REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Decadencia al cuadrado, por Vicent M.B. – Diciembre 2012




Mi madre, que a veces no tiene razón (pero eso nunca sucede), sentencia de tanto en tanto que si en el mundo solo hubiera viejos y adolescentes, el colapso de la civilización sería rápido e irremisible. Ella es profesora de secundaria, así que la carga de razón que lleva en lo que respecta a los jóvenes queda fuera de toda duda. Y sin embargo, los que desencadenan su comentario suelen ser los maduritos. Uno de sus momentos preferidos para pontificarlo es cuando alguna jubilada cruza la calle donde y cuando le apetece, o cuando algún conductor que ya debería estar retirado hace una maniobra célebre, de esas que hacen de la calzada un lugar más divertido.

A medida que pasan los años, lógicamente, me he ido abonando a las muletillas descalificantes para con la adolescencia y, al mismo tiempo, los ancianos han ido perdiendo el beneficio de la duda a mis ojos. No, no les consiento según qué cosas por el simple hecho de estar chochos, igual que tener seis años no da, a mi entender, patente de corso para que un crío haga de su capa un sayo y amotine todo lo que quiera en público y en privado. Pero, por aquello de repartir estopa sin discriminación de edad, cabe decir que los más viejos del lugar tampoco son los que han perdido más respetabilidad a medida que yo mismo he ido creciendo. Porque en el colegio bastaba que cualquiera tuviera dos años más que tú para que pudiera dejarte boquiabierto con su mera existencia: multiplicaban cuando tú solo sumabas; hacían ecuaciones (que yo confundía con 'evaporaciones') mientras memorizabas las tablas; lucían felpudos fálicos cuando tú te maravillabas de la pelusilla que te salía encima de la pilila y, para rematar los ocho años de la extinta EGB, tenían novias con tetas gordas (bueno, simplemente con tetas) y tú aún andabas descubriendo los placeres del onanismo. De ahí al instituto, donde ya se requerían cuatro años de diferencia para poder marcar distancias insalvables resumibles en el carnet de conducir y el piso de estudiantes en la capital. Y, al traspasar la ficticia barrera de los dieciocho, frustrarse al ver que necesitarías al menos seis años más para tener esos veinticinco que, en apariencia, daban a aquellos que ya los contaban el aura de omnipotencia de la que reviste el sueldo y, sobre todo, la confianza en uno mismo derivada de la experiencia. De la experiencia y de la barba de hombre plenamente adulto.

Toda esa admiración, por supuesto, acaba por sucumbir: la experiencia es un antídoto infalible contra la admiración incondicional. Así, por el camino se fueron quedando antiguos ídolos como los macarras postadolescentes o, posteriormente, ese gauche divine universitaria cuasi cincuentona que a base de buen gusto, vasta cultura y una cartera que soportaba los dos vicios tanto me llamó la atención en los años de universidad. Es curioso: a medida que el adulto (y después el maduro) me ha ido desengañando con el transcurrir los años, el sexo, y más concretamente las perversiones que puedan habitar en la mente de las mujeres que voy conociendo o simplemente cruzándome por la calle, me ha ido obsesionando más.

Y llegados a este punto, en el fin de la Historia, caídos todos los mitos y aborrecidos los seniles, he descubierto que pocas cosas me causan mayor entusiasmo que oír hablar, tal vez por el mero hecho de escucharlo, a un anciano culto y ponderado. Claro, que hay pocos. No hará más de dos meses que pillé en televisión un reportaje construido básicamente a partir de entrevistas con Delibes. En aquel hombre se conjugaban las pocas virtudes que todavía aprecio en un varón: mesura, sobriedad, sabiduría, humildad, cultura. Era imposible, y digo imposible, decir más de lo que él decía con menos palabras. O tal vez sí que se pueda, pero ya hace falta estar más cerca del cielo que de la tierra. Como Leonard Cohen, mismamente. Cuando le concedieron el Príncipe de Asturias, en el paseíto que hacen los premiados para bajar uno a uno del escenario, el maestro (justo después de los bomberos de Fukushima, ojo que el listón estaba alto) caminó hacia el borde del estrado con el sombrero en la mano, un leve mohín de emoción o sobrecogimiento, media sonrisa y toda la clase del mundo en cada paso. No pude por menos que pensar qué se debe sentir en directo cuando Mr. Cohen se arrodilla en el escenario cantando "Dance me to the end of love". Y, menos de un mes después, apareció Lou Reed haciendo el capullo con los horteras de Metallica.


He aquí la prueba: no basta con ser un artistazo clave en la historia del rock, no basta con haber atesorado cultura, savoir-faire. No basta con haber cambiado para siempre el signo del pop y (por lo que cuentan) ser un entusiasta del arte. No, no basta, en cualquier momento puedes convertirte en el Elvis patán de los años decadentes de Las Vegas. Joder, Mr. Reed. Joder.

Ah, no. Que lo que pasa es que no se resigna a hacer lo que toca a su edad. Es que rompe con las convenciones. Es que es políticamente incorrecto.

Acabáramos.

Lo "políticamente incorrecto". Lo de siempre: un gitano que se saca la polla en un paso de cebra de la Gran Vía y se pone a mear cara a los coches, sacudiéndose rítmicamente el miembro para que el orín describa estéticas parábolas mientras grita "¡Yepa, yepa, yeeeeeeeeeepa!". Los que son tan gañanes como él se reirán en una acera mientras, en la de enfrente, cuatro pijos con ínfulas hipsters lo mirarán con pose variable, tal vez con los brazos en jarras, tal vez vitoreándole. ¡Es políticamente incorrecto! ¡Mola!

Sólo que habría que ver su reacción si el improvisado performer les estuviera redecorando el capó al gotelé. Vosotros no sois políticamente incorrectos. Vosotros sois maleducados y, a lo sumo, gilipollas. Incorrectos no: impresentables. Políticamente incorrecto puede ser Eastwood (a quien más de una pareja que conozco se refiere a él simplemente como "Clint", si es que ya es como de casa...) apoyando a los republicanos. Él es políticamente incorrecto, el que se pasea por las españas diciendo soplapolleces mitad neoliberales, mitad franquistas, es más rancio que el tocino de mamut y, como mucho, estéticamente incorrecto.

Ahora que lo pienso, daría un tímpano y un ojo para, con los que me quedaran, asistir a un encuentro entre Eastwood, Cohen y Delibes redivivo. Los tres. Y si pudiera ser, en la casa que estoy amueblando. La que me ocupa todas las tardes, la que no me deja tiempo para ver alguna película o seguir una serie con suficiente regularidad como para no olvidar la trama. La que me ha robado los ratos de leer con calma y los de reflexión pausada (o las explosiones de sensaciones) imprescindibles para construir algún relato que, al final de mes, sea digno de ser llamado como tal. Y después de recogerles los platos sólo pediría envejecer con la dignidad con la que lo han hecho ellos. De hecho, después de eso creo que no pediría ni siquiera envejecer.

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