TEMAS E IDEAS: En la impotencia, por Ancrugon - Noviembre 2011



Tic, tac, tic, tac, tic, tac… El reloj de pared, aquel que  funcionaba mediante un péndulo que unas piñas metálicas ponían en movimiento por el método de ser estiradas cada noche, de cuyo desempeño últimamente se encargaba su hermano puesto que ya era lo suficientemente mayor para ello, iba marcando inexorablemente el paso del tiempo, el cual, aquella tarde, parecía eterno en su caminar. TAN, TAN, TAN, TAN, TAN, TAN, TAN… siete campanadas y Antonio miró nervioso hacia el pasillo que comunicaba con la escalera… Su padre tardaba más de lo normal… Todos los días, salvo raras excepciones, llegaba sobre las cinco del trabajo, pero hoy era diferente y él lo sabía… y lo temía.

Por el ventanal del comedor se podía otear perfectamente toda la calle. Estaba cayendo la tarde y el sol alcanzaba ya las colinas del oeste, aquellas que se iluminaban de colores caprichosos dependiendo del viento o de las nubes o de… Escuchó el sonido de la llave en la puerta y giró la cabeza como un resorte automático…

- ¡Buenas tardes!... – Su corazón dio un salto de equilibrista dentro del pecho y, aunque quiso gritar, “¡papá!”, su voz se negó a brotar como si un nudo le oprimiese la garganta… igual que aquella única vez que vistió corbata en su primera comunión, cuando llegó a pensar que iba a ahogarse…

Su madre salió solícita y alegre de la cocina para recibir al esposo y su hermano, ¡algo milagroso!, dejó la habitación donde vivía recluido preparándose para ser un prócer de la nación y apareció en veloz descenso plantándose, con el pelo despeinado y la camisa fuera del pantalón, en medio del pasillo… En la pantalla del televisor Locomotoro demostraba su habilidad en inclinarse de pie sin caerse mientras, el resto de los Chiripitafláuticos, incluidos Valentina y el Capitán Tan, cantaban la canción de “El Burro Perico”…  Y en la calle un grupo de niños jugaba a escalar la gran montaña de arena de una obra cercana…

Al poco, todos entraron en la habitación y Antonio les miró expectante, sobre todo a su padre, sin embargo su rostro sólo reflejaba alegría y satisfacción y él no lo supo interpretar…

- Bueno, ya está todo arreglado. – Dijo al final el hombre tomando asiento y dirigiéndose especialmente a su hijo. Los otros dos también se acomodaron a su alrededor, pero no dijeron nada. Antonio desvió la mirada clavándola en un chaval que, habiendo logrado encaramarse sobre el montón de grava, ondeaba su cazadora como una bandera de conquista. – Hemos conseguido que te acepten y en septiembre comenzarás las clases en el centro. – Mostró un puñado de folios. – Rellenaremos estos papeles y ya está…

- ¡Qué bien!, ¿no?... – Dijo la madre sin demasiado entusiasmo y el hermano se giró sonriente para mirarle, pero él acababa de llegar hasta el grupo de chiquillos junto con unas niñas en bicicleta quienes pretendían apuntarse a la conquista de la pequeña elevación. Hubo un minuto de silencio, como en el fútbol, cuando se ha muerto un trozo de esperanza…

- Bueno, ¿qué te parece?... – Preguntó el intrigante esperando una aceptación por parte del ofendido. Pero no hubo respuesta, porque en aquel momento llegaba el camión de reparto de bebidas para descargar en el bar cercano y él sabía que alguno de aquellos pilluelos sacarían provecho de aquel parón y así refrescarse de sus correrías… ¡y nunca les pillaban!... ¡resultaba divertido!... Pero en aquel momento todo le daba igual.

Ellos le miraban expectantes, sin embargo él desviaba la mirada. Hasta el tic-tac del reloj parecía ahora más rápido, más sin sentido…

- ¡Di algo! – Sabía por experiencia que no era prudente enfadar a su padre. Era un buen hombre, sí, sin duda alguna, pero cuando se cabreaba mejor estar lejos, sin embargo, Antonio no podía hablar… No quería llorar, pero estaba seguro que si intentaba decir una sola palabra, acabaría lloriqueando como una niña… o como un niño… ¡o como cualquier persona que se encuentra realmente mal!...

Desde el televisor surgía una melodía bien conocida: “Yo soy aquel negrito del África tropical…” La madre se incorporó para apagarlo… Silencio… Tic, tac, tic, tac…. Y el sol de la tarde alargaba las sombras y las recortaba por las paredes del comedor… Una lágrima logró escaparse y comenzó a rodar por su mejilla sonrosada…

- ¡Pero bueno!... ¿Qué pasa ahora?... – Su padre esperó infructuosamente. - ¿No quieres ir?...

Y Antonio, aferrándose a los apoyabrazos de su silla de ruedas, movió negativamente la cabeza sin apartar la mirada del color azul cobalto de la bicicleta de Inma, la niña que más le gustaba del colegio… El padre dejó los papeles sobre la mesa y suspiró profundamente intentando encontrar el equilibrio que le permitiese decir las cosas con tranquilidad.

- Vamos a ver… Esto ya lo hemos hablado muchas veces… - Antonio ya no evitaba los hipos y las lágrimas goteaban sobre el pantalón de su chándal. – Ya has acabado todos los cursos en el colegio del pueblo y no puedes ir al instituto porque no está acondicionado para una persona como tú y porque está lejos para ir todos los días… ¿Lo entiendes?...

Él afirmó con la cabeza sin dejar de mirar al exterior y salpicando con su llanto en cada movimiento y, entonces, un rayo del sol del ocaso pintó el arcoíris en sus párpados…

- Allí estarás muy bien… Te cuidarán, te atenderán…, harás rehabilitación y estudiarás secundaria para que puedas entrar en la Universidad… ¿No quieres ir a la Universidad como tu hermano?...

De nuevo sintió los seis ojos clavados en él y él decidió que era el momento de flotar sobre una nube blanca y rosa que surcaba el cielo como un velero rumbo a cualquier parte, pero lejos de allí.

- Es uno de los mejores centros para discapacitados que hay… - ¡Qué palabra tan fea!, pensaron todos. – Allí aprenderás a defenderte por ti mismo… - ¡Qué huecas son las palabras cuando no se quieren escuchar!...

La algarabía en la calle estaba tomando proporciones insufribles para quienes requieren tranquilidad, pero para él era un refugio y se agazapaba entre los gritos y las risas de sus amigos del colegio evitando oír las palabras que le hacían daño.

- Mira, cariño. – Surgió la voz de la madre con toda la dulzura que ellas saben insuflar en cada sonido. Él se volvió para mirarla: … mamá ya estaba dejando de ser joven… y se veía cansada… ¡qué pena!... Y la congoja se apoderó de su pequeño cuerpo. – Nosotros no vamos a vivir eternamente, ¿sabes?... – La voz de ella se quebró y de sus ojos surgieron pequeños diamantes resbaladizos… ¡Claro que lo sabía!... pero, ¿por qué?... – Y tú tienes que aprender mucho, mucho, mucho… porque tienes que ser autosuficiente y poder vivir por ti mismo…

Él miró a su hermano y éste le devolvió una triste sonrisa.

- Es un sitio estupendo… - Intentó de nuevo el padre. – Allí te divertirás mucho y tendrás muchos amigos… - Pero el silencio de Antonio contrarrestaba con las risas que llegaban de la calle, con las voces de la radionovela de la vecina, con el ruido de los motores de aquellos tractores que volvían de su trabajo cotidiano en el campo, con…

- Pero… yo no quiero ir… - Su voz procedía de rincones remotos, de lugares insospechados, y sonaba débil, sin convicción... - Yo no quiero estar lejos de vosotros... - Y un llanto tibio comenzó a brotarle como una pequeña fuente.

- Nosotros nunca te abandonaremos… - Casi no puedo acabar la frase, la voz de la madre se rompió como una copa de cristal.

- ¡No, no, no!... – Y negaba con la cabeza como intentando despegar de ella la materia viscosa del miedo.

- Pero, ¿por qué?... – Volvió al ataque el padre. - ¡Si es lo mejor para ti!... Allí te formarán para que seas alguien importante cuando seas mayor, ¿sabes?... – Silencio, sólo silencio y miradas esquivas…

- ¿Qué te gustaría ser de mayor? – Preguntó la madre en un intento desesperado de captar la atención.

Pero Antonio tiene clavada su mirada en la calle, no en las personas que vuelven del trabajo, no en las nubes que, como vehículos amorfos, navegan por el océano del universo… no en el sol que está buscando su mejor acomodo en la mullida cama del ocaso… no…

- Yo de mayor quisiera ser como ellos… - Y señala con su menudo dedo más allá de los cristales. Todos vuelven la mirada y su hermano se retuerce las manos. – Yo de mayor quiero ser niño… - Una sensación de ahogo asciende por sus gargantas… - Y correr, y saltar, y subirme en los montones de grava y arena…

El hermano torna el rostro hacia la oscuridad porque no puede evitar que las lágrimas se escapen. El padre traga y traga, y la madre comienza a llorar sin disimulo…

- Pero… - El padre busca las palabras. – Pero… Seguro que te gustaría aprender algo…

Y en aquel preciso instante, cuando el último rayo solar del día alargaba las sombras hasta el infinito y los veleros flotantes del cielos se convertían en oro, en aquel preciso instante, un grupo de palomos, de esos que sus dueños pintan con colores de guerra para que concursen cada tarde, cruzó veloz bajo el azul metálico de la tarde mortecina y Antonio los vio…

- Sí, - dijo con seguridad, - quiero aprender a volar.


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