición del Sloughi sobre el océano más vasto de
todos. ¡El Pacífico!
¿Qué podía haber
sucedido? ¿Habían desaparecido los demás pasajeros en alguna catástrofe? ¿Los
habían raptado los piratas de la Malasia? ¿De dónde venía la embarcación y cuál
era su destino?
A estas preguntas,
que cualquier capitán que los hubiera encontrado hubiese realizado los pequeños
habrían podido dar una respuesta acabada. Pero no había ningún navío en toda
esa inmensidad desierta. Y aunque hubiese habido alguno, ocupado él mismo en
luchar contra la terrible tempestad, poco hubiese podido hacer para auxiliar a
los pequeños.
Entretanto Briant
y sus camaradas luchaban lo mejor que podían para evitar que el schooner cayera
hacia un lado o el otro.
- ¿Qué haremos?
–exclamó Doniphan.
- Todo lo que sea
posible, con tal de salvarnos, con la ayuda de Dios –respondió Briant-.
Y era un
adolescente el que pronunciaba estas palabras en momentos en que ni siquiera un
adulto hubiera podido conservar la esperanza.
En efecto, la
tempestad redoblaba su violencia y la embarcación había perdido gran parte de
sus elementos esenciales.
Después de
cuarenta y ocho horas, casi destrozado, con su gran mástil roto en cuatro
partes, el barco seguía navegando a palo seco. Los muchachos no habían podido
colocarle una vela que permitiera conducirlo con mayor seguridad. Quedaba
apenas la central, y sujeta a medias. Lo peor era que hasta el momento no había
aparecido ni una isla, ni siquiera un asomo de continente en el Este.
Acercarse a la
costa significaba un terrible riesgo, pero los niños no lo hubieran temido más
que a este interminable y furioso mar.
Para ellos el
litoral significaba la salvación. Ansiosos, buscaban con sus ojos algún
elemento que les ayudara a orientarse. Nada aparecía en medio de esa profunda
noche.
De pronto, hacia
la una de la madrugada, se oyó un terrible rechinar.
- ¡El mástil
central se ha roto! –gritó Doniphan.
- ¡No! –respondió
el grumete-. ¡Es la vela que se ha arrancado de sus cuerdas!
- Es necesario
librarse de ella –dijo Briant—Gordon, permanece en el timón con Doniphan. Tú,
Moko, ven conmigo.
En un instante
Briant y el grumete habían saltado, dando pruebas de una capacidad notable.
Estaban resueltos a conservar la mayor parte posible de la lona a fin de
mantener al velero viento en popa mientras durara la borrasca.
Consiguieron
aflojar la driza y dejar un tercio del paño al viento. Era un velamen reducido,
pero permitiría al schooner mantener la dirección que seguía.
Después Briant y
Moko volvieron junto a Gordon y Doniphan para ayudarlos en el timón.
En ese momento la
puerta del salón se abrió y volvió a asomarse una cabeza. Era Jacques, el
hermano de Briant, tres años menor que él.
- ¿Qué quieres,
Jacques? –preguntó Briant.
- ¡Ven! –respondió
Jacques- Hay agua hasta en el salón.
- ¿Es posible?
–gritó Briant, y descendió apresuradamente hacia allí.
El salón estaba
confusamente iluminado por una lámpara que se balanceaba con violencia. A su
resplandor podía verse una decena de niños echados sobre las cuchetas. Los más
pequeños –y los había allí de ocho a nueve años apretados unos contra otros-,
estaban aterrorizados.
- ¡No hay ningún
peligro! –dijo Briant, que ante todo quería serenarlos-. Nosotros estamos allá.
¡No tengan miedo!
Pero,
silenciosamente, pudo comprobar que cierta cantidad de agua corría de un lado a
otro del yate.
Recorrió todos los
compartimentos y observó que el agua provenía del oleaje que había subido a la
cubierta. A ese respecto podían estar tranquilos.
Después de
tranquilizar a los chicos, Briant retornó junto al timón. El schooner estaba sólidamente
construido y parecía ser capaz de resistir los golpes del mar.
A las dos de la
mañana, en medio de la oscuridad, el yate navegaba como bañado enteramente por
el agua. En medio del ruido de las olas se dejó oír un chirrido: la vela se
había roto por completo.
- ¡No tenemos más
vela! –gritó Doniphan-. Y es imposible colocar otra.
- ¡Qué importa!
–respondió Briant-. Así se reducirá la velocidad.
- ¡Hermosa
respuesta! –replicó Doniphan-. Si esa es tu manera de maniobrar…
- ¡Cuidémonos de
las olas de popa! –advirtió Moko-. Es necesario que nos agarremos bien fuerte o
seremos arrastrados.
Apenas había
acabado el grumete de pronunciar la frase cuando toneladas de agua empezaron a
invadir el puente. Briant, Foniphan y Gordon fueron lanzados contra la escalera
y dificultosamente lograron asirse. El grumete, en cambio, había desaparecido.
- ¡Moko! ¡Moko!
–gritó Briant tan pronto como pudo hablar.
- ¿Habrá sido
arrojado al mar? –preguntó Doniphan.
- ¡Hay que
salvarlo! –gritó Briant-. ¡Arrojémosle una cuerda!
Y con una voz que
sonó fuertemente durante algunos segundos de calma gritó de nuevo:
- ¡Moko! ¡Moko!...
- ¡Aquí! ¡Aquí!
–respondió el grumete.
- No está en el
mar –afirmó Gordon-. La voz viene de proa.
- ¡Yo lo salvaré!
–gritó Briant arrastrándose sobre el puente, y sorteando todos los peligros se
dirigió hacia él.
La voz del grumete
atravesó de nuevo el espacio, después todo fue silencio.
Briant, en tanto,
había conseguido llegar a la proa. Llamó. Ninguna respuesta.
¿Habría sido Moko
arrastrado nuevamente? No. Un grito más débil llegó hasta Briant, que se
precipitó hacia el cuerpo del pequeño enredado en una cuerda. Con su
cortaplumas liberó al grumete.
- Gracias, señor
Briant, gracias.
Y retomó su sitio
en el timón. Pero esta vez los cuatro se ataron para resistir la furia de la
tempestad porque, contrariamente a lo que había creído Briant, la velocidad del
yate apenas había disminuido.
Hacia las cuatro y
media comenzó a verse un suave resplandor, a pesar de que la nubes, que se
movían a una velocidad increíble, dificultaban la visión. Los cuatro jóvenes
presentían que si la calma tardaba en llegar, la situación se tornaría
desesperada. El Sloughi no podía resistir veinticuatro horas más en tales
condiciones.
En ese preciso
momento Moko grito:
- ¡Tierra!
¡Tierra!
Por entre las
brumas, el grumete había creído descubrir, hacia el Este, los contornos de una
costa.
- ¿Estás seguro?
–preguntó Doniphan.
- Sí, ciertamente.
Las brumas, que acababan
de entreabrirse, comenzaban a separarse del mar. Algunos instantes después el
océano aparecía en una amplia extensión.
- ¡Sí! ¡Tierra!
¡Es la tierra! –gritó Briant.
- ¡Y una tierra
muy baja! –añadió Gordon, que acababa de observar atentamente el litoral.
En ese momento el
viento cobró más velocidad y el Sloughi, empujado como una pluma, se precipitó
hacia la costa.
Briant,
entretanto, trataba de encontrar un sitio favorable para el desembarco, pero
presintiendo que el choque contra los arrecifes sería inevitable llamó a todos
sus compañeros para que subieran al puente.
Poco antes de las
seis de la mañana el Sloughi había llegado a los peñascos.
- ¡Ténganse
fuerte, bien fuerte! –gritó Briant despojándose de sus ropas para socorrer a
sus amigos si el yate se estrellaba contra las rocas.
Una primera
sacudida indicó que el Sloughi acababa de tocar fondo. Una segunda oleada lo
llevó cincuenta pies más adelante sin tocar las rocas. La embarcación,
inclinada a babor, permaneció inmóvil en medio de la resaca.
No estaba ya en
alta mar, pero tampoco se encontraba en tierra firme.
… … …
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