MIS AMIGOS LOS LIBROS: El niño con el pijama de rayas, por Ancrugon – Diciembre 2012
Era la mañana de
navidad del año 2007. Papá Noel había
pasado durante la noche y los paquetes de regalos yacían despanzurrados
mostrando un caótico paisaje de papeles multicolores, pero sobre la mesa del
comedor, como olvidado, abandonado tras un primer hojeo precipitado, vi un
pequeño libro cuya portada mostraba una serie de rayas horizontales,
blanquecinas unas, azuladas las otras, y sobre ellas, en tipos grandes, el
siguiente título: “El niño con el pijama
de rayas.” Mi primer pensamiento fue en alguna historia para niños, más que
nada por el título, pero considerando que mi sobrina, pues recordé que éste era
uno de sus regalos la noche anterior, ya no tenía edad de aventuras infantiles
y que el diseño frontal era demasiado austero para llamar la atención de este
potencial sector comercial, supuse que allí había otra intención y que aquel
enunciado encerraba mucho más de lo que parecía decir. Así que me hice con él y
abrí por sus primeras páginas:
Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa
al ver que María, la criada de la familia —que siempre andaba cabizbaja y no
solía levantar la vista de la alfombra—, estaba en su dormitorio sacando todas
sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera; incluso
las pertenencias que él había escondido en el fondo del
mueble, que eran
suyas y de nadie más.
—¿Qué haces? —le
preguntó con toda la educación de que fue capaz, pues, aunque no le hizo
ninguna gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre siempre le recordaba
que tenía que tratarla con respeto y no limitarse a imitar el modo en que Padre
se dirigía a la criada—. No toques eso.
María sacudió la
cabeza y señaló la escalera, detrás de Bruno, donde acababa de aparecer la
madre del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, recogido en la
nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las manos, nerviosa, como si
hubiera algo que le habría gustado no tener que decir o algo que le habría
gustado no tener que creer.
—Madre —dijo Bruno—,
¿qué pasa? ¿Por qué María está revolviendo mis cosas?
—Está haciendo las
maletas.
—¿Haciendo las
maletas? —repitió él, y repasó a toda prisa los días anteriores, considerando
si se había portado especialmente mal o si había pronunciado aquellas palabras
que tenía prohibido pronunciar, y si por eso lo castigarían mandándolo a algún
sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos días se había portado de
forma perfectamente correcta y no recordaba haber causado ningún problema—.
¿Por qué? —preguntó entonces—. ¿Qué he hecho?
Pero Madre ya había
subido a su dormitorio, donde Lars, el mayordomo, estaba recogiendo sus cosas.
La mujer echó un vistazo, suspiró y alzó las
manos con gesto de frustración antes de volver hacia la escalera. En ese
momento Bruno subía, porque no pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una
explicación.
—Madre —insistió—,
¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?
—Ven conmigo —dijo
ella, señalando el gran comedor, donde la semana anterior había cenado el
Furias—. Hablaremos abajo.
Bruno se volvió y
bajó la escalera a toda prisa, adelantando a su madre, de modo que ya la
esperaba en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento en silencio y
pensó que aquella mañana se había aplicado mal el maquillaje, porque tenía los
bordes de los párpados más rojos de lo habitual, igual que se le ponían a él
cuando se portaba mal, se metía en un aprieto y acababa llorando.
—Mira, hijo, no
tienes que preocuparte —dijo ella, acomodándose en la silla donde se había
sentado la acompañante del Furias, una rubia hermosísima, y desde donde ésta se había despedido de
Bruno con la mano cuando Padre cerró las puertas—. Ya verás, de hecho vas a
vivir una gran aventura.
—¿Qué aventura?
¿Vais a mandarme a algún sitio?
—No, no te vas
sólo tú —repuso ella, y por un instante pareció que quería sonreír—.
Nos vamos todos.
Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.
Sin
cerrar el libro me acerqué hacía una ventana por donde los rayos de un
agradable sol invernal alegraban la mañana, eran las once y la ciudad se veía
insólitamente tranquila. Tomé asiento y me dispuse a seguir:
Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado que
enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era tonta de remate y no hacía más
que fastidiarlo, pero le pareció un poco injusto que todos tuvieran que irse
con ella.
—Pero ¿adónde?
—preguntó—. ¿Adónde nos vamos? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí?
—Es por el trabajo
de tu padre. Ya sabes lo importante que es, ¿verdad?
—Sí, claro. —Bruno
asintió con la cabeza. Siempre acudían muchas visitas a la casa (hombres con
uniformes fabulosos y mujeres con
máquinas de escribir que él no podía tocar con las manos sucias), y todos se
mostraban muy educados con su padre y comentaban que era un hombre con porvenir
y que el Furia tenía grandes proyectos para él.
—Bueno, pues a
veces, cuando alguien es muy importante —continuó Madre—, su jefe le pide que
vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.
—¿Qué clase de
trabajo? —preguntó Bruno, porque sinceramente (y él siempre procuraba ser
sincero consigo mismo) no estaba del
todo seguro de en qué consistía el trabajo de Padre.
Un día, en la
escuela, todos habían hablado de sus padres y Karl había dicho que el suyo era
verdulero, y Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería del
centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que su padre era maestro, y Bruno
sabía que era verdad porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes
no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho que su padre era cocinero, y
Bruno sabía que era verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela
siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros escoceses, como si
acabara de salir de la cocina.
Pero cuando le
preguntaron a Bruno qué hacía su padre, él abrió la boca para contestar y
entonces se dio cuenta de que no lo sabía. Sólo podía decir que era un hombre
con porvenir y que el Furias tenía grandes proyectos para él. Bueno, eso y que
tenía un uniforme fabuloso.
—Es un trabajo muy
importante —dijo Madre tras vacilar un instante—. Un trabajo para el que se
requiere un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?
—¿Y tenemos que ir
todos?
—Por supuesto. No
querrás que Padre vaya solo a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?
—No, claro
—concedió Bruno.
—Padre nos
añoraría mucho si no nos tuviera a su lado —añadió ella.
—¿A quién añoraría
más? ¿A mí o a Gretel?
—Os añoraría a
ambos por igual —afirmó Madre, porque no
le gustaba mostrar favoritismos, algo que Bruno respetaba, sobre todo porque
sabía que en el fondo él era su favorito.
—Pero ¿y la casa?
¿Quién cuidará de ella mientras estemos fuera?
La madre suspiró y
paseó la mirada por la habitación como si no fuera a verla nunca más. Era una
casa muy bonita, con cinco plantas, contando el sótano donde el cocinero
preparaba las comidas y donde Maria y Lars se sentaban a la mesa y discutían y
se llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando también la
pequeña buhardilla de ventanas inclinadas que había en lo alto del
edificio, desde donde Bruno podía
contemplar todo Berlín si se ponía de puntillas y se aferraba al marco.
—De momento
tenemos que cerrar la casa —dijo Madre—. Pero algún día
regresaremos.
—¿Y el cocinero?
¿Y Lars? ¿Y Maria? ¿No seguirán viviendo aquí?
—Ellos vienen con
nosotros. Pero basta de preguntas. Quiero que subas y ayudes a María a hacer
tus maletas.
El niño se
levantó, pero no fue a ninguna parte. Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más
antes de dar el tema por zanjado.
—¿Y está muy lejos?
—preguntó—. Ese sitio al que vamos. ¿Está a más de un kilómetro?
—¡Qué gracia!
—exclamó Madre, y rió de manera extraña,
porque no parecía contenta, desviando la mirada como para evitar que su hijo le
viera? la cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La verdad es que está
bastante más lejos.
Bruno abrió mucho
los ojos y sus labios formaron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia
los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.
—No querrás decir
que nos vamos de Berlín, ¿verdad? —repuso, intentando tomar aire al mismo
tiempo que pronunciaba aquellas palabras.
—Me temo que sí
—dijo Madre, asintiendo tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre
es...
—Pero ¿y la
escuela? —la interrumpió Bruno, algo que sabía que no debía hacer, aunque
supuso que en aquella ocasión su madre le perdonaría—. ¿Y Karl y Daniel y
Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy cuando queramos hacer cosas juntos?
—Tendrás que
despedirte de tus amigos por un tiempo. Pero descuida, volverás a verlos más
adelante. Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor —añadió, pues
pese a que aquélla era una noticia
extraña y desagradable, no había ninguna necesidad de que Bruno incumpliera las
normas de educación que le habían inculcado.
—¿Despedirme de
ellos? —preguntó el niño mirándola fijamente—. ¿Despedirme de ellos? — repitió,
escupiendo las palabras como si tuviera la boca llena de trocitos de galleta
masticados—. ¿Despedirme de Karl y
Daniel y Martin? —continuó, subiendo peligrosamente el tono hasta casi
gritar, algo que no le estaba permitido dentro de casa—. ¡Pero si son mis tres
mejores amigos para toda la vida!
—Bueno, ya harás
nuevas amistades —dijo Madre quitándole importancia con un ademán, como si fuera
fácil encontrar a tres mejores amigos para toda la vida.
—Es que nosotros
teníamos planes —protestó él.
—¿Planes? —Madre
enarcó las cejas—. ¿Qué clase de planes?
—Eso no puedo
decírtelo —contestó Bruno, ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre
todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el curso escolar y empezaran las
vacaciones de verano. Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo
planes, sino que podrían ponerlos en práctica.
—Lo siento, hijo,
pero tus planes tendrán que esperar. No tenemos alternativa.
—Pero...
—Basta, Bruno
—espetó ella con brusquedad, poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en
serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas de cómo habían cambiado las
cosas en los últimos tiempos.
—Bueno, es que no
me gusta que ahora haya que apagar todas las luces por la noche —admitió
él.
—Eso lo hace todo
el mundo. Así nos protegemos. Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nos
marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes a María a hacer tus maletas.
No tenemos tanto tiempo como me habría gustado para prepararnos, gracias a
ciertas personas.
Bruno asintió y se
alejó cabizbajo, consciente de que «ciertas personas» era una expresión que
utilizaban los adultos y que significaba «Padre», y que él no debía emplearla.
Subió despacio la
escalera, sujetándose a la barandilla con una mano mientras se preguntaba si en
la casa nueva de aquel sitio nuevo donde estaba el trabajo nuevo de su padre
habría una barandilla tan fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la
barandilla de su casa arrancaba del último piso —justo enfrente de la pequeña
buhardilla desde donde, si se ponía de puntillas y se aferraba al marco de la ventana, podía contemplar todo
Berlín—, discurría hasta la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme
puerta de roble de doble hoja. Y no había nada que a Bruno le gustara más que
montarse en la barandilla en el último piso y deslizarse por toda la casa
haciendo «zuuum».
Bajaba desde el
último piso hasta el siguiente, donde se encontraban el dormitorio de sus
padres y el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.
Continuaba hasta
el siguiente, donde estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño
más pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar
más a menudo.
Y seguía hasta la
planta baja, donde se caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con
los dos pies si no quería recibir una penalización de cinco puntos y verse
obligado a empezar de nuevo.
La barandilla era
lo mejor de la casa —eso y que los abuelos
vivían muy cerca—. Cuando reparó en aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al sitio del nuevo
trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la
necesitaba mucho porque era tonta de remate —todo habría sido más fácil si ella
se hubiera quedado al cuidado de la casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello
era muy distinto.
Subió despacio la
escalera hacia su dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a
Madre abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el
comedor —y donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin
Excepciones—, y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que
ella, poniendo fin a la conversación.
Entonces la puerta
del despacho se cerró y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena
idea volver a su habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de
lo contrario, María sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni
consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del
mueble y que eran suyas y de nadie más.
Y mientras tanto desde la cocina llegaban
los sonidos de los cacharros y las voces de quienes estaban cocinando la comida
de Navidad, de vez en cuando, alguien entraba y salía de la estancia arreglando
la mesa y desde la calle llegaban los gritos y las risas de los niños, pero
lejanos, matizados por la distancia y los obstáculos… Nada me impedía seguir
leyendo y así me fui con el pequeño Bruno hasta el nuevo destino de su padre,
un militar de alto rango del ejército nazi, que no era otro que el campo de
exterminio de Auschwitz, donde le había enviado el mismísimo “Furias”, como el
niño llamaba a Adolf Hitler, al no saber pronunciar bien la palabra “Führer”. Y
desde la ventana de su habitación divisamos juntos una verja tras la cual hay
personas que siempre visten con un “pijama a rayas”…
La historia, donde
existe un continuo enfrentamiento, un incesante cara a cara, entre la inocencia
y la maldad, prosigue desde la lógica de una mente infantil, por caminos
diferentes: por un lado el de la ingenuidad y pureza de Bruno, por otro el del
sadismo y el crimen matizado por un fanático sentido del deber, y por otro, el
de la complicidad sorda, muda e incrédula de la madre y la hija. Es el
conflicto entre los prejuicios, la intolerancia y la ambición frente a la
naturalidad, la sencillez y la sensibilidad. Y todos estos senderos llevarán
hacía un desenlace absurdo y atroz.
Bruno, llevado por
su curiosidad y su necesidad de amigos, se acerca hasta esa valla donde un día
conoce, uno a un lado y otra al otro, a Shamuel, un niño, más o menos de su
edad, judío polaco que viste el pijama a rayas. Se cuentan sus historias, se
hacen amigos con esa facilidad y sinceridad que sólo poseen los niños, y Bruno
lo visita con frecuencia, siempre en ese mismo lugar, y le lleva comida.
Al mismo tiempo,
los otros personajes desarrollan sus propias historias, como el descubrimiento
del efecto que causa en los hombres, por parte de su hermana Gretel, el tira y
afloja y los sentimientos encontrados de los padres, el joven militar trepa que
no se detiene ante nada… Al final su madre convence a su esposo para volver a
Berlín. Bruno va a decírselo a Shamuel y lo encuentra llorando porque no
encuentra a su padre dentro del campo y Bruno se compromete a ayudarle… Y a
partir de este instante, todo se dispara, se sale de la razón y la realidad se
convierte en una metáfora de sí misma… Pero no lo desvelaré para aquellos que
todavía no hayan leído el libro.
Llevado
de mi emocionante concentración no me di cuenta de la hora y mi hermano vino a
llamarme dos veces para comer, pero no pasaba nada porque estaba llegando al
final:
Y así termina la
historia de Bruno y su familia. Todo esto, por supuesto, pasó hace mucho, mucho
tiempo, y nunca podría volver a pasar nada parecido.
Hoy en día, no.
“Permítame
que lo dude”
– le dije mentalmente al irlandés John Boyne, autor de la obra. Y
desentumeciendo mis miembros tras aquellas tres horas de lectura, me senté en
la mesa junto con mi familia y comimos y bebimos, y charlamos y bromeamos y
reímos, porque los seres humanos sabemos que todo lo malo siempre les pasa a
los demás…
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